Una lata vacía de jugo Petit y una torunda de algodón sucio. Un mural de Antonio Bonilla, otro de Miguel Ángel Polanco. Una placa doradísima que deja constancia del gobierno de Francisco Flores, y otra placa, en bronce, que deja constancia del gobierno de Mauricio Funes. Piezas que carecen de cédula informativa. Una caja de sobrecitos de café capuchino instantáneo, unos hilos para coser, pan dulce de barro, y salas de exposición vacías. El Museo Nacional de Antropología (Muna) como respuesta a la búsqueda de la identidad e historia salvadoreñas resulta más bien una pregunta, una duda... una incertidumbre.
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Si la identidad comienza por saber de dónde viene uno, saber de dónde viene uno le dirá hacia dónde ir. O hacia dónde no ir. A veces uno va al Museo Nacional de Antropología.
Los museos de historia natural, antropología y demás ciencias humanas, biológicas y sociales ofrecían en los siglos anteriores (XIX, XX) algunas respuestas: Quiénes estuvieron antes de nosotros en la ciudad o el país que habitamos, qué hacían, cómo se llamaban y cómo fueron llamados; entre América y África, y la misma Europa, el nombre no siempre es el origen: todo conquistador o explorador nombra lo que encuentra según lo que conoce. Y aunque lo encontrado no sea nuevo en realidad, para todo explorador, conquistador y colonizador lo es. Así que uno termina llamándose y siendo lo que otros quieren: al igual que cuando se nace: los padres eligen nombre, registran -a veces bautizan-, visten de colores según el género. En los últimos años, intelectuales y críticos han cuestionado la vocación de los museos en la actualidad, pues algunos poseen rígidos planteamientos, un estado lítico, como una pieza más. Sin embargo, muchos museos se han convertido -otros lo han sido desde su fundación- en centros de investigación, cuyos trabajos aportan a comprender ciertos elementos de la identidad de los seres humanos.
El Museo Nacional de Antropología “David J. Guzmán” (Muna) está cumpliendo 130 años. Pero la discusión intelectual que ha generado en los últimos años ha sido pobre: no ha generado publicaciones, estudios o investigaciones, su museografía es la misma desde hace más de 10 años, y ha cerrado dos de sus salas. Entonces el museo se convierte en una gran bodega donde se guarda lo que podría ser la historia de un país. Una bodega de un país sin memoria. Una bodega amnésica.
El Muna, como la institución cultural más antigua del país, urge de un presupuesto digno, que le permita difundir su investigación científica, elaborar propuestas de guiones museográficos interesantes, regresar a la cultura editorial, entre otras cosas.
Durante mucho tiempo, el museo representó una institución caracterizada por la investigación científica y aunque es muy probable que la investigación no haya cesado, no hay manera de comprobarla o conocerla con el guion museográfico actual.
El presupuesto anual de la Secretaría de Cultura en 2013 es de 17 millones 197 mil 685 dólares, de los cuales, poco más de 13 millones son para difundir la cultura, mantener los monumentos y bienes patrimoniales y pagar salarios; no hay, sin embargo, detalle de la distribución interna de la SEC. El Faro solicitó el viernes pasado una versión de las autoridades sobre lo que cualquier visitante asiduo del Muna puede descubrir. Estas dijeron que debía tramitarse por medio del equipo de prensa de la institución.
Entrar
Noviembre de 2012.
Desde septiembre de 2012, el Muna es parte del proyecto Vive la Cultura, de la Secretaría de Cultura. La administración pretende llevar entretenimiento cultural –música, danza, canto, artesanías, comida típica y rápida, entre otras- a los lugares emblemáticos de la cultura nacional: el Palacio Nacional –sede del Archivo General de la Nación-, el Museo de Historia situado en la ex Casa Presidencial en el barrio San Jacinto, y el Museo Nacional de Antropología.
El museo tiene entrada gratis en domingo. Y el domingo 11 de noviembre, el coro de niños del Centro Nacional de Artes cantó en su fachada. Había globos de colores, ventas de comida, de ropa teñida con añil, de cerámica negra de Guatajiagua, gente admirada y suspirante por el talento de los niños y gente que entraba por primera vez en su vida al museo. A un museo.
Había gente que entraba y veía con asombro la estela de Tazumal, esa enorme figura con tocado y cetro que recibe en el patio escultórico del museo y que fue encontrada a finales del siglo XIX en el sitio conocido hoy como Tazumal. Muchas niñas se tomaron fotos con ella, y había niños que se subían a las rocas de los petrograbados. Había éxtasis: el primer encuentro con el pasado, con el origen, con el choque y la mezcla.
