Río de Janeiro, BRASIL. La prensa y el cine muestran la corrupción en Brasil como un monstruo de muchas cabezas, con la policía, la clase política y los contratistas como los principales sospechosos: sobornos, pago de favores y tráfico de influencias son moneda común. “La corrupción cuesta de 50,000 a 80,000 millones de reales por año (22,850 millones a 36,560 millones de dólares) en el país, el equivalente a entre 1.4 a 2.3% de toda la riqueza producida (PIB)”, dice Gil Castello Branco, el secretario general y fundador de la oenegé Cuentas abiertas.
“Esto corresponde a lo que el Gobierno ha invertido en cuatro años (50,000 millones de reales) en su programa de aceleración del crecimiento, en carreteras, aeropuertos, puertos, la construcción de un millón de viviendas y 57,600 escuelas”, ejemplifica.
Las cifras se desprenden de un estudio divulgado de diciembre de 2012 de la poderosa Federación de Industrias de Sao Paulo, que trató de cuantificar el flagelo.
Brasil, séptima economía del planeta, se ubica tan solo por detrás de China entre los países emergentes más corruptos, según Transparency International. “La nota de Brasil es inferior a 4 sobre 10 desde 1995”, deplora Claudio Abramo, director de la oficina brasileña de esta oenegé.
A su juicio, los brasileños tienen la impresión de que “el crimen paga”, que viven en el país de la impunidad, que existe una “tolerancia brasileña” a la corrupción.
Muchos factores contribuyen a ello: la inmunidad parlamentaria, el hecho de que los parlamentarios no pueden ser juzgados por tribunales ordinarios, un secreto bancario excesivo, la financiación de campañas electorales por parte de empresas privadas que luego quieren atribuirse negocios públicos.
“Es una práctica enraizada en Brasil: la repartición de los principales puestos de gobierno entre los partidos aliados a cambio de su apoyo parlamentario”, explica Abramo.
Y todo esto en el marco de la lentitud de la justicia y la impunidad, según los expertos.
La Corte Suprema condenó el año pasado a fuertes penas de prisión a exministros y dirigentes del oficialista Partido de los Trabajadores, dentro del amplio plan de corrupción conocido como “mensalao”. Estas personas fueron halladas culpables de comprar votos en el Parlamento en 2005, durante el primer Gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva, que fue excluido del juicio.
“Pero en el caso del mensalao todavía hay que esperar dos años para su conclusión. La población no cree que vayan a ir a prisión”, estima Castello Branco.
“Vergüenza de ser honesto”
Algunos historiadores atribuyen a la corrupción raíces históricas: la colonización portuguesa creó la figura de un capitán todopoderoso en la región y la esclavitud fue abolida en 1888, y bajo ella se permitió todo tipo de explotación.
“Casi que se tiene vergüenza de ser honesto”, dice Castello Branco. Como resultado, todo el mundo encuentra normal comprar CD piratas, pagar sobornos a policías de escasa formación y mal remunerados, o adelantar a otro vehículo usando el carril destinado a paradas de emergencia en las autopistas.
En el Senado, 140 proyectos de ley contra la corrupción han sigo engavetados.
Tras quince días de protestas históricas, los manifestantes han obtenido algunas tímidas victorias. La presidenta Dilma Rousseff propuso agravar las penas por corrupción a nivel de los peores crímenes. Y por primera vez en 25 años, la Corte Suprema ordenó la encarcelación inmediata de un diputado condenado en 2010 por malversación.
Y en la noche de martes a miércoles de esta semana, los diputados rechazaron en tiempo récord, y con una mayoría abrumadora, un proyecto de ley muy criticado por los manifestantes, que limitaba el poder de la Fiscalía para investigar delitos de desvíos de fondos públicos.
“Hace un mes este proyecto habría sido aprobado”, afirma Castello Branco.
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