El antropólogo forense José Suasnavar testifica esta mañana. Se refiere al cuadro número 25. El caso FAFG691621, una exhumación en la que se identificó, entre otras, la osamenta 16141. Es una excavación realizada en 2009 en la que él participó.
A los peritos se les pide mirar todo el tiempo a los jueces y no a la defensa o a los representantes de la parte acusadora que los interrogan, para evitar confrontaciones directas. De tal forma, entre objeciones y aclaraciones de abogados, fiscales y jueces, los peritos no hablan hasta que la jueza Yassmín Barrios decide sobre las objeciones. Por ejemplo:
—La defensa (al perito): Al momento de la exhumación, ¿tenía usted algún título de antropólogo forense?
—La fiscalía: Objeción, señora presidenta, ya quedó establecido que no era necesario un título para validar el peritaje.
—La jueza: Ha lugar la objeción, eso ya quedó establecido.
—La defensa: Con todo respeto, señora jueza, estoy simplemente indagando sobre la idoneidad del perito.
—La jueza: Ya habló él de su experiencia. Siguiente pregunta, por favor, abogado.
—La defensa: Bueno. ¿Tiene usted algún título universitario?
—La fiscalía: Objeción, señora presidenta, le está preguntando sobre lo mismo.
—La jueza: Ha lugar la objeción. Pero solo para que el abogado tenga conocimiento, por favor, respóndale.
—El perito: Sí. Tengo un título en antropología por la Universidad de San Carlos.
Las constantes interrupciones de los interrogatorios y el lenguaje técnico de los peritos dificultan a veces tener presente que, por ejemplo, Suasnavar ha venido a hablar de una fosa exhumada por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), en la que fueron encontrados 60 cuerpos en Chel, aldea de Chajul. En el triángulo ixil. Cuerpos con signos de tortura, o con cortes hechos por un machete en la base del cráneo. Otros con agujeros de bala. Fueron enterrados por familiares o vecinos que esperaron a que se retiraran los soldados y los encontraron en las riberas del río. Los enterraron con la cabeza hacia el oeste y los pies hacia el este. Y luego abandonaron la aldea.
Solo en la región ixil, la FAFG ha realizado más de 500 excavaciones en las que encontró 1,490 cuerpos. Para este juicio, sin embargo, solo presentó el peritaje de 144 casos con 420 osamentas. Porque esos son los que han podido determinar con certeza que murieron en el período de la presidencia de facto del general José Efraín Ríos Montt, entre 1982 y 1983.
Pero los mayas de Guatemala, y los ixiles en particular, no solo fueron víctimas de ataques durante su gobierno. El Ministerio Público también presentó denuncia de genocidio contra el general Óscar Humberto Mejía Víctores, ministro de la Defensa de Ríos Montt y quien lo derrocó, convirtiéndose en el último jefe de gobierno militar entre 1983 y 1986; pero un tribunal determinó suspender la causa en su contra debido a que no tiene ya condiciones mínimas de salud física y mental para enfrentar el juicio.
También inició el proceso contra el antecesor de Ríos Montt, el general Romeo Lucas García, bajo cuyo mandato se cometieron incluso más masacres contra los ixiles. Pero este murió en Venezuela en 2006.
El jefe del Estado Mayor de Ríos Montt, el general Héctor Mario López Fuentes, que fue capturado en junio de 2011 para enfrentar este juicio, también sufre problemas de salud graves; y su jefe de operaciones, o G-3, Luis Enrique Mendoza, se encuentra prófugo.
El juicio ya tocó a otro miembro de la accidentada línea presidencial guatemalteca. Hugo Ramiro Leonardo Reyes, un mecánico del ejército asignado a diversas áreas ixiles entre 1982 y 1983, testificó que el actual presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, era entonces el comandante a cargo de la base militar de Salquil Grande, en Nebaj, y quien ordenaba a sus tropas arrasar aldeas y ejecutar a los ixiles. La consigna, dijo Reyes, era “Indio visto, indio muerto”.
