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Las florentinas de Florentín

'Le agradecemos al doctor Belarmino su presencia', dijo el maestro de ceremonias de turno, al presentar a Florentín. Y Florentín explicó a decenas de sindicalistas que ni el derecho a huelga es irrestricto, y todos lo escucharon atentos, le aplaudieron y le pidieron autógrafos. Cada sábado, desde hace año y medio, el magistrado divulga la Constitución y reparte decenas de ejemplares miniatura que él bautizó como 'florentinas'.


Martes, 26 de julio de 2011

A Florentín Meléndez, el magistrado, la concurrencia lo recibe con los aplausos que una señora alta y canosa está exigiendo de pie y con ejemplo histérico. Unos 80 sindicalistas, obreros y empleados estatales quieren escucharlo hablar de esa que llaman Constitución.

El magistrado de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia llega tarde. Apenas 10 minutos, pero por el tono de su disculpa, ahora que por fin le colocan un micrófono de solapa y se escucha su voz ronca, pareciera que ha tenido esperando a la gente por lo menos media hora. Viene de un desayuno de trabajo “bastante retirado”, dice. Este mediodía, la selección de fútbol de Argentina tendrá una nueva participación en el torneo de la Copa América. Aunque eso, por ahora, es lo menos importante.

Muchos de los que están presentes en este salón, tan iluminado como cuadrado, no sabrían reconocer a Florentín si lo vieran en la televisión o en la calle. Nunca lo han visto en persona. Pero han escuchado de él y de sus colegas de la Sala de lo Constitucional que hoy sigue en el ojo de la tormenta desatada por el decreto 743 de hace mes y medio. Así que cuando a media mañana de sábado Florentín sube hasta la cuarta planta del edificio de Agepym, en el capitalino barrio San Miguelito, la visita es motivo suficiente para agradecer. Se escuchan los primeros aplausos. Un joven que dice representar a 14 sindicatos de empleados estatales comete un error frente a todos, micrófono en mano: “Le agradecemos muchísimo al doctor Belarmino su presencia”. Pocos sabrán corregirlo.

Florentín viste informal. Una camisa de botones y mangas cortas de color rosado, un pantalón color caqui, cincho y zapatos de cuero color café. Un reloj discreto en su muñeca izquierda. Sus inseparables gafas y bigote, canoso y recortado, le regalan ese aire señorial que quizás cabría esperar de un doctor en derecho, asesor y consultor de Naciones Unidas, conferencista de al menos una docena de universidades americanas, y un largo etcétera en materia de leyes y derechos humanos.

Pero Florentín, que ya está hablando de derechos, de deberes, de instituciones, habla de su vieja amiga, la Constitución, como si se tratara de un pasquín inmejorable, o de esos juegos de mesa que traen una enseñanza incluida. “Miren, para eso mandamos publicar esta edición de bolsillo de la Constitución, para que pueda andar cargando en todas partes. La mujer en su cartera, y el hombre en la bolsa de su pantalón o en la bolsa de la camisa. En vez de estar con la boca abierta, sin hacer nada, aproveche el tiempo, en el autobús, en la fila del banco, debajo del palo de mango… aunque sea lea dos artículos diarios, ve...” Florentín, el magistrado, nos vende la Constitución.

Quienes conocen a Florentín aseguran que él casi siempre se esfuerza para hacerse entender cuando habla de leyes a una audiencia. Sea cual sea. Y hoy todos, desde líderes sindicales hasta el más laborioso recogedor de basura, le celebrarán sus ideas aterrizadas. A lo largo de su charla, citará a Don Quijote y a Sancho; confesará algunos secretos y hasta confesará su debilidad por un partido de fútbol. No permitirá que nadie lo interrumpa y pese a estar rodeado de sindicalistas atentos (y otros no tanto), osará en criticarles el abuso y el desorden de algunas protestas y huelgas. Hablará poco más de dos horas. Beberá agua una vez.

Las charlas constitucionales comenzaron hace casi un año y medio en un municipio a 40 kilómetros al oriente de la capital salvadoreña, Candelaria, donde Naciones Unidas dice que la pobreza es extrema moderada. El 27 de febrero de 2010, en ese pueblo de Cuscatlán a orillas del Lago de Ilopango, Florentín y su colega magistrado Sidney Blanco arrancaron lo que pronto denominaron Campaña de Divulgación de la Constitución. Se pararon frente a un atril, colocaron la bandera salvadoreña y hablaron de la ley, de derechos y de deberes a alumnos, campesinos y autoridades locales.

