Sidney Blanco y Henry Campos se hicieron amigos esperando un bus. Corría 1988, Sidney Blanco era un abogado de 26 años recién graduado de la Universidad Alberto Masferrer y había sido designado como fiscal adscrito al juzgado primero de lo penal de Santa Ana. Vivía en San Salvador, así que para acudir al trabajo tenía que tomar un autobús en la terminal de Occidente y hacer cada día un trayecto de algo más de una hora. En ese viaje solía acompañarle Campos, recién nombrado fiscal adscrito al juzgado segundo de lo penal, también en Santa Ana. Henry Campos tenía un año menos que su compañero, 25, y se había graduado de derecho en la Universidad Dr. José Matías Delgado.
La guerra civil salvadoreña ya acumulaba ocho años y decenas de miles de muertos. Peleada casi por completo en el interior del país, particularmente en zonas rurales, el conflicto parecía estancado y costaba imaginar un ganador por la vía militar. El presidente de la República era el democristiano José Napoleón Duarte, líder carismático en los 70, cuando era opositor a las dictaduras, pero al frente ahora de un gobierno débil, desgastado por la hemorragia de recursos financieros que suponía la guerra y con graves acusaciones de violaciones a derechos humanos cometidas por sus fuerzas de seguridad.
Aunque tenía el respaldo incondicional de Estados Unidos, que lo veía como un aliado en sus esfuerzos por hacer de El Salvador un muro de contención a la expansión de los intereses soviéticos y cubanos en Latinoamérica, todo apuntaba a que la elección presidencial del año siguiente no la iba a ganar el partido de Duarte. La victoria casi segura sería para Arena, un partido de derecha, vinculado al empresariado más poderoso del país y fundado en 1981 por el mayor Roberto d'Aubuissón.
Ese mismo año, tanto Blanco como Campos fueron trasladados hacia juzgados en San Salvador y San Miguel, donde también coincidieron. Era como si el azar les advirtiera que estaban predestinados a la complicidad, a tener vidas ligadas.
Hoy hablan desde posiciones muy diferentes. Desde 2009, Sidney Blanco es magistrado de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Campos es un conocido abogado particular que se desempeñó como viceministro de Seguridad Pública en los primeros años del gobierno de Mauricio Funes. Ambos son ahora catedráticos en la escuela de leyes de la Universidad Centroamericana 'José Simeón Cañas' (UCA), y acuden a diario al campus en el que la historia les terminó de unir en noviembre de 1989, cuando les tocó investigar como fiscales de Derechos Humanos el asesinato de Ignacio Ellacuría, otros cinco sacerdotes jesuitas, su cocinera y la hija de esta.
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Ya antes de que estallara la guerra civil en El Salvador, las amenazas a opositores políticos y a líderes religiosos por medio de panfletos se habían vuelto usuales. Y también en los principales medios de comunicación eran habituales los señalamientos, acusaciones y descalificaciones en forma de columnas de opinión. Las amenazas, a menudo, se esgrimían prácticamente desde el anonimato, tras el telón de organizaciones cuyos patrocinadores o conductores eran desconocidos para la mayoría de la población. Esas amenazas se convertían casi siempre en ataques reales, en desapariciones, en asesinatos. Al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, la voz más fuerte en defensa de la justicia y la paz en el país, lo callaron el 24 de marzo de 1980 con un disparo en el corazón mientras celebraba misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia. Tres años antes, el 12 de marzo de 1977, ya había sido asesinado el jesuita Rutilio Grande, párroco de Aguilares.
Los años de guerra no cambiaron esa dinámica ni disiparon el riesgo. Cuando Sidney Blanco y Henry Campos se conocieron en un bus camino a Santa Ana ya un puñado de sacerdotes jesuitas se habían convertido en el blanco favorito de las acusaciones y amenazas de la ultraderecha salvadoreña. En ciertos panfletos eran frecuentes los nombres de Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Jon Sobrino y otros sacerdotes y religiosas simpatizantes de la teología de la liberación, comprometidos con comunidades eclesiales de base o que simplemente practicaban la opción preferencial por los pobres. La Iglesia que denunciaba la injusticia y la desigualdad era un enemigo que debía eliminarse, y para finales de los años 80 nadie la encarnaba en público con más fuerza que los jesuitas de la UCA.