El presidente respondió al siguiente día acusando a Reyes de mentir. Los kaibiles, dijo, ni son mentirosos ni son traidores. Cinco días después se vistió con el traje de gala ixil y fue a Nebaj a repartir comida. Y la plaza se llenó.
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El general Efraín Ríos Montt aprovecha los 50 minutos de receso para comer, de pie, un pan con jamón y queso. Lo acompañan uno de sus abogados y su nieto. Parece estar de buen humor. Sonríe y se mueve con energía. El general está entero, a pesar de sus 86 años y del desgaste que implica pasar unas ocho horas al día sentado, desde hace dos semanas, escuchando testimonios en el juicio por genocidio y crímenes contra la humanidad que enfrenta en este tribunal de sentencia de Guatemala.
El otro acusado, el general José Mauricio Rodríguez Sánchez, está sentado, solo, al otro lado del pasillo. Come también un pan con jamón y queso. Quien lo viera hoy, almorzando sin compañía, disminuido y enfermo, con un custodio a sus espaldas para evitar su fuga, difícilmente creería que este hombre fue el encargado de inteligencia e información del Estado Mayor guatemalteco entre 1982 y 1983, los años en los que Ríos Montt presidía Guatemala con mano dictatorial y en los que se perpetraron más de la mitad de las violaciones a derechos humanos registradas durante la guerra de ese país.
Treinta años después de las campañas de tierra arrasada, los dos militares comparten apenas el lugar que corresponde a los acusados y sus abogados. Ya no tienen tropa ni pueden decretar estados de excepción para suspender la Constitución. Ya no tienen partidos políticos; tampoco controlan las instituciones del Estado ni tienen ya aduladores entre los grandes empresarios. Políticamente los generales están ahora tan solos como a la hora del almuerzo. Solos y acusados por el Ministerio Público de ser responsables del asesinato de 1,771 indígenas de la etnia ixil, del desplazamiento de 29 mil y su sometimiento a condiciones infrahumanas, de torturas, de trato cruel e inhumano contra esta población, de la sistemática violación y abuso sexual de las mujeres ixiles por tropas bajo sus órdenes. Todo lo cual se constituye en genocidio y crímenes contra la humanidad.
El juicio es el primero en la historia (si excluimos el de Sadam Hussein, que no contó con estándares internacionales) en que un ex jefe de Estado es acusado de genocidio en un tribunal de su propio país. Y esto sí preocupa a la estructura política y la élite empresarial de Guatemala, que temen que esto se convierta en una caja de Pandora. Pero no es que defiendan a los generales, sino que temen a las reivindicaciones de los ixiles.
Los dos generales vuelven a esta gran sala en el tercer piso de la torre de Tribunales, dispuesta todos los días como un escenario en el que se ventila la historia de Guatemala. En el que desfilan la marginacion indígena, el racismo, las desigualdades; en el que todo parece cuestionar el discurso oficial de que Guatemala es una sola nación y que bastaban unos acuerdos de paz entre guerrilleros y gobernantes para alcanzar la reconciliación. El pasado de los ixiles, que aquí está en juicio, es apenas la versión violenta del presente de estos indígenas. Y los ixiles, y los ladinos, y los empresarios guatemaltecos piensan todos en este presente, y en las posibilidades de futuro de este juicio sobre el pasado.
Los generales y sus abogados entran por una puerta lateral custodiada por una docena de hombres uniformados de policías y armados con pistolas. Hay uno, solo uno, con arma larga. Pero ese es parte del equipo de seguridad personal de la jueza. Los generales toman su lugar en una mesa dispuesta a la izquierda de la sala.
Al frente, en medio, bajo un enorme escudo de Guatemala y sobre una tarima que se eleva casi un metro por encima del suelo, se sienta la jueza Yassmín Barrios, presidenta del tribunal, y los dos jueces que la acompañan, Pablo Xitimul y Patricia Bustamante.
