¿Con qué rasero mide un país a su Fiscal General cuando nunca tuvo uno? La historia reciente de El Salvador registra una sucesión de fiscales generales que fueron nada. Sólo el estruendo de sus fracasos en casos clave o de sus —presuntas— corruptelas les salvan del olvido al que debería condenarles su mediocridad. Ninguno estuvo a la altura de la responsabilidad que le correspondía. Ninguno ejerció el poder de su cargo para construir justicia, o paz, o tan solo verdad, en un país que tanta hambre tiene de esos tres platos. Sus decisiones, y sobre todo sus omisiones, sugieren que ni siquiera ejercieron propiamente poder sino que lo administraron, como lo haría un subalterno bien pagado, para otros.
Luis Martínez es diferente. Es el primero con conciencia del poder que le confiere encabezar la Fiscalía y se ha convertido —a pesar de su tendencia al exhibicionismo— en una figura política que exige su espacio en la mesa de quienes definen el rumbo del país. Es agresivo en sus formas, excesivo en sus declaraciones públicas, impredecible en sus movimientos, incomprensible en sus prioridades, pero activo al fin y al cabo. Y con ello ha devuelto cierta dignidad coercitiva a la Fiscalía General.
Ha abierto casos por lavado de dinero contra estructuras ligadas al Cártel de Texis y a otras redes de narcotráfico. Ha incluido por primera vez en la agenda de la Fiscalía asuntos de memoria histórica y crímenes de guerra, aunque lo haya hecho con una timidez que dista mucho de satisfacer la deuda histórica de las instituciones de justicia con las víctimas. Se ha atrevido a desafiar a la Fuerza Armada, empeñada en mantener cerrados sus archivos pese a su mandato de abrirlos a la investigación de autoridades civiles. Pasará a la historia —ya dijimos que sus antecesores se lo pusieron fácil— como el primer fiscal de la postguerra que imputa por cargos de corrupción a un expresidente de la República.
Pero su exceso de confianza lo está haciendo descarrilar. Son demasiados los casos que Martínez trata de dirimir en las portadas de periódico y no en los juzgados. Los mejores ejemplos son sus acusaciones contra el actual ministro de Defensa, David Munguía Payés, a quien ha atribuido posibles vínculos con redes de narcotráfico. O sus amenazas públicas, al límite de la bravuconada, contra Raúl Mijango y otros implicados en el diálogo con las pandillas, sin haber mostrado aún prueba alguna de que hayan cometido un delito.
Más grave todavía, El Faro reveló hace una semana que el fiscal Luis Martínez, para lograr que el padre Antonio Rodríguez confesara delitos cometidos durante su labor de mediación con la pandilla Barrio 18, hizo escuchar a representantes diplomáticos españoles, líderes de la orden de los Pasionistas y al mismo arzobispado grabaciones de conversaciones íntimas del sacerdote.
Se trata de un uso evidentemente ilegal de las escuchas telefónicas que conlleva, según la Constitución, la destitución inmediata del funcionario público que incurra en ese abuso de poder. Y aun si ninguna otra autoridad se atreve a asumir el caso y exigir responsabilidades al fiscal, es una conducta intolerable que pone en duda la conciencia que Martínez tiene de los límites que le impone la ley.
Conviene no perder la perspectiva de lo sucedido. Al margen de las filias y fobias que despierten la tregua y el padre Toño, el ámbito privado de un imputado ha de respetarse en la medida en que no tenga relación con los cargos que se le imputan. Por esa razón El Faro, que obtuvo copias de las conversaciones del sacerdote, sometió a discusión de su recién creado Comité de Ética la forma en que el periódico debía manejar la información en su poder. El Comité y la dirección del periódico decidieron que para comprender la gravedad de la actuación del fiscal no era indispensable revelar la naturaleza de las conversaciones privadas de Antonio Rodríguez. No teníamos razón alguna para vulnerar en nuestras publicaciones su derecho constitucional a la intimidad.
No deseábamos, además, que un corrillo morboso sobre la vida privada de un ciudadano sustituyera el urgente debate sobre los alarmantes excesos de la Fiscalía. Ante una herramienta de investigación tan poderosa como las escuchas telefónicas necesitamos garantías de que Luis Martínez no se convertirá en un John Edgar Hoover que trate de apuntalar y prolongar su poder con información privada de políticos, empresarios, periodistas o ciudadanos comunes.
El Fiscal encara una etapa crítica de su gestión. Ha cumplido dos de los tres años de mandato para los que fue elegido y enfrenta un caso, el del expresidente Francisco Flores, por el que buena parte de los salvadoreños juzgará su independencia y solidez, todavía bajo sospecha. Es tal vez su última oportunidad para probar con hechos y no con palabras que para él nadie, independientemente de su nombre, cargo, cuenta bancaria o trayectoria política, está por encima de la ley. Tremendo desafío para un Fiscal General que parece creer que él sí lo está.