Cuatro meses más tarde, el sábado 23 de marzo, ya varias cédulas de NO TOCAR rodeaban a la estela de Tazumal y a otras piezas, como petrograbados, en el parque escultórico.
Tropezar
Por si usted nunca ha entrado al Muna, le cuento: El Museo Nacional de Antropología de El Salvador fue fundado en 1883. Su actual sede está ubicada en la colonia San Benito, frente al Centro Internacional de Ferias y Convenciones, conocido como Cifco. El edificio que ocupa fue inaugurado en 1999 y su museografía hasta 2001.
Según el sitio en internet de la Secretaría de Cultura, el Muna tiene abiertas cinco salas: Introductoria, Asentamientos humanos, Agricultura, Religión y Producción artesanal, industria e intercambio. Además, hay una sala temporal que, como su nombre indica, recibe cada cierto tiempo exposiciones variadas de música, fotografía, pintura...
El sábado 23 de marzo de 2013, por la mañana, afuera de la sala de Asentamientos humanos, un surfer -unos 35 años, bronceado, en bermudas, sandalias y camiseta de Quick silver- y una turista -rubia, blanquísima, norteamericana o canadiense o noruega o lo que sea, sandalias de pita y falda chapina- esperaban que la sala estuviera abierta mientras una señora trapeaba con afán el piso del museo.
—¿No está abierta esta sala? -preguntó el surfer a la señora.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no hay nada.
Nada.En 2010, la sala de Asentamientos humanos estaba abierta. Y había mucho. Mucho. Para explicar algunas cosas, cómo y de dónde venimos. Podía entenderse el choque cultural entre pueblos originarios y conquistadores españoles en el siglo XVI, los modos de vida, y estaban los resultados de las excavaciones de Caluco viejo, asentamiento colonial de ese siglo, realizadas por William Fowler, arqueólogo estadounidense que ha estudiado por más de 50 años los asentamientos originarios y coloniales del actual El Salvador, el mismo que que ha estudiado Ciudad Vieja, en Suchitoto, la que fue la primera capital de la provincia de San Salvador.
En noviembre de 2012, la sala de Asentamientos humanos fue usada para exhibir los trabajos de los prisioneros rehabilitados en Centros Penales. La muestra se llamaba “Yo cambio”, y fue cerrada el 6 de enero de 2013.
Ese sábado de marzo de 2013 la sala daba la impresión de que, en efecto, no tenía nada que mostrar: puertas polarizadas no dejaban ver hacia adentro y en el vidrio se veía, en cambio, el reflejo de tres siluetas: una señora afanada en limpiar el piso y dos turistas desconcertados.
El viernes pasado, 21 de junio, continuaba cerrada. Un empleado del lugar aseguró que se debía a que estaban reacondicionándola.
LlorarLas cédulas son tanto para la pieza de museo como para los ciudadanos un documento de identificación. Antes del DUI, el documento de identificación nacional era la cédula.
En algunos museos del mundo, el texto de la cédula logra convertirse en una obra literaria: la belleza narrativa, la exactitud del dato científico, la convierten en un género literario en sí mismo.
Varias de las piezas del Muna no tienen cédula. Y en sus bodegas, varias de las piezas tampoco las tienen.
En una visita a la bodega del Muna en 2010, la ilusión de lo desconocido fue más bien una desilusión: había ahí botellas, platos, cristalería, algunos elementos en bronce, piezas que fueron parte de indumentarias de equitación y cédulas.
Las cédulas eran papeles polvorientos, amarillos, escritos con máquina de escribir. Atrás de cada una podía leerse: “Director del Museo Nacional, Tomás Fidias Jiménez, 1958”.
Tomás Fidias Jiménez fue un humanista. Así como en el Renacimiento, fue un intelectual, un artista: se dedicó a la mineralogía, a la paleontología, la arqueología, la geografía, la historia, la toponimia y la lingüística náhuat.
Fue director del Muna antes de que el museo se llamara Muna, y durante su gestión se realizaron varias investigaciones arqueológicas que aún son fuente indispensable para los arqueólogos. Murió el año 2004, a los 97 años, y en el Muna hay aún las fichas que se levantaron durante su gestión, hace más de medio siglo.
