Fue una noche de espanto. Nuestra larga columna caminó a ciegas sufriendo todo tipo de golpes y deslizamientos. Pasada la medianoche, la vanguardia se topó con una avanzadilla enemiga y se produjo un breve intercambio de disparos. Tuvimos que dar un largo rodeo para llegar, cuando ya clareaba, al pequeño y abandonado caserío Portillo del Norte, al oriente de Chalatenango. Mientras descansábamos, pasó al lado nuestro una pequeña unidad de hombres exhaustos, bañados en sudor, cargando a un herido en una hamaca.
El hombre había resultado herido en la balacera. Lo llevaron hasta la iglesia del lugar. Fui a verlo. Estaba acostado, boca abajo, quejándose, entre los escombros de la sacristía. Una jovencita le arrancaba a tijerazos el pantalón ennegrecido por la sangre, y dos extranjeros, un médico italiano y un enfermero norteamericano, a quienes no había visto antes, improvisaban una lección. En un español aceptable, rodeados de un grupo de jóvenes, la mayoría mujeres, explicaban que el tiro mostraba un orificio de salida a unos pocos milímetros del ano. Por suerte, no había comprometido ningún órgano vital. Supervisaron la curación y la inyección del anestésico. Una de las muchachas le hablaba al oído y le pasaba la mano por el pelo. Cuando procedieron a coser la herida, con una aguja curva, como una lesna, el hombre comenzó a dar unos terribles gritos. El enfermero miró mi rostro horrorizado y me tranquilizó explicándome que sus gritos eran solo un acto reflejo, que el paciente en realidad no sentía nada.
Los nombres del médico y el enfermero aparecen citados en el libro La otra cara de la guerra: salvar vidas. Experiencias de la sanidad guerrillera en Chalatenango y Cinquera, El Salvador, publicado en San Salvador hace unas semanas. Ellos formaron parte del sistema de sanidad de la guerrilla que operó en la zona norte de El Salvador entre 1981 y 1992. La mayoría de sus integrantes fueron campesinos. Contaron, eso sí, con el apoyo de médicos provenientes de México, Chile, España, Italia, Alemania, Estados Unidos y, desde luego, El Salvador. Todos ellos gozan de mucho respeto en el mundo de los veteranos de la guerra civil salvadoreña. Sin embargo, su trabajo todavía no tiene todo el reconocimiento que se merece. Una parte del valor de ese libro consiste en situar en el mapa a un contingente de hombres y mujeres que participaron en aquella conflagración con algodones, agujas y escalpelos. Todos, en momentos dramáticos de nuestras vidas, pasamos por sus improvisados consultorios, y nos pusimos en sus manos con la certeza de que iban a hacer todo lo posible por aliviarnos y salvarnos. En el cumplimiento de sus deberes, “con inocencia y pureza”, como reza el Juramento hipocrático, no pocos perdieron la vida.
La otra parte de la importancia del libro radica en la puesta en limpio de la experiencia de un “sistema sanitario” creado en medio de una guerra de guerrillas. La reconstrucción de los hechos, con dosis de historia política, rescate de la memoria y recuperación de un conocimiento y una práctica únicos, nos permite descubrir la lógica que tuvo, los factores que intervinieron en aquel proceso y por qué las cosas se hicieron de esa manera.
A pesar de que la ferocidad de la historia militar y los enmarañados juegos políticos suelen despertar más atención y curiosidad, un libro como este ayuda a entender esa dimensión, refundida en las memorias personales, que denominamos el “lado humano” de la batalla. Cuando aludo a esa parte humana no intento reivindicar una idea candorosa de un conflicto cuya prioridad inmediata es la aniquilación y desmoralización del antagonista. Por el contrario, creo que este documento nos pone frente al espejo de la brutalidad más atroz, pero mostrando los triunfos de la misericordia y el bien.
