Opinión /

Morir por una palabra


Sábado, 11 de mayo de 2013
Ricardo Ribera

Beatriz ha estado en grave riesgo de morir. Han pasado semanas sin que se le practicase el aborto terapéutico que desde mediados de marzo el Comité Médico, conformado por los jefes de unidad del Hospital de Maternidad, recomendaba. Sin que la Sala de lo Constitucional – cinco magistrados, todos hombres – resuelva el recurso interpuesto desde el 11 de abril. Debe interpretar si la penalización (sin excepciones) del aborto violenta su derecho a la vida y si autoriza que se le realice sin incurrir en delito y en las severas penas de cárcel para ella y los médicos que lo realicen. La resolución sentaría jurisprudencia y obligaría a revisar toda la actual legislación sobre el aborto, defendida con uñas y dientes por grupos conservadores y sectores religiosos del país. Éstos han desplegado una fuerte campaña en los medios.

Mientras tanto Beatriz sigue en riesgo. Si algo llega a pasarle de seguro nadie asumirá culpa. Culpables son las palabras. Ésas que enardecen pasiones pues simbolizan principios. Palabras capaces de motivar nuevas cruzadas, imaginadas por mentes medievales. Son luchas a muerte porque para algunos se trata de la guerra del Bien contra el Mal, de la salvación frente al pecado, de la verdad religiosa sobre la verdad científica, del triunfo de la fe ardiente sobre la fría razón. Transcurridas 20 semanas de embarazo ya no se llama aborto a la interrupción del embarazo. Ya no es delito.

En China, cinco siglos antes de Cristo, Kong fuzi, el Maestro Kong, Confucio para occidente, llamaba la atención sobre la importancia de que las palabras correspondan a la realidad que designan. El significante ha de adecuarse al significado. Recomendó proceder a la “rectificación de los nombres”. Así, a un usurpador no debe llamársele rey; la palabra caballero debe dejar de referirse a una elite de aristócratas ricos y emplearse para quien reúne virtudes y educación para ser parte de una elite intelectual y moral. “Si los nombres no son correctos… no se aplicarán con justicia penas y castigos… y el pueblo no sabrá cómo obrar”.

Hoy en El Salvador estamos también enredados en las palabras y en cuál ha de ser su verdadero significado. Democracia, partidos políticos, pueblo, derechos humanos. ¿Estamos de acuerdo en lo que significan? ¿Qué son las maras, los menores, la tregua? ¿Qué entendemos por matrimonio? ¿Cómo definimos vida humana y cuándo inicia? ¿Cómo pensamos la muerte? ¿Es muerte cerebral? ¿Qué es aborto y qué parto inducido o prematuro? Nos va la vida en ciertas definiciones. Palabras que matan y palabras que salvan. Nunca inocentes; inocencia la nuestra, la que se nos presume.

Se cambian definiciones en el texto constitucional para satisfacer aspiraciones de la lucha de clases tomando el idioma como arma. Matrimonio pasa a ser la unión entre un hombre y una mujer “así nacidos”. Vida humana empieza “desde el instante mismo de la concepción”. Esa pelotita de pocas células, incluso el simple óvulo fecundado por el espermatozoide, es ya “persona humana”. No se le deja a la ciencia definir eso, pues para la elite dominante de un país como éste, en que el Estado es oficialmente laico pero la sociedad es apasionadamente confesional, a la persona humana la define el acto divino en que Dios insufla el alma. Y de ésta no habla la ciencia. Y no puede hablar porque es una realidad de la fe indemostrable científicamente. El alma no tiene peso, ni volumen, ni se deja fotografiar, ni ver por rayos equis, ni perfilar con una ecografía. Es hipótesis para el científico, creencia para el creyente. Pero de eso se trata en el fondo la actual polémica. De teología.

Muy dudoso que la finalidad de la Fundación Sí a la Vida sea la de salvar vidas. Lo que buscan es salvar almas. Dudo que de veras les importe la vida de Beatriz o de su feto anencefálico; tampoco las condiciones de vida de Beatriz y de tantas otras salvadoreñas en extrema pobreza. A esas señoronas estiradas del Opus Dei lo que de veras les interesa es salvar almas. En especial la suya, claro. No contradice su pertenencia a la clase empresarial dicha actitud: es el mejor negocio, salvar la propia alma para toda la eternidad. A cambio de dedicar algo de su valioso tiempo en rescatar a las beatrices contemporáneas; no de la miseria en que viven, sino del pecado y de la tentación. Si abortan: ¡a prisión por 30 años!

Es su forma, anticuada y medieval, de hacer el bien y de ganarse la vida eterna. Aunque en el camino se pierdan vidas, por su dura postura en temas como el aborto. Con éxito. Consiguieron hacer que El Salvador, junto a El Vaticano, sea uno de los únicos cinco países en el mundo donde el aborto se penaliza en la totalidad de supuestos, incluidos los casos de violación, peligro de muerte de la madre o graves malformaciones en el feto. Es una muestra literal de “la ley que mata” que analiza y critica el filósofo Franz Hinkelammert. No sólo la ley del valor; en una sociedad primitiva es la propia ley la que condena a muerte, a nombre de la vida y de los derechos humanos.

Han hecho de nuestra democracia una de las pocas teocracias que aún quedan en el mundo, donde la ley de Dios se impone sobre las leyes de los hombres, como en El Vaticano o en el Tíbet del Dalai Lama, como en el Irán de la revolución islámica, donde mandan los mulás y los ayatolas. En El Salvador obispos católicos, pastores evangélicos y ricachonas con escapularios se atreven a dictaminar sobre temas médicos y conflictos éticos, sobre valores y delitos. Sin mesura ni sensatez, caiga quien caiga. En los tiempos apocalípticos que vivimos el Bien ha de prevalecer a toda costa, así piensan, aunque sea sobre el cadáver de la razón ética y de la gente sencilla como Beatriz. Total, todos moriremos algún día. Tal vez una palabra nos mate. Amén.

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