La noche del pasado viernes 30 de mayo, mientras el país se preparaba para el traspaso de mando presidencial y los medios de comunicación anunciaban la llegada de las delegaciones internacionales que presenciarían el mismo, personal de la Fiscalía General de la República, en el desarrollo de una investigación contra siete oficiales de alto rango, a quienes relaciona con la comisión de los delitos de actos arbitrarios y comercio ilegal de armas de guerra, ingresaba a varias instalaciones militares con la intención de incautar documentos que presuntamente sustentarían dicha investigación.
Los fiscales contaban para ello con la orden judicial emitida por el Juez Décimo Cuarto de Paz, quien autorizó el ingreso a la Oficina de Registro y Control de Armas de Fuego, la Brigada Especial de Seguridad Militar, El Comando de Apoyo Logístico, el Departamento de Registro e Informática y la Dirección de Logística del Ministerio de la Defensa Nacional, todas estas instalaciones públicas, costeadas con fondos de todos los salvadoreños.
Pese a que contaban con la autorización judicial para ello, los fiscales no pudieron incautar un solo documento que fuera útil para la investigación en curso, ya que los oficiales de turno impidieron la realización de la diligencia alegando órdenes expresas del (otra vez) Ministro de Defensa, general David Munguía Payés, quien a su vez manifestó seguir instrucciones de su entonces comandante general y ahora expresidente Mauricio Funes Cartagena.
Lo ocurrido el pasado viernes no solo constituye una desobediencia a un mandato judicial y una obstaculización a la administración de justicia, sino que a la vez pone en duda el compromiso del titular de la cartera de Defensa con el estado de derecho y el principio de legalidad, que claramente establece –Art. 86 de la Constitución- que los funcionarios del gobierno son delegados del pueblo y no tienen más facultades que aquellas que expresamente les da la ley. Oponerse a una diligencia del Ministerio Público no es una de ellas.
Esta postura de la Fuerza Armada no es nueva, desde la finalización del conflicto armado, los militares se han negado en forma reiterada a permitir el acceso de autoridades civiles a sus archivos militares, como si la institución castrense fuera 'la quinta frontera' en el territorio de la República, que colinda al poniente con Guatemala, al norte y al oriente con Honduras, al sur con el Océano Pacífico y en el centro de la capital con el Ministerio de la Defensa Nacional y la sede del Estado Mayor Conjunto.
Vale la pena recordar algunos ejemplos: a raíz del desaparecimiento de las niñas Ernestina y Erlinda Serrano Cruz ocurrido el 2 de junio de 1982 durante un operativo militar en Chalatenango, su madre, María Victoria Cruz Franco, presentó el 11 de noviembre de 1995 un Habeas Corpus ante la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Resultado de ello fue la diligencia realizada el 6 de diciembre del mismo año, cuando la jueza ejecutora destinada a tramitar dicha demanda, se hizo presente a las oficinas del Departamento Jurídico del Ministerio de la Defensa, solicitando información sobre el capitán José Alfredo Jiménez Moreno y el oficial Rolando Adrián Ticas, ambos del Batallón Atlacatl y presuntamente conocedores de lo ocurrido. En aquella ocasión, la autoridad denunciada brindó direcciones falsas a la víctima, aclarando además que dichos oficiales 'ya no se encontraban de alta en la institución' (ver: Corte Interamericana de Derechos Humanos, 'Caso de las Hermanas Serrano Cruz Vs. El Salvador'; Párr. 48.17).
En este mismo caso, el Juzgado de Primera Instancia de Chalatenango, la Unidad de Delitos Especiales de la Fiscalía General de la República y hasta la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, solicitaron el 7 de octubre de 1997, el 30 de marzo de 2001, el 23 de enero de 2002 y en muchas ocasiones más, el acceso a los 'Libros de Novedades' de la Fuerza Aérea Salvadoreña, a la nómina del personal del Batallón Atlacatl, así como a los registros del Destacamento Militar Número Uno, todos estos llevados durante el período que duraron las operaciones militares en las que Ernestina y Erlinda desaparecieron. Tales diligencias fueron ignoradas y desobedecidas por los mandos militares de la época, manteniéndose hasta la fecha la impunidad de los responsables (Caso Serrano Cruz; Párr. 48.50 al 48.67).
Otro caso similar es el de Ramón Mauricio García Prieto, asesinado el 10 de junio de 1994, mientras se encontraba con su pequeño hijo y su esposa frente a la casa de unos familiares en San Salvador. Por este caso se condenó a Carlos Romero Alfaro, alias 'Zaldaña', a José Raul Argueta Rivas y a Julio Ismael Ortíz Díaz a 30 años de prisión. Todos tenían en común un pasado militar en las filas de los extintos cuerpos de seguridad, y presuntamente habían formado parte de un grupo de sicarios que logró colarse en la nueva Policía Nacional Civil, una vez que se firmaron los Acuerdos de Paz.
En la investigación del caso García Prieto, vuelve a evidenciarse la obstaculización del aparato militar salvadoreño, enfrentado a la búsqueda de información en 'sus' archivos institucionales. En su sentencia del 20 de noviembre de 2007, la Corte Interamericana de Derechos Humanos señaló: 'En relación con el proceso penal N° 110/98 tramitado por el Juzgado Décimo Tercero de Paz para investigar la muerte de Ramón Mauricio García Prieto y las presuntas amenazas, la Comisión alegó que las autoridades militares obstaculizaron la investigación sobre los movimientos del Batallón San Benito de la extinta Policía Nacional en la fecha en que fue asesinado el señor García Prieto, impidiéndose la verificación de si miembros de dicho batallón se habían presentado en la escena del crimen y las gestiones allí realizadas...' (Caso García Prieto y Otro vs. El Salvador; Párrafo 72).
Como puede constatarse, lo ocurrido el viernes 30 de mayo no es nada nuevo, y es que las autoridades castrenses siguen sin entender que la lucha contra los delitos comunes, la impunidad histórica y el crimen organizado, pasa por el sometimiento de todos los funcionarios a la Constitución y a la ley, y esto incluye también a los empleados públicos de uniforme. A todos.
La pretendida demostración de poder militar del general Munguía Payés, durante la conferencia de prensa realizada un día después de lo ocurrido, cuando se hizo acompañar de los principales jefes castrenses del país, rodeados de estandartes y bajo la mirada del general Manuel José Arce -y portando uniformes de combate-, fue un acto de matonería política impropia de un Ministro de Defensa en un país que se dice democrático y donde el poder militar –se supone- está sometido a las autoridades civiles. Al referirse a los documentos cuya incautación impidió a los fiscales, Munguía declaró: 'Por su custodia estamos dispuestos a ofrendar la vida tal cual nos exige la Constitución...'
Ojalá ese mismo celo patriótico hubiera sido demostrado para defender la soberanía del territorio nacional en el caso de la Isla Conejo, al rendir cuentas sobre el proceso de la tregua entre pandillas durante su gestión como Ministro de Seguridad Pública y, finalmente, para permitir la inspección de archivos institucionales por parte del Instituto de Acceso a la Información Pública en febrero pasado. La frase atribuida al general Manuel José Arce 'El ejército vivirá mientras viva la República' no cuenta con suficiente fundamento histórico, pero la negativa de la institución militar y particularmente de sus altos mandos a permitir el escrutinio público, lo tiene de sobra.