Opinión /

Si me dieran $150 mil para comprar arte


Viernes, 11 de enero de 2013
Élmer L. Menjívar

Lo más probable es que a la mayoría de los salvadoreños y las salvadoreñas les haya causado repulsión la noticia de que la Asamblea Legislativa gastó 150 mil dólares en 2012 comprando obras de arte, y que ha presupuestado la misma cantidad para 2013. La repulsión, en principio, se entiende porque toda información de gastos que salga de la Asamblea Legislativa es recibida con animadversión. Que ese gasto se destine a comprar obras de arte es en este caso un agravante.

Agravante porque las obras de arte y los artistas en El Salvador nunca se han visto, ni por funcionarios ni por ciudadanos, como merecedores de dinero público. A los artistas se les ve, en el peor de los casos, como vagos improductivos. Bajo una mirada benevolente se les ve como seres etéreos de quienes emanan cosas bonitas por inspiración, casi por generación espontánea. Ese analfabetismo artístico es producto de varios factores históricos de nuestra institucionalidad cultural: más de 40 años sin educación formal en artes y sobre arte. Solo existe una carrera en una universidad para obtener un grado universitario en arte, la licenciatura en artes plásticas de la Universidad de El Salvador que, por cierto, lleva varios años sin revisión. En los planes de estudio públicos no hay contenidos que eduquen en historia y apreciación del arte, estos figuran en algunas instituciones privadas y de elite, pero son minoría.

Tampoco hay una oferta estratégica de arte para la ciudadanía regida bajo una política de Estado o una visión privada que trascienda lo comercial. Los espectáculos “masivos” a los que en El Salvador tenemos acceso, es decir, cine y conciertos, son en su conjunto de cantidad y calidad lamentable. Los cines no asumen el reto de la calidad artística ni de la inclusión de la producción nacional, y las productoras que traen músicos internacionales se conforman con espectáculos que no aportan más que la programación de las radios más comerciales. Las librerías locales son desiertos llenos de arena de autosuperación y de las piedras mejor vendidas en los que es un milagro encontrar una flor, que a veces solo se puede contemplar porque los precios son escandalosos. No hay bibliotecas públicas que agreguen valor a un lector medianamente entrenado. De los tres teatros nacionales, solo uno está plenamente equipado y mantiene una programación difícil de descifrar y espacios sin aprovechar para perfilarse como un punto de encuentro del pueblo con las artes. Hay un teatro-auditorium, privado, acondicionado milagrosamente para montar las temporadas que mejor han sabido posicionarse en el gusto del público, pero que tampoco logran cubrir todo el espectro escénico.

Hay un solo museo de arte y es privado, que en 4 o 5 muestras al año no logra cubrir la producción plástica nacional de vivos y muertos. Hay una pequeña sala nacional de exposiciones sin rumbo, ni instalaciones, ni condiciones. Las galerías privadas y los coleccionistas trabajan bajo la sombra y el secretismo, como centros de transacciones comerciales más que como faros de la educación estética. Las obras plásticas se exponen en bares y restaurantes en lo que terminan siendo la exquisita decoración del momento a merced de las inclemencias.

El patrimonio cultural, el tangible y el intangible, es víctima cotidiana de la desidia general y el vandalismo. El olvido se convierte en ignorancia letal, la enclenque institucionalidad ha permitido que los ignorantes y prepotentes se impongan sobre los derechos que todos tenemos a tener acceso a nuestras historia y nuestra cultura.

Para mejorar todo esto falta dinero público y privado –y no seamos ilusos pensando que la voluntad y la creatividad no tienen límites. Para el Estado siempre hay y siempre habrá otras prioridades: la pobreza, el desempleo, la violencia. Los políticos y funcionarios carecen de la visión que les permita identificar el potencial de desarrollo económico y social que tiene el arte y la cultura, y ni hablar de la sensibilidad, de la cultura general, de la perspectiva literaria, del criterio estético, del sentido de la historia, de los temas para conversar. A las empresas periodísticas y a los periodistas se aplica todo lo dicho para el Estado.

Ante este panorama causal, el malestar general porque la Asamblea Legislativa destine 150 mil dólares para adquirir piezas de arte es solo una consecuencia que fatalmente combina todo —me gustaría saber cuál hubiera sido la reacción si ese dinero se hubiera destinado a la Selección Nacional de Fútbol.

Para mí es bueno que haya 150 mil dólares para que la Asamblea Legislativa compre obras de arte. Hacen falta medicinas en los hospitales, hace falta generar empleos, hay microempresarios que también necesitan que les compren sus productos, hay escuelas que necesitan maestros, hay familias que necesitan techos, sí. También hay un presupuesto general de la nación en el que se detalla lo que el Estado destina a cada una de estas necesidades, y así como la Asamblea Legislativa no solucionará el problema de las artes plásticas en el país con 150 mil dólares, tampoco el presupuesto general de la nación solucionará todas estas carencias, pero destina partidas para paliarlos.

Comprendo y comparto la desconfianza general de que los personeros de la Asamblea Legislativa no le den el uso ideal a este presupuesto. Dudo que haya una estrategia cultural detrás, temo que no haya criterios adecuados, y, en el peor de los casos, que haya corrupción, prebendas y favoritismos. Pero ahora que sabemos que existe ese presupuesto, exijamos transparencia en su uso, a sabiendas de que no es la manera ideal de invertir en la cultura, es una manera que puede aprovecharse.

Por el momento, me atrevo a explicar qué haría yo si tuviera la responsabilidad de invertir 150 mil dólares provenientes de los impuestos de los salvadoreños en adquirir piezas de arte. Para empezar le daría un concepto estratégico a esta partida y a su ejecución la dotaría de todos los mecanismos de transparencia y experticia posibles. Indicaría que toda pieza adquirida formará parte del inventario de la Colección Nacional de Arte y estaría disponible para ser parte de muestras nacionales e internacionales, esto debería ser retroactivo.

Habría que afinar el lenguaje: expulsaría las palabras “decoración”, “adorno”, “ambientación”. Fijaría un precio tope digno para pagar por una pieza de arte acorde a la realidad y posibilidades. Conformaría un consejo ad honorem de expertos: historiadores, curadores, críticos, museógrafos, restauradores, conservadores y marchantes de diversa procedencia ideológica que definan transparentemente los criterios de calidad y relevancia para la selección y compra de las piezas para dotar a la colección de una narrativa y de perspectiva de patrimonio cultural. Este consejo también determinaría las condiciones y los espacios adecuados para exhibir las piezas adquiridas. Bajo estos criterios haría la búsqueda de piezas y realizaría una oferta de compra respetando el límite de precio fijado, y procedería a comprar las piezas a los artistas que acepten la oferta. Publicaría los criterios y razonamientos para adquirir cada una de las obras y montaría una exhibición permanente de las piezas, ya sea una o dos piezas por mes, en un lugar de acceso público y con las condiciones adecuadas dentro del palacio legislativo. Esto haría yo.

Probablemente haya otras maneras mejores de hacerlo, pero la idea es demostrar que una partida de 150 mil dólares para adquirir piezas de arte puede ser una buena noticia si se toma en serio el arte y la cultura. Es buena ocasión también para revisar partidas presupuestarias similares en las distintas dependencias del Estado, como la Corte Suprema de Justicia, la Presidencia, la Cancillería, los ministerios y autónomas. Es buena ocasión para dejar de ver el arte como adorno y lo veamos como pieza fundamental y necesaria para el desarrollo material, intelectual y espiritual como país y como ciudadanos.

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