La bodega del Muna puede ser un desencanto. Pero también puede ser abismo, asombro.
Asombrarse
De la bodega del Muna se dicen muchas cosas. Por ejemplo, que en ella está guardada la guitarra de Mangoré.
Agustín Barrios Mangoré nació en Paraguay en 1885 y murió en El Salvador en 1944; está enterrado en el Cementerio de los Ilustres y dejó 12 alumnos, como discípulos, en El Salvador. Muchos lo llaman El Santo de la Guitarra, y logró conciliar la música clásica con la música de los indios de Paraguay, con los ritmos originarios. Pero la guitarra no ha sido puesta en exhibición.
O se dice, por ejemplo, que un presidente militar llevaba a las primeras damas del mundo al museo a elegir un regalo. Que después de ver la exhibición, las hacía bajar a la bodega. Ahí, las esposas de los mandatarios podían elegir lo que quisieran: regalos como collares de jade. Eso lo decía off the record un escritor que trabajó con esos presidentes. Pero el escritor murió y no lo dejó registrado públicamente; se editó un libro de memorias, y en ese libro no se mencionaba a las primeras damas saliendo de la bodega del Muna con un collar de jade, como princesa con regalo de poderoso rey.
De la bodega del Muna se dice, por ejemplo, que había una momia. Que era una momia exhibida en los años 50, que después desapareció. Al menos de las vitrinas.
El año 2005, la periodista de La Prensa Gráfica Suchit Chávez hizo una entrevista en el Muna y supo que había una momia guardada en la bodega. Ella preguntó, no recibió referencias; pidió entrevistas, no se las dieron; pidió ver la momia... a inicios de 2006, Chávez recibió una llamada telefónica: podía ir acompañada de un fotógrafo a ver la momia. Sacaron para ella fardos funerarios y en el primer fardo… no había nada. Sacaron otro, y otro... y la encontraron.
Era una mujer, tenía el cabello aún trenzado, piel en su brazo derecho y había sido enterrada, como la tradición de su cultura indicaba, con las piernas dobladas. Había sido localizada en el desierto de Paracas, en Perú, entre 1925 y 1930, y había sido donada a El Salvador por el gobierno peruano en 1959 a la Universidad de El Salvador y en los años siguientes estuvo en exhibición en el museo nacional.
En los años 70, la momia de Paracas fue embodegada.
A raíz del reportaje de Chávez, publicado en 2006, el Muna sacó a la momia de la bodega y la montó en exhibición.
En las visitas de colegios, los niños se agolpaban frente a la vitrina iluminada de la mujer de Paracas, como entierro antiguo:
—¿Viste? ¡Es una momia!
La momia de Paracas del Muna tiene 2 mil 300 años y ya no está en exhibición.
Reír
En la sala de Producción artesanal, industria e intercambio hay una vitrina con la canasta básica salvadoreña. Canasta básica: una sopa Maruchan, un paquete de galletas Lola, una bolsa de maíz para palomitas, una bolsa de hisopos, un paquete de café, otro paquete de café -¡capuchino instantáneo!-, un paquete de harina de maíz Maseca y, sobre todo, la aparición constante de una mancha de plumón negro.
Una mancha de plumón negro ha marcado todo lo que fue marca o reconocimiento en los productos. En la sala de Agricultura, el liquid paper, o corrector, ese llamado “chelito” que borra lo escrito con tinta de lapicero, hará lo mismo que el plumón negro: borrará, de manera deficiente, la marca de los productos. En este caso, el liquid paper cubrirá a una bolsa de dulces Zorritone colocados en la vitrina sobre la medicina, específicamente el bálsamo. En otro intento infructuoso museográfico, en otra vitrina hay un jugo Petit de lata, bebido ya, cuya boquilla ha sido cerrada con cinta adhesiva blanca, la que llamamos tirro, y unos algodones sucios, sucísimos, para hablar del cultivo del algodón y la industria.
Esas piezas son las que, según el guion, explican la vida contemporánea de El Salvador.
Cada vitrina necesita discusiones: la canasta básica, por ejemplo, una de las controversiales. Hay dos canastas básicas en el país: la rural y la urbana. La rural es más bien cruel: un vaso de leche para toda una semana, frijoles, arroz, azúcar, tortillas. Algunos maestros de universidad sugieren incluso cambiar la leche por azúcar: muchos niños en el campo son criados con agua de arroz o agua azucarada cuando su madre deja de lactar: el azúcar da energía y el cuerpo rinde más aunque esté mal alimentado, desnutrido, carente de proteínas.