“Van a tener la principal herramienta para enfrentar el abuso de poder político”, dijo Florentín aquella vez en Candelaria. “Los funcionarios son también ciudadanos, igual que ustedes”. Y siguió exponiendo por horas hasta que se dobló las mangas de su camisa de botones, salió a la calle, tocó puertas y regaló a granel esas ediciones diminutas y azules de la Constitución del 15 de diciembre de 1983.

Estas Constituciones de bolsillo caben en una mano, tienen 168 páginas y traen siempre el logo amarillo del Órgano Judicial. En la tapa se lee que no podrán venderse y que pertenecen a una “edición especial” que, desde 2010, se comenzó a imprimir a unas cuadras de aquí en la sección de publicaciones de la Corte, en el barrio San Miguelito. Hasta ahora, son unas 40,000 Constituciones las que pululan entre caseríos, cantones de los 14 departamentos del país, universidades y gremios de naturaleza variada. Florentín las llama “Florentinas”, y ha dicho que quiere repartir al menos 10,000 más. FUSADES ya donó 5 mil.

-¿Alguno de ustedes sabe de qué año es la primera Constitución? –pregunta el magistrado a la masa de hombres y mujeres bañados por un chorro de aire acondicionado que esta mañana de sábado se congregan en el local de Agepym.

Una mujer al fondo del salón musita algo sin mucho ánimo de sobresalir.

-1824 -dice, suavemente.

-¡En 1824! –respalda Florentín. Y arranca con un resumen de las 14 Constituciones que el país ha visto desde entonces. Dice que unas promovieron un pensamiento más individualista y liberal, que después vinieron las que tenían un corte más social y estatista y que por fin, en 1983, se integraron ambas visiones, al calor de la guerra civil. Tardó un año y medio en ser redactada por la Asamblea Constituyente que convocó la Junta Revolucionaria de Gobierno tras derrocar al gobierno pecenista de 1979.

-¿Y va a firmar estos libritos? ¿Él los va a firmar? -pregunta Daniel, un señor de aspecto demacrado, bajito y desaliñado, con gafas gruesas y que no pasa de 50 años. Recibe boquiabierto una Florentina. La abre despacio, la hojea tranquilo, curioso. Da un sobresalto de pronto y hace una pregunta a uno de los dos muchachos, empleados de la Sala de la Corte, que las obsequian a quien estire la mano:- ¿Los va a firmar?

-Usted acérquesele y le pide –le responde sonriente el colaborador.

Florentín está acostumbrado a hablar frente a diplomáticos y delegaciones internacionales de jueces y abogados, escoge temas y frases para hacer sus ponencias más digeribles. Pero quizás lo más importante es que está acostumbrado a que lo escuchen. Los agremiados en Agepym que forman la audiencia escuchan y ojean la constitucioncita. Otros duermen. Reclinan su barbilla sobre el pecho, discretamente, como este señor a mi izquierda cuya hija, de unos 9 años, delgada y de cabeza pequeña, juega en el suelo con un peluche roído al que le lee versos imaginarios de la Florentina.

Hasta que se vea forzado a interrumpir la exposición, Florentín soltará frases para regalar: “Sin derechos ni separación de poderes no puede haber una Constitución”, “Las mujeres están excluidas de la Constitución frente a fenómenos como la violencia intrafamiliar, por ejemplo, y por eso es que decimos que tiene huecos”, “La vida cotidiana se trata de practicar nuestros derechos que son hechos y realidades sociales”, “Para unos es más alcanzable exigir los derechos que para otros, eso se llama desigualdad”...

Durante buena parte de la ponencia, Daniel se la pasará dormido, esperando el momento para pedir el autógrafo.

En un arrebato, la concurrencia silenciosa ha comenzado a cuchichear. Se dicen cosas al oído, inquietos. La chispa que los ha activado es el discurso de Florentín sobre las huelgas. William Huezo, un líder sindical que tras el decreto 743 reprendió verbalmente la lanzada de huevos que una enardecida muchedumbre hizo a la fachada de la Asamblea, aguza el oído para escuchar al magistrado. “Podemos tener múltiples demandas sociales, laborales y de toda índole, y para eso utilizamos la libertad de expresión, la libertad de reunión, la libertad de manifestación pública en la calle, en la plaza… pero quiero insistir en algo que solo dije una vez pero lo voy a seguir repitiendo: cualquier libertad reconocida en la Constitución o en los tratados internacionales no faculta a sus titulares para hacer lo que les venga en gana”, dice Florentín.

