Al pasado se viaja por muchas razones: Algunos visitan el mundo antiguo con esa mirada que tienen los turistas cuando recorren un país exótico. Otros, combinan el turismo con la huida del presente. Y otros bucean en los ayeres de la humanidad con la esperanza de que sus contrastes, sus abismos y sus cimas enriquezcan su manera de ver lo actual.
Antaño, cuando no existían las ciencias sociales, el conocimiento histórico y la lectura de los clásicos eran una fuente de reflexión política y moral para quienes debían hacer valoraciones o tomar decisiones. El mundo antiguo suministraba “ejemplos” y conceptos que servían para reflexionar de modo indirecto sobre las encrucijadas vitales de cada presente. La obra ensayística de Montaigne sería un fruto profundo de dicha actitud. Todavía hoy, se suele escudriñar el pasado para comprender mejor el teatro del ahora. En ese sentido, algunas visitas a la antigüedad se deben a urgencias actuales.
Nos interesa, en algunas ocasiones, la actualidad del pasado. A mí, en este caso, me interesa el eterno presente de dos hombres notables que inauguraron su huella en un mundo de hace dos mil años. Ese mundo en el que hablaron y escribieron ya no existe, pero sus voces continúan de pie y no precisamente como restos arqueológicos.
No es arqueología lo que hacemos al invocar a dos clásicos de la retórica, es actualidad. Algunos de los problemas a los que ellos se enfrentaron (los de la comunicación y sus lazos con la ética y la verdad), continúan dando dolores de cabeza en nuestra época. Aunque parezca mentira y no estemos de acuerdo con sus teorías, en algunos casos, la sutileza de sus observaciones pone en evidencia la simpleza de las nuestras, las de este ahora.
No hay peor manera de ver a los clásicos que hacerlo a través de las anteojeras del clasicismo, es decir, verlos como la fuente de una perfección congelada y geométrica que hasta hace poco suministraba modelos fijos, rigurosos y universales de arte y pensamiento (al menos en el ámbito de la cultura occidental).
Los románticos –los padres del individualismo estético y del arte engarzado en las culturas nacionales– demolieron el clasicismo, pero no a los clásicos.
Y es que clásicos son aquel pensador y aquel artista que continúan vivos cientos de años después de haber muerto.
Leyendo la obra máxima de Quintiliano de Calahorra, descubro que el gran retórico de la antigüedad latina no era clasicista. Y es que no puede existir una figura cultural menos clasicista que un retórico lúcido que adecua ciceronianamente su discurso a lo que sea el caso.
Dice Quintiliano: “Asunto muy fácil y de poca importancia sería la Retórica, si se resumiera en una sola y breve ordenanza, pero la mayoría de las normas cambian según los pleitos, circunstancias temporales, oportunidad, situación ineludible. Y por eso la principal cosa en el orador es la reflexión porque desde ella puede moverse con holgura y en relación con la peculiar importancia de los casos”. El objetivo de la enseñanza retórica no sería tanto la transmisión de unas reglas para componer discursos sino que formar la inteligencia del sujeto que hará uso conveniente de tales tácticas discursivas.
Las estrategias del lenguaje, por mucho que dispongan de una teoría general, han de adaptarse a la particular naturaleza del terreno donde operen y al adversario al que el orador se enfrente.
Esa dimensión práctica se refleja en la actitud frente a los principios que regulan la composición de los discursos. Estos principios son de naturaleza distinta a los legales, no son obligatorios y se rigen por la utilidad.
Aquí puntualiza Quintiliano que: “Si esa misma utilidad aconsejare algo distinto, seguiríamos ésta, dejando a un lado las autorizadas enseñanzas de los maestros”.
Según el retórico latino: “dos cosas ha tener a la vista el orador en cada una de sus acciones, qué es lo que conviene, qué es lo que da buen resultado. Y con frecuencia lo da cambiar algo del orden fijo y tradicional”.
Ese cambiar algo del orden fijo y tradicional ofrece una variación y la variación sorprende y aparta de la rutina. Pero hay algo más en juego que apartarse de lo establecido: “Siempre he tenido por costumbre el atarme lo menos posible a las reglas generales; pues rara vez se encuentra algo de este género que no pueda flaquear o derrumbarse en alguna perspectiva”.
La retórica sería una especie de casuística bélica-erótica trasladada al arte de componer discursos. Y uno se pregunta si no habría que introducir una retórica restringida, como estilo de pensamiento, en toda reflexión práctica donde coincidieran unos principios generales y un difícil caso concreto. Al marxismo, tan afecto a los principios, le falta una casuística lúcida. Carencia que, a larga, ha influido en la rigidez de su pensamiento, en su enorme dificultad para interpretar lo que supone la contingencia y lo que la contingencia supone como objeto de controversia.
Si los discursos dialogan con las circunstancias, su estilo no puede permanecer invariable frente a ellas. Quien reflexiona con lucidez sobre las adecuaciones del estilo al paisaje cambiante de la comunicación es un célebre abogado, político y hombre de letras al que cortaron la cabeza.
Y no le cortaron la cabeza por lo que dijo acerca del estilo en el discurso sino que por el uso inteligente que hizo del estilo en la comunicación política. Ustedes ya saben de quién hablo, hablo de Cicerón. De la palabra, y no de la espada, se valió Cicerón para ganar influencia en la Roma de su época, la Roma republicana que aun no había sucumbido por completo a los Césares.
