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La conversión de los enemigos de Mandela

El autor del libro El Factor Humano, que sirvió de base para la película Invictus, es uno de los periodistas que más contacto tuvo con Nelson Mandela. En este texto, John Carlin cuenta que lo más difícil de su trabajo fue encontrar a alguien que no idolatrara al Premio Nobel de la Paz sudafricano... Incluso él mismo.

Lunes, 9 de diciembre de 2013
John Carlin

La primera vez que vi a Nelson Mandela de cerca, en una conferencia de prensa que dio al día siguiente de su liberación de prisión, supe que estaba en presencia del individuo más notable que jamás había conocido, o conocería jamás.

En parte fue lo que dijo: Su sabia, astuta, buenhumorada magnanimidad después de más de 27 años tras las rejas. Pero también era el aire de majestad que reunía, la vasta confianza en sí mismo –ese cierto conocimiento, mucho más allá de la arrogancia, de que era gustado y admirado- que define el verdadero carisma. Mi profesor de inglés en el colegio solía hablar del “gran sentido de sí mismos” de los héroes en la obra de Shakespeare. Mandela tenía eso.

No fui la única persona ansiosa ante él aquel día. Debe haber habido un par de cientos de periodistas de todo el mundo, muchos duros veteranos, varios de ellos nombres famosos en sus lugares de origen. Me he sentado en cientos de conferencias de prensa pero al final de aquella pasó algo que yo nunca había visto antes y nunca he vuelto a ver: Despojándonos por una vez de nuestras solemnes nociones de objetividad, como inclinando la cabeza ante la presencia de la grandeza, todos nosotros estallamos en un aplauso espontáneo.

En los 21 años que han pasado desde entonces he escrito decenas de miles de palabras sobre el señor Mandela en artículos periodísticos, documentales y un libro –y he hablado decenas de miles de más palabras en discursos y entrevistas. El gran desafío ha sido evitar sucumbir a la hagiografía. He fallado.

Tomen por ejemplo El Factor Humano, un libro sobre Mandela contado a través de la narrativa de la final del mundial de rugby de 1995, el día en el que él unió lo que había sido por décadas la nación más dividida racialmente del mundo.

Yo estaba muy conciente, mientras escribía, de que mi retrato del genio de Mandela como lider político sería más convincente si lograba presentarlo como un mortal de carne y hueso tan propenso al fracaso humano como todos nosotros. Y probablemente por eso mencioné de paso que en los años cincuentas, cuando estaba forjando su reputación en la lucha contra el apartheid, Mandela había sido un hombre un poco banal, conocido como un dandy, que usaba trajes caros y le gustaba lucir su poderoso cuerpo de boexeador amateur a sus amigos hombres.

Por otra parte, no mencioné el placer que le daba mostrarlo a sus amigas también; omití mencionar las varias aventuras que tuvo aun cuando estaba casado con hijos. Supongo qe debí haberlo hecho, pero aún si lo hubiera hecho estoy seguro de que mi editor, un riguroso neoyorquino, me habría ordenado cortar tal cotilleo por ser impertinente para el sujeto.

También pude haber mencionado la admiración a veces exagerada de Mandela por los tipos elocuentes, obviamente intelectuales; o su cultivo de la relación con los obscenamente ricos. De nuevo, eso no era particularmente pertinente y, además, creo que si cultivaba una relación con los ricos lo hacía con miras a manipularlos o explotarlos, ya fuera como aliados en su delicada misión de reconciliar a negros y blancos sudafricanos para detener una guerra civil o, más adelante, como donantes de dinero para la Fundación Nelson Mandela, cuya causa consumió los últimos diez años de su vida.

Pero el principal problema que tuve fue que toda persona a la que entrevisté para completar la historia miraba a Nelson Mandela como una mezcla entre Gandhi, Cristo y Winston Churchill. Y no es que me dedicara a hablar solo con quienes habían sido sus amigos y aliados. El punto es que incluso aquellos que fueron sus más amargos enemigos políticos, hombres blancos que habían o formado parte o apoyado el sistema apartheid, que aprobaron gustosos la cadena perpetua que le impuso una corte en 1964, incluso ellos estaban ahora –no encuentro otra manera fiel de decirlo- perdidamente enamorados de él.

