Los mataron por primera vez en 1989. De esa muerte se cumplen, el próximo 16 de noviembre, 25 años. La justicia salvadoreña y sus auxiliares, tres Cortes Supremas y cuatro fiscales generales los mataron por segunda vez varias veces cuando cerraron las puertas para que sus asesinos respondieran ante las leyes nacionales. Y la administración Funes los mató por tercera vez cuando pactó con los acusados de planificar, ejecutar y encubrir los asesinatos para evitar que la PNC los arrestara amparada en una orden internacional que giró el juez español Eloy Velasco, quien a petición de los abogados querellantes mantiene abierta la única posibilidad de justicia en la Audiencia Nacional de Madrid. Y estuvieron a punto de matarlos por cuarta vez en la capital de España, cuando el Partido Popular de Mariano Rajoy avanzó una reforma de ley para limitar el alcance de la justicia universal en las cortes españolas. Pero no, aún no los han vuelto a matar.
La justicia, ese derecho humano fundamental consignado en los textos fundacionales de civilizaciones y naciones, suele ser escurridiza, ignorada, caprichosa como sus creadores, los humanos. Decía Monseñor Romero que en El Salvador la justicia es como la serpiente que solo se sirve de los pies descalzos. Creo, aún, que las botas de los asesinos están ya muy desgastadas y que, pronto, ellos estarán descalzos.
El castigo a los asesinos de los sacerdotes jesuitas Ignacio Ellacuría Baescoechea, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes Mozo, Amando López Quintana, Joaquín López y López y Juan Ramón Moreno Pardo y de sus dos ayudantes, Elba Julia Ramos y Celina Marisett Ramos ha sido, sí, huidizo por obra del poder aliado de quienes mataron o por la cobardía de quienes pudieron y no quisieron castigar. Pero no es justicia muerta. Aún.
La única ventana abierta está en Madrid, digo, porque en El Salvador la realpolitik de nuestra posguerra encubrió los asesinatos y a sus responsables, implantó la amnistía, el silencio de la justicia, como condición previa a la paz. Lo creímos y, con ello, perpetuamos el reino de la impunidad con los gritos atronadores de ese silencio que fiscales y magistrados salvadoreños han sellado una y otra vez.
Escribe sobre esa congoja ante el silencio el periodista argentino Diego Fonseca en el prólogo de Crecer a Golpes –un compendio de crónicas y ensayos que explican como el golpe chileno de 1973 y el silencio que siguió a la salida de Augusto Pinochet del poder y duró hasta antes de su arresto en Londres marcaron a la América Latina–: “…Hay un profundo lamento por la oportunidad perdida… por las impunidades y los vicios irresueltos…” Pero también habla Fonseca de la esperanza: “Es preciso un esfuerzo para entender esa desazón no como una renuncia, sino como un reclamo en voz alta de que todavía –caramba– tenemos esperanza”.
Nuestra esperanza no puede existir bajo la sombra del silencio; amparada en él. Toca, ya, señalar y encarcelar a los asesinos, por muchas razones jurídicas, humanas, históricas, hasta higiénicas; de todas, me quedo, de nuevo, con la que existe en la simpleza del derecho fundamental: castigar a los que matan. Joseph Moakley, el rubicundo y campechano congresista del sur de Boston, lo explicaba así a un interlocutor salvadoreño durante un viaje a San Salvador para, encomendado por el congreso en Washington, profundizar en los asesinatos de los jesuitas: “Ahí de donde yo vengo las reglas son simples: el único lugar de destino para quien mata a otro ser humano es la cárcel”. Decía Voltaire: “A los muertos se les debe respeto, a los vivos, nada más que verdad”.
Los caminos insólitos, tortuosos, de la justicia y la verdad han pareado, en Madrid, los casos de un periodista español asesinado en Irak y los de los sacerdotes a los que un comando del Batallón de élite Atlacatl del ejército salvadoreño –entrenado y financiado en parte por los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush padre desde Washington– asesinó por órdenes directas del coronel Guillermo Alfredo Benavides y, según el razonamiento de los querellantes en Madrid, de todo el alto mando de la Fuerza Armada salvadoreña.