Ahí donde se clava la espada y lo que el juego de las espadas decide, la retórica se acabó (a Cicerón no lo refutaron, lo decapitaron). Aquí procede matizar: Lo más correcto sería decir que la espada decapita al discurso deliberativo y al espacio político donde éste se expresa: la asamblea democrática. Por otro lado, no es del todo cierta la frase que afirma que ahí donde empieza la espada termina la retórica. Quien empuña el filo deja los cuerpos decapitados al aire libre como una forma de disuasión. Y quien necesita gente para tales oscuros menesteres, debe convencerla y lograr que haga suyo el letal discurso del machete. Y por último, el machete que gobierna también necesita “palabras aladas” que celebren sus valores.
Pero volvamos a ese sutil personaje que, antes de perder las manos y la cabeza, escribió discursos y reflexionó sobre el arte de hacerlos y sobre otros temas más cercanos a la filosofía. Cuando Cicerón ya era reconocido como el mejor orador de su tiempo, una nueva generación de políticos y abogados empezó a cuestionar el estilo de su prosa, por considerarlo demasiado elegante, elaborado y literario. Quienes recusaban a Cicerón eran estilistas de la oratoria que preferían un lenguaje y una sintaxis más cercanos al habla del hombre de la calle. La respuesta a esas objeciones se encuentra en “El orador”, un libro que sigue vivo dos mil años después de haber sido escrito.
Uno de sus conocidos, que era partidario del discurso llano y riguroso, lo invitó a que aclarase por escrito cuál era su postura ante el dilema de tener que elegir entre una prosa sin adornos y una prosa estilizada. Y como buen polemista que era, Cicerón eludió el dilema y fue más allá y precisó que un buen orador tenía que dominar los tres estilos (el llano, el medio y el elevado) y saber cuándo el desarrollo de un tema, el tipo de público y la circunstancia exigían graduar la sencillez o la complejidad del discurso.
La elección caía en el campo del orador no en su sometimiento rígido a un principio estilístico. Era su inteligencia, su reflexión, quien debía indicarle sobre el terreno cuáles eran las operaciones retóricas más convenientes En el exordio quizás convenía un lenguaje claro y una sintaxis sobria. En la peroración, sin embargo, tenía que elevarse la voz al mismo tiempo que las sutilezas del estilo para rematar en alto los hilvanes del texto oratorio.
Cicerón traslada el debate más allá de un dilema compuesto por alternativas simples y simplificadoras. Plantea que no podemos abordar las excelencias o las limitaciones de un estilo, sin introducir consideraciones acerca de cuáles son el fin y el género del texto que se va a escribir. Porque las mismas reglas no valen para todos los discursos ni se aplican igual en todas las partes de una composición oratoria determinada (un discurso necesita valles y picos). Lo que garantiza el éxito de un discurso ya no es que se asuma una regla estilística general (sencilla o elevada), como que se adopten las modulaciones estilísticas convenientes en un caso determinado.
Uno puede estar en contra del pragmatismo estilístico de Cicerón, pero debe reconocerse que su planteamiento del estilo, como problema elocutivo, es más complejo que el de muchos escritores modernos que debaten sobre el asunto de una forma muy abstracta.
De las consideraciones del orador romano en torno a la filosofía del estilo (las mismas reglas no valen para la creación de todos los discursos), puede extraerse también un principio de lectura: Dado que no todos los textos están escritos con las mismas reglas, no pueden leerse todos con un solo criterio. Un buen lector sabe cuándo el valor de un texto se decide fundamentalmente en su trabajo estilístico y cuándo en su aspecto argumental. La calidad de una novela, por ejemplo, no se mide por el rigor lógico de su autor sino que por la forma en que desarrolla una intriga y por la entidad y movimiento que da a sus personajes. El desarrollo de una trama novelística no puede aislarse de la forma en que se expone desde el punto de vista estilístico. Por muy buenas ideas que tenga, un narrador fracasa si su elocuencia es mediocre. El cómo es fundamental en literatura.
Y aunque el cómo tenga importancia en discursos donde imperan la lógica y las pruebas pertinentes, un historiador sin elocuencia, un físico sin don de palabra y un filósofo de prosa seca no son necesariamente un fracaso.
La retórica como técnica y reflexión gira en torno a la figura del hombre que seduce a una multitud por medio de la palabra. Seducían los poetas y seducían los abogados y los políticos (en la época de Cicerón) y uno de los ejes de tales “conquistas” era el estilo como estrategia del lenguaje.
Los griegos y los romanos lo tuvieron claro: ellos hacían cosas con las palabras. Las utilizaban para conseguir diversos objetivos: enamorar a una persona, llorar a un muerto, vencer en un pleito judicial, convencer a una multitud para que asumiera una línea de acción política. En todas esas circunstancias “el cómo” de las palabras jugaba un papel importante.
Que el estilo emparente la elocuencia del buen orador político con la elocuencia del poeta debería indicarnos algo. Esto ya no es tan fácil de comprender en un mundo en el que la oratoria política es otro animal a punto de extinguirse. Esto ya no es tan fácil de comprender en una época en la cual predominan los poetas mudos o tartamudos.
Que una teoría utilitaria, pragmática, del estilo haya alcanzado un grado de autoconciencia estilística tan grande debería indicarnos algo.
No estaría mal que la izquierda (incluyendo a los poetas comprometidos) se diera una vuelta por las obras de los clásicos de la retórica. Aquellos que sueñan con alcanzar la “hegemonía”, difícilmente podrán lograrla, si no tienen conciencia retórica. Y quienes valiéndose de la literatura buscan cortar los nudos que aprisionan las mentes, no podrán hacerlo, si tampoco tienen conciencia retórica. De ahí, pues, la importancia de dos clásicos.