La canasta básica urbana es un poco más amplia y muestra los patrones de consumo: llega hasta la ropa, los electrodomésticos...
La canasta básica de la vitrina del Muna no logra cuajar entre la una y la otra. Si fuera la básica rural, los habitantes de los caseríos y los cantones tendrían tiempo para beber un capuchino de vainilla por las tardes, y los de la ciudad no conocerían la proteína: no hay carne ahí.
Llorar
Hay en el Muna una cuarta sala que el 23 de marzo de este año había sido cerrada e, incluso, en las placas que indican los nombres de las salas, ha sido volteada. Es un misterio. Más bien un ocultamiento.
En noviembre de 2011, estaba en exhibición la muestra “Naturalmente nacional”. La sala se llenó entonces de pájaros y animales disecados: jaguar, león marino, cenzontles, torogoces.
La sala reproduce la idea de paquín y de cromo de colegio que permeó en la vida intelectual y educativa en Centroamérica la segunda mitad del siglo XX: animales y plantas como símbolos patrios.
Se enfilaron los pájaros que definen lo nacional: el cenzontle, de Costa Rica; el torogoz, o talapo, de El Salvador o Nicaragua.
La exposición, aunque itinerante, no era válida para un Museo de Antropología: de ser necesaria su creación debería trasladarse a otras esferas que fueran decididas por el museo que la creó: el de Historia Natural, que existe, y está en el parque Saburo Hirao, en San Jacinto.
La exhibición, aunque no creada por el Muna, también derivaba en varias interrogantes, varias ecológicas. ¿Por qué para apelar a lo nacional hay que disecar pájaros? ¿No sería mejor sembrar árboles: todos esos árboles nacionales de los cromos para que sean útiles para la vida y el conocimiento y preservar así la vida?
Frente a la jaula del cenzontle, en una vitrina hay algunos mamíferos: un jaguar, un león marino. Si la sala apela a la flora y fauna de la región, ¿dónde está lo nacional de un león marino? Centroamérica no es región de leones marinos, y en los últimos años en El Salvador se ha publicado sobre dos avistamientos: uno en 2009, que finalmente murió, y otro, en julio de 2012, rescatado por la policía de turismo. En ambos casos, los leones marinos han venido del sur, de la región de las Galápagos, posiblemente, y han venido a parar aquí por el cambio climático global.
La manera de enseñar la identidad a través de los símbolos patrios es la continuidad de una manera arcaica y cuestionable de representación de la nación, y en este sentido representar y pensar lo nacional también es cuestionable.
La sala ocupada por esta exposición estaba, hasta el 23 de marzo de 2013, cerrada.
Recordar
El Museo Nacional de Antropología “David J. Guzmán” fue inaugurado el 9 de octubre de 1883. Su primera sede fue San Jacinto, desde 2001 está ubicado en un edificio modernista en la colonia San Benito, al costado de un predio baldío que varias veces al año se convierte en parqueo o circo.
En 1884 no se llamaba David J. Guzmán, pero fue fundado con la colección particular del intelectual. Mucho del patrimonio nacional está repartido en colecciones privadas y la de David J. Guzmán (1843-1927) fue donada al país.
Guzmán fue uno de los intelectuales más importantes de finales del siglo XIX e inicios del XX: los niños en las escuelas repiten su nombre cuando leen la Oración a la Bandera, escrita por él en 1912, pero su nombre implica más labores intelectuales. Fue político, médico y escritor. Hijo de presidente -de Joaquín Eufrasio Guzmán-, fue diputado y subsecretario de instrucción pública y relaciones exteriores. Se dedicó a la ciencia: a la geología, a la botánica, a la paleontología. A inicios del siglo XXI sus “Obras escogidas” fueron publicadas por la Dirección de Publicaciones e Impresos.
El pensamiento de la época de David J. Guzmán es el pensamiento con el que fueron fundados muchos museos del mundo entonces: la recolección y exhibición de piezas determinantes para comprender acontecimientos históricos determinados de los países. Un museo como una hermosa caja de colección, con vitrinas. Como el Muna. Vitrinas sin cédula.
Esta agonía del Muna no es nueva. No es resultado exclusivo de esta administración de la Secretaría de Cultura (Sec). Comenzó hace tiempo, estuvo cerrado por años, y desde 2001 ha reabierto pero no ha estado al nivel de las investigaciones científicas que le atañen. O que deberían atañerle.