Asimismo, en el orden estrictamente técnico, ofrece una visión bastante justa del sistema sanitario insurgente, que con el paso de los años se constituyó en un aparato complejo, que incorporó a médicas, médicos, paramédicos y un numeroso personal de apoyo. Esta organización también prestó atención de primeros auxilios y realizó incontables procedimientos médicos para salvar la vida de los combatientes heridos, incluidos, en algunas ocasiones, los del bando enemigo. En los últimos años de la guerra, además, había conseguido ampliar sus actividades procurando bienestar a una población civil que por siglos había estado excluida de servicios médicos básicos.
El origen de ese aparato está ligado al surgimiento de los núcleos guerrilleros urbanos que comenzaron a operar en los años 70, principalmente en San Salvador. Aquel primer sistema sanitario estuvo destinado a atender a personas heridas durante las protestas populares, y también a los guerrilleros y milicianos heridos en acción. Fue, como se describe en el libro, una estructura clandestina, que recurría a médicos y estudiantes de medicina, que tuvo asiento en casas y clínicas privadas, y que fue apoyada en una extensa red de familias que se oponían a los regímenes autoritarios de la época.
Su mayor desafió comenzó después de 1981 cuando las acciones se trasladaron a las zonas rurales. Fue allí donde jugaron un papel clave profesionales de la medicina venidos de los cuatro puntos cardinales del planeta: los “internacionalistas”, como se les llamaba. Ellos no solo desplegaron y aplicaron conocimientos médicos más desarrollados, sino también hicieron una labor educativa y formativa, y crearon protocolos médicos adaptados a las condiciones propias de una guerra irregular. Acostumbrados a intervenir pacientes en quirófanos modernos, desplegaron una enorme capacidad innovadora no solo para montar salas de operaciones y hospitales móviles, improvisando curaciones sobre la marcha, sino también organizando puestos médicos que acompañaban a las unidades de combate.
Jóvenes campesinos, mujeres la inmensa mayoría, a menudo semianalfabetas, asimilaron conocimientos sobre anatomía humana, los sistemas digestivo, nervioso y circulatorio, e incluso sobre odontología y farmacología. A estos médicos y paramédicos también les tocaba el duro papel de consolar a heridos y moribundos que no contaban con el apoyo de sus familias desplazadas por causa de las operaciones de guerra. Fueron curadores y sanadores; hermanos y hermanas; y también padres y madres. Desde donde se lo vea, el suyo no fue un trabajo fácil. Encima de todo, como también lo relata el libro, las iniciativas de los médicos topó a menudo con la estrechez de miras del pequeño “Olimpo”, como uno de los médicos entrevistados llama a las jefaturas que tenían a su cargo las acciones militares y, por ende, las decisiones sobre casi todo lo que ocurría en las zonas controladas por la guerrilla.
Detrás de los reflectores que iluminan a las figuras más visibles de aquel conflicto está la oscura poesía de la guerra, que tuvo uno de sus escenarios en aquellos parajes habitados por los sufrientes. En medio de las operaciones que montaba el ejército para ingresar a las zonas guerrilleras las unidades hospitalarias se desplazaban trabajosamente, con heridos, equipo médico y muy poco personal, como es de imaginarse, pues los brazos más fuertes estaban destinados a la línea de fuego. Iluminados por la luna o las bengalas, aquel cortejo de seres lastimados, rotos, enfermos, constituía una visión conmovedora solo superada en intensidad por las retiradas en masa de la población civil. No es posible evocar unas y otras sin volver a sentir congoja y admiración.
El libro es una historia de esa experiencia contada con las voces de un grupo de hombres y mujeres cuyo trabajo fue hacernos más soportable la guerra. Esa lección de ternura es el mejor alegato a favor de la razón y la no violencia, y la prueba viva de que aun caminando en los desfiladeros del infierno podemos dar lo mejor de nosotros mismos.
* Miguel Huezo Mixco es escritor salvadoreño. Es coautor del blog Talpajocote. También publicó previamente este artículo en Fontera D.