El 13 de marzo de 2014, la derecha española, representada por el gobernante Partido Popular, pasó por el Congreso de los Diputados en Madrid la Ley Orgánica 1/2014, que modifica la Ley Orgánica 6/85, base jurisdiccional en la que se amparan los preceptos de justicia universal, transnacional o cosmopolita que permitieron al juez Velasco abrir causa contra los acusados de asesinar a los jesuitas, y al titular del juzgado primero de la Audiencia Nacional, el juez Santiago Pedraz, procesar al coronel estadounidense Philip De Camp, al capitán Philip Wolford y al sargento Thomas Gibson por provocar la muerte del periodista español José Manuel Couso Permuy en Irak. El 17 de marzo, tres días después de la avanzada del PP por reducir la aplicabilidad de la justicia universal en las cortes españolas, el juez Pedraz firmaba un escrito anexo al sumario 27/2007 para exponer sus razones para no acatar la nueva ley. Fue, dicen dos fuentes judiciales consultadas en Madrid que hablan desde el anonimato para no entorpecer causas abiertas en España, la primera reacción jurídica de indignación. Siguió la de los querellantes en el caso jesuitas, los abogados Manuel Ollé y Almudena Bernabeu, quienes persuadieron al juez Velasco para que no se cierre la causa.
El 31 de marzo, el juez Eloy Velasco decidió, igual que Pedraz con el caso Couso, continuar con el proceso jesuitas: la justicia es posible a pesar de la reforma en España. Uno es el argumento principal en la causa por los asesinatos de Ellacuría Baescoechea et. al.: la reforma del PP deja del lado las causas abiertas por terrorismo, uno de los tres delitos de los que están acusados los militares salvadoreños y, según los abogados querellantes, permite la persecución penal en casos contra ciudadanos españoles. Esto dispone Velasco sobre el caso contra los militares salvadoreños: “Continuar la instrucción de la presente causa por las imputaciones de asesinatos terroristas…”
El PP, en su afán por alejar la persecución penal de los asesinos de la dictadura franquista, estuvo por matar a los jesuitas de El Salvador por cuarta vez. Aún no.
El poder de los asesinos es, hoy, mucho menor. En el caso salvadoreño, ese poder les sirvió para pactar con los gobiernos de turno en San Salvador, que entre 1989 y 2009 incluso utilizaron a la cancillería para, oficiosamente, abogar en Madrid por la amnistía universal a los asesinos, y en entre 2009 y 2014 para convertir las cacareadas pretensiones de justicia de la izquierda criolla en vulgar moneda de cambio político. Pero, quedó visto en Argentina y más cerca, en Guatemala, la justicia puede tener muchas madres en las valentías de familiares que no transigen, de fiscales que persiguen, de periodistas que investigan, de sociedades que no entienden el silencio como puerta hacia la paz.
Quizá la muestra más fiel de la debilidad de los asesinos salvadoreños es la estampa empequeñecida del coronel Inocente Orlando Montano, el único de los 20 militares procesados por el juez Velasco que está preso. El coronel vive desde el viernes 11 de octubre del año pasado en un recinto de baja seguridad en la cárcel federal de Butner, Carolina del Norte, 394 kilómetros al sur de Washington, DC. A él lo condenaron en Boston a 21 meses de prisión por delitos migratorios; amparado en la ley de Massachusetts, que define el tiempo de cárcel por los antecedentes del acusado, el juez Douglas Woodlock aceptó revisar el pasado militar de Montano, tras lo cual determinó que el coronel había estado implicado en violaciones graves a los derechos humanos y accedió a la petición fiscal de darle un tiempo largo privado de libertad. Mientras tanto, los gobiernos de Estados Unidos y España, por petición de Velasco, negocian la posibilidad de llevar a Montano a la corte madrileña, con lo que el caso contra los supuestos asesinos se abriría a sumario.