La administración del Muna acaso es un reflejo de la inestabilidad de la Secretaría de Cultura. Esta, desde su creación en 2009, ha tenido tres secretarios: Breni Cuenca (2009-2010), Héctor Samour (2010-2012), ahora viceministro de Educación, y Ana Magdalena Granadino (2012 a la fecha). El Muna ha sido más convulso que la Sec y ha tenido cuatro directores en cuatro años de gestión: el antropólogo Gregorio Bello Suazo (que fue en otras gestiones su director y se fue en 2010); el doctor en filología y escritor David Hernández en 2010, la arquitecta Lili de Baños en 2011 y el arquitecto Eduardo Góchez de 2012 a la fecha.
Por la ausencia de antropólogos en la dirección del Museo de Antropología, el antropólogo y lingüista Rafael Lara Martínez, Premio Nacional de Cultura 2011, suele bromear: “En los años siguientes, los 40, 50 y 60, los antropólogos tenían acceso al Museo de Antropología, y tenían revistas. ¡Y ahora no hay! ¿Y eso se llama progreso? Entonces, ¿qué puede hacer un muchacho que egresa? Ya sabemos que es más fácil ser arquitecto para dirigir el Museo de Antropología que ser antropólogo. ¡Mejor que estudien arquitectura! Entonces, el acta de defunción sigue válida para el antropólogo. Porque uno tiene que vivir, tiene que trabajar, ¿no?”
Debatir
Con dos salas cerradas y sin guías, caminar por el Muna es confuso.
El guion museográfico, que pretende ser abarcante, o al menos eso se imagina al recorrer algunas salas, no cumple su cometido. La información del siglo XIX y XX es escasa y poco contundente.
Hay un intento aglutinador de comprender varios siglos en la Sala de las religiones: desde los primeros pobladores y sus dioses representados en arcilla o piedra, pasando por la naturaleza en relación orgánica con el universo, hasta los santos de madera, lágrimas, pestañas y cabello: vírgenes dolorosas, cristos crucificados. Drama.
En los últimos dos años, la Sala de las religiones se amplió: se incluyó la historia de la iglesia en el siglo XX: la martirial, los cruentos asesinatos de los religiosos, como los jesuitas de la UCA (1989), las monjas estadounidenses asesinadas por el ejército (1980), Rutilio Grande (1977) y monseñor Óscar Arnulfo Romero (1980).
Este intento de actualización del Muna es el único a la vista del público actualmente.
En los últimos años, la investigación histórica y antropológica ha arrojado aportes para la comprensión de las dinámicas culturales, sociales y económicas en el país.
La Universidad de El Salvador fundó la carrera de Historia y la Universidad Tecnológica la de Antropología, Arqueología e Historia. Se crearon la dirección de investigaciones en arte y cultura en la Secretaría de Cultura y el Centro de Ciencias Sociales y Humanidades en el Ministerio de Educación. Pero las investigaciones que los intelectuales salvadoreños producen no se suman al guion museográfico inicial, no ha habido una revisión e incorporación.
La tesis de Carmen Molina Tamacas “La función cultural de los museos de San Salvador” investigó nueve museos en la capital, entre ellos el Muna. En el Muna, en resumen, la tesis apunta a una escasa actividad científica, sin publicaciones ni exhibiciones científicas.
No siempre fue así. En los años 70 el Muna publicaba la revista “La cofradía”. Además, algunos de sus directores, como Tomás Fidias Jiménez y Pedro Geoffroy Rivas (cuyo nombre lleva el auditorio del museo) realizaron importantes aportes para la cultura nacional, desde la paleontología hasta la lingüística.
En la actualidad, y cuatro años después de la tesis de Tamacas, el Muna no está en sintonía con las investigaciones históricas, antropológicas y científicas en el país.
Puede que esa no sea su misión. Pero entonces, ¿cuál es?
La primera vez que entré al Museo de Antropología fue en 2002. Yo era una estudiante universitaria voraz, ávida de 'saber cosas'. El Muna de entonces es el Muna de ahora, o tal vez un poco menos: conserva el mismo guion museográfico y dos de sus salas han sido cerradas. La identidad comienza por saber de dónde viene uno. Si uno no lo sabe, no sabrá, con claridad, hacia dónde quiere ir. O hacia dónde no ir. A veces hay que huir de ciertos lugares.