Barrios, una mujer madura de cara redonda y cabello largo, rizado, tiene una sonrisa amplia que deja lucir solo cuando la aseveración roza la ironía. Es reconocida por su mano firme para llevar casos de alto riesgo contra militares, narcotraficantes y pandilleros. Fue una de los jueces en el proceso contra algunos militares por el asesinato del obispo Juan Gerardi, el que abrió con toda tranquilidad el 21 de marzo de 2001, un día después de que dos granadas reventaran en el patio de su casa. La misma tranquilidad con la que llevó también el juicio contra otros militares por la masacre conocida como Las Dos Erres.
También se ha creado fama por su eficiencia, demostrada en este juicio con el desfile de más de 100 testigos en apenas 12 días. No se deja provocar por la defensa ni por los fiscales y no duda en callar a un perito que esté hablando de más, no importa si el perito ha sido jefe del Estado Mayor o si la ha acusado públicamente de tener los dados cargados contra los generales. Y así comenzó este proceso, el 20 de marzo, como si fuera cualquiera el crimen y cualquiera el acusado:
—A usted se le acusa del delito de genocidio. ¿Cuál es su nombre completo?
—José Efraín Ríos Montt.
—¿Su profesión u oficio?
—Militar retirado.
—¿Conoce usted al otro sindicado?
—Sí lo conozco.
—¿Tiene usted amistad (con él)?
—Relación institucional.
Ese primer día del juicio, Ríos Montt anunció que había despedido a su equipo de abogados y convocó a última ahora a Francisco García Gudiel. Después de sus palabras de apertura, García Gudiel le exigió a Yassmín Barrios excusarse del caso por tener rencillas personales con él provenientes de procesos anteriores. “Si tiene un conflicto conmigo, es usted quien debería irse de mi tribunal', le dijo la jueza. Y lo expulsó.
Así está dirigiendo el juicio más importante en la historia reciente de Guatemala, en el que se intenta responder a dos cuestiones: la existencia de los delitos imputados o no, es decir, si hubo genocidio y crímenes contra la humanidad, y la responsabilidad de cada uno de los acusados.
Frente a ella se sientan, de espaldas al público, los testigos convocados por las partes. Van desfilando de uno en uno, sometidos a los interrogatorios de defensores y fiscales, hasta que la jueza Barrios les agradece su paciencia y les autoriza abandonar la sala.
El primero en sentarse en esa silla fue Nicolás Bernal, un ixil de 53 años que sobrevivió a la masacre de Canaquil de Nebaj, el 25 de marzo de 1982, en la que tropas del ejército asesinaron a 35 personas. El testigo narró cómo los soldados mataron a los pobladores, les sacaron el corazón y luego quemaron los cuerpos. Él huyó a las montañas.
Lo que siguió en este tribunal es un recuento ixil del horror en 98 voces que se fueron escuchando una tras otra durante 10 días: niñas apuñaladas en el cuello; bebés asesinados por soldados que estrellaron sus cabezas o atravesaron sus cuerpos con bayonetas; familias enteras amarradas en viviendas a las que soldados prendieron fuego; hombres asesinados y luego cortados en pedazos; niños muertos a machetazos en el rostro; mujeres y niñas violadas; indígenas obligados a asesinar a otros; mujeres obligadas a alimentar a los soldados que perpetraban las masacres o que jugaban al fútbol con las cabezas desmembradas de niños ixiles, los niños de las señoras que cocinaban y que a su vez luego serían violadas y asesinadas; aldeas enteras desaparecidas; bloqueo de alimentos y quema de milpas, cultivo sagrado además de alimento para los ixiles. Desplazamientos masivos; tierras abandonadas por los desplazados que pasaron a nuevos propietarios. Y además, el nombre clave militar para identificar a los niños ixiles: chocolates. Que no quede ningún chocolate.
Más adelante, testigos militares de la defensa negarán el genocidio: entre los soldados también había muchos indígenas.
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