Estuve en Boston en enero de 2013, cuando Montano escuchó a un fiscal estadounidense y a una profesora de Stanford explicarle a la corte que él era responsable directo de tropas que cometieron al menos mil violaciones a los derechos humanos: 520 casos de torturas, 51 desapariciones forzosas, 65 ejecuciones sumarias y 533 detenciones arbitrarias. Era, ese Montano, un anciano enfermo que debía ayudarse por un bastón para caminar; parecía, la suya, una estampa muy alejada de las fotos de los últimos 80, que muestran a un hombre robusto en uniforme de fatiga, pelo hirsuto, mostacho imponente, mirada inescrutable, severa. Pero no, es el mismo coronel. La vejez ha escondido la impostura del poder, pero no puede aminorar los relámpagos del pasado: en la mirada intensa, en el bastón amenazante que quería decir al resto de mortales en la corte de Boston “cómo se atreven”.
Estuve también en West Palm Beach a finales de los 90 la primera vez que los familiares de cuatro religiosas estadounidenses violadas y asesinadas por la Guardia Nacional de El Salvador intentaron procesar, sin éxito entonces, a otros dos generales salvadoreños, Eugenio Vides Casanova y Guillermo García. Ellos, también, debieron enfrentarse al reclamo frontal de quienes, en las cortes, los vieron a los ojos para decirles “nos atrevemos, a pesar de todo, nos atrevemos”. El poder de aquello radicaba en el hecho mismo de que los otrora hombres fuertes, quienes se supieron alguna vez por encima de los caprichos de la justicia humana, descubrían que siempre no, que había quien podía verlos a los ojos para reclamarles e, insólito, mandarlos a la cárcel.
Pasa también que en Estados Unidos, desde donde la locura de la Guerra Fría justificó en América Latina a brutales dictaduras desde el Chile de Pinochet hasta la Guatemala de Ríos Montt, la justicia también se abre paso. De a poco.
El 2 de diciembre pasado, en el Museo del Holocausto de la capital estadounidense, escuché por primera vez a un funcionario estadounidense aceptar, en público, la responsabilidad del alto mando del ejército salvadoreño en los asesinatos de la UCA. “Sabemos hoy que a los jesuitas los mató un pequeño grupo del alto mando”, admitió Daniel Ragsdale, jefe adjunto de la Agencia de Aduanas e Inmigración (ICE) Departamento de Seguridad Interna (DHS) durante la celebración del 10mo. aniversario de la oficina de derechos humanos del ICE.
El de Montano, dijo Ragsdale, es uno de los casos que muestran el compromiso de Estados Unidos con la persecución de oficiales extranjeros acusados de crímenes contra los derechos humanos que, por una razón u otra, se han refugiado en suelo de la Unión.
Ya en privado Washington lleva 25 años diciéndolo. El día mismo de los asesinatos, el 16 de noviembre, la embajada en San Salvador mandó un despacho a Washington en el que relataba cómo dos agentes estadounidenses llegaron a la explanada de la UCA donde yacían los cuerpos ametrallados de los sacerdotes pocas horas después de la masacre, y de cómo, ahí, escucharon a otros sacerdotes hablar del comando de uniformados que asesinó. Pero no fue hasta esa tarde de otoño tardío, el año pasado, que el Washington oficial hablaba, en público, de la certeza de que a los padres los mató el alto mando al que El Salvador amnistió.
Estuve por última vez en la explanada de la UCA, cubierta hoy de rosas, en diciembre pasado, poco antes de Navidad. El lugar tiene la misma mística que percibí dos años después de la masacre, cuando ingresé a la universidad como estudiante de periodismo: la mística de esos lugares donde el horror –la desazón de que escribe Diego Fonseca– puede transformarse en verdad. En justicia. Y, luego del dolor, en paz. No, aún no los matan por cuarta vez. No. Aún.
*Héctor Silva Ávalos es investigador asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University en Washington, DC.