Los susurros no cesan. Hay discrepancia, otros asienten con la cabeza. “Ni hablando, ni reuniéndose, ni manifestándose en público, siempre, cuando se ejercen derechos de libertades, se ejercen de manera restrictiva. Nada en una sociedad democrática es irrestricto, ni siquiera el poder del Estado, ni siquiera el derecho a la vida cuando hay legítima defensa”. Un hombre de gorra levanta la mano para pedir el uso de la palabra, pero Florentín no quiere interrumpir su argumentación. Dice que perdonen, que alguien le está pidiendo el uso de la palabra y que se la puede brindar excepcionalmente, pero que si abrimos el debate, nos quedamos aquí hasta a las 5 de la tarde.

Vuelve a la carga. “¿Podemos paralizar el servicio de emergencia de salud? ¿Podemos parar las escuelas para nuestros hijos? ¿Podemos paralizar los tribunales de justicia por una demanda laboral?”. El magistrado cuenta con tono de fábula que en otras partes del mundo ya hay servicios sociales que son intocables durante las huelgas, pero que tienen mecanismos alternos de discusión. Y el magistrado sigue disparando: “¿La recolección de basura será un servicio esencial a la comunidad o no? ¿Qué implicaría en cuanto a la salud pública, no solo al ornato? ¿El transporte público será un servicio que podemos alterar, aun con toda la utilidad que este le da a las personas?” Varios hombres gritan un “No” que suena muy espontáneo, y el chorro del aire acondicionado es lo único adicional que se escucha en el salón.

La responsable de que este casi centenar de sindicalistas esté sentado frente a Florentín un sábado por la mañana es la escuela política de Agepym, el llamado Movimiento por la Democracia Participativa, que tiene poco más de cuatro meses funcionando. Antes de que el magistrado tomara la palabra, William Huezo, líder del gremio, había dicho: 'Este librito del que tanto hablan los diputados es la Constitución, y nosotros, aquí, vamos a aprender lo que ese librito dice'.

Y cuando Florentín comienza a explicar las primeras sentencias que la Sala emitió, más parece que cuenta hazañas novelescas. Ahora está hablando del derecho al honor, de la libertad de prensa y de la libertad de expresión. “Resolvimos en la Sala de lo Constitucional una sentencia que nos ha costado muchísimas críticas: ataques, acoso… ¡Ustedes no se imaginan toda la factura que nos han pasado por atrevernos a resolver un caso de conflicto de derechos entre la libertad de expresión, la libertad de prensa y el derecho al honor de los particulares”.

Al magistrado le apasiona hablar de los derechos humanos. Especialista en la materia y ex presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, es hasta algo comprensible. Entra en una explicación teórica de los derechos y justo cuando siente que la audiencia se le está perdiendo, saca su as bajo la manga: “Recuerdo que Don Quijote le decía a Sancho Panza algo así como 'Querido Sancho, la libertad es uno de los más preciosos dones que los dioses dieron a los hombres, con ella no pueden compararse todo los tesoros del mar ni todos los tesoros de la tierra…" Imagínese, ese libro acuñó el mensaje cuando ni siquiera había derechos humanos”.

Luego, Florentín saca una moneda de su bolsillo. La muestra a todos como bien preciado, girando su muñeca, exhibiendo sus dos caras. “Como las dos caras de esta moneda, de una hoja de papel, como la mano: los derechos y deberes son indisolubles, inseparables, son las dos caras de lo mismo”.

Han pasado casi dos horas y el salón sigue casi lleno aunque ya varios han desertado. Florentín, quién sabe por qué, decide que no podrá culminar su ponencia como lo había planeado. Sería demasiado extenso, dice, y lanza la invitación para que la charla continúe en un futuro cercano, y sugiere a los organizadores que llamen a su secretaria para afinar detalles. Se le mira complacido. Agradece que lo hayamos escuchado, con un gesto discreto llama a alguien para que baje al estacionamiento y saque de su vehículo más Florentinas.

-Muchas gracias por su atención -dice-. Siento que les he mancillado sus derechos, he hablado ya demasiado. Ya es hora de que nos vayamos…

Se escuchan risitas. Y Florentín termina su frase, con lo que se ganará una ovación:

-Nos vamos, porque si no, no alcanzamos a ver jugar a Argentina.

Todos sonríen y comienzan a hacer fila para el almuerzo. Un joven a mi izquierda, mientras tanto, vuelve a preguntarme en voz baja el nombre del hombre que ha estado hablando. Ese que parte apresurado a ver jugar a Argentina. Daniel se pierde entre el tumulto y esta tarde Argentina se perderá en su partido ante Uruguay y quedará descalificada de la Copa América.

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