Cuando entrevisté a Kobie Coetsee, el ministro de Justicia durante los últimos 14 años del apartheid, no paró de llorar recordando la nobleza del señor Mandela.

Nïel Barnard, el último jefe de inteligencia del aparheid, un hombre ampliamente considerado en los ochentas y principios de los noventas como uno de los hombres más siniestros, no lloró durante las seis horas que pasé con él, principalmente porque sospecho que físicamente era incapaz de ello. Pero las veces que habló de Mandela no mencionó su nombre; se refirió a él como “el viejo”, como si estuviera hablando de su padre o un abuelo muy querido.

Y luego estaba Constand VilJoen, jefe de la Fuerza de Defensa Sudafricana entre 1980 y 1985 y el hombre que emergió, en 1993, como el líder de la “resistencia” ultraderechista. Pasó buena parte de ese año recorriendo todo el país, organizando células clandestinas en preparación para una guerra santa -guerra terrorista habría sido- contra la democracia laica que Mandela planeaba instituir tras las elecciones de 1994.

Pero Mandela se reunió con él en secreto y lo desarmó con una combinación de encanto, respeto y argumentos irresistibles.

El general Viljoen abandonó sus planes de guerra y participó en las elecciones. Recuerdo haberlo visto en la sesión inaugural del nuevo parlamento al momento en que Mandela entró en el salón. Sus ojos brillaban con la más pura devoción.

Cuando entrevisté al general para mi libro y le recordé aquella escena, no rebatió la precisión de mis observaciones. Nos encontramos en 2006. Viljoen era ahora un granjero retirado de la política, pero Nelson Mandela era aún su mayor héroe.

Y luego estaban los Springbok, los jugadores de rugby. afrikaaners en su mayoría. Pocos habían coqueteado con pensamientos políticos hasta que Mandela los reclutó a la causa nacional poco antes de la copa mundial de 1995. Lo que significaba, en casi todos los casos, que aceptaban el apartheid como el orden natural de las cosas. Con todo, ellos también emergieron del contacto con Mandela locos por él. Francois Pienaar, Balie Swart, James Small y Hennie le Roux lloraron repetidas veces cuando hablaron de él.

Incluso intenté que su mejor y más antiguo amigo dijera algo malo de él. Le pregunté a Walter Sisulu, quien reclutó a Mandela a la política en 1942 y luego pasó 25 años en prisión con él, cuáles eran las debilidades de Mandela. Lo pensó un momento y luego dijo: “Tal vez… una tendencia a confiar demasiado en la gente”. Pero luego lo pensó un poco más y dijo: “Pero tal vez no era una debilidad, después de todo”.

Lo que quería decir es que, al depositar su confianza en gente ostensiblemente nefasta como Coetsee, Barnard y Viljoen, ellos le habían respondido con su lealtad. Había apelado, en la frase de Lincoln, a los mejores ángeles de su naturaleza y, al hacerlo, había logrado no solo sus propios objetivos políticos, sino que se sintieran mejores personas, más decentes, más amables.

Así es como me hacía sentir también a mi, al menos cuando estaba ante su presencia.

Mencioné antes a Winston Churchill. Aquí hay algo que dijo sobre él el general Alan Brooke, comandante en jefe de las Fuerzas Británicas Internas durante la Segunda Guerra Mundial: “Es el hombre más maravilloso que jamás he conocido, y una fuente inagotable estudiarlo y darse cuenta de que ocasionalmente seres humanos como él aparecen aquí en la Tierra – seres humanos que destacan con la cabeza y los hombros por encima de todos los demás”.

Así es lo que siento sobre Mandela. No tiene ningún sentido intentar negarlo.

John Carlin, periodista británico, es autor de El Factor Humano y Rafa (Nadal), mi Historia. Actualmente escribe una columna deportiva para El País de España.

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