Venía de lejos. Ya el 21 de junio de 1977, tres meses después del asesinato de Rutilio Grande y bajo el gobierno militar del general Carlos Humberto Romero, un volante de la Unión Guerrera Blanca, escuadrón de la muerte, advertía:
“Parte de guerra número 6: todos los jesuitas deberán abandonar para siempre el país antes que venza el plazo de 30 días. De no acatar nuestra orden se procederá a la ejecución inmediata y sistemática de todos los jesuitas del país”.
Otro panfleto de la misma organización señalaba por esos días: “¡Jesuitas! el pueblo les hace responsables de haber cambiado la fe en Jesucristo por la fe en el marxismo”.
Las acusaciones también abundaban en las secciones de opinión de los principales periódicos del país, en una especie de concierto no oficial para proyectar una sombra de descalificación sobre los opositores al régimen o sobre cualquiera que denunciara las injusticias del sistema. En El Diario de Hoy y en La Prensa Gráfica eran frecuentes las columnas en que se manifestaba abiertamente que la teología de la liberación era la causa de la “perdición” de la Iglesia Católica salvadoreña.
El 25 de enero de 1989, 10 meses antes del asesinato de los jesuitas, El Diario de Hoy publicó un artículo de opinión firmado por Carlos Girón titulado “La perversidad con sotana”. Girón responsabilizaba a los jesuitas del surgimiento de los grupos guerrilleros y de las acciones violentas de estos: “Esas agrupaciones al servicio del comunismo internacional fueron planeadas y organizadas en las instalaciones de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y la participación activa de los principales dirigentes jesuitas de la misma, comenzando por el tristemente célebre Ignacio Ellacuría…”, decía. Girón obviaba las décadas de cierre de espacios políticos, la represión y la desigualdad que impulsaron el surgimiento de las organizaciones campesinas, obreras, estudiantiles e incluso religiosas que, eventualmente, fueron germen para los grupos guerrilleros agrupados bajo la bandera del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Para él, la violencia en El Salvador era planificada por Ellacuría y sus secuaces; la crisis político-social y la misma guerrilla las habían engendrado los jesuitas.
Ignacio Ellacuría era el rector de la UCA y pertenecía a una generación de jesuitas españoles que venían en su mayoría del País Vasco para suplir la carencia de vocaciones en Centroamérica. De esa misma generación eran también Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Segundo Montes. Entre los jesuitas que morirían asesinados el 16 de noviembre de 1989 estaría también el salvadoreño Joaquín López y López. Todos eran profesores, investigadores, teólogos, filósofos... Eran los fundadores mismos de la UCA, de su Instituto de Derechos Humanos, del Instituto de Opinión Pública, de Fe y Alegría, los escritores de la revista ECA, los mediadores entre la guerrilla y la Fuerza Armada, los intelectuales... Y eran los párrocos de pequeñas comunidades los fines de semana.
Muchas de estas labores que desempeñaban los jesuitas diariamente, especialmente aquellas que implicaban incidir en el debate público, les ponían desde hace años en riesgo a ellos y a la UCA misma. A pesar de eso, las mantuvieron. Ellacuría, un hombre de fuerte temperamento, llegó a calificar en un artículo al mayor Roberto d'Aubuisson, fundador de Arena, vinculado a los escuadrones de la muerte y considerado autor intelectual del asesinato de monseñor Romero, como un 'Hitler de bolsillo'. Pero incluso él, osado en tiempos en que ser crítico del poder político y militar podía costar la vida, albergaba un sentido de prudencia.
'Nosotros conocemos trabajos de este menor D'Aubuisson hechos para escalar puestos en la milicia, que demuestran un índice mental bajísimo y una información pésima. Sus esquemas Made in Medrano (en referencia al general José Alberto 'Chele' Medrano, ex jefe de la Agencia Nacional de Servicios de Inteligencia), tan amigo de poner en el pizarrón de su casa sus brillantísimas ocurrencias, son de carcajada, son de nivel primario', escribió Ellacuría el 15 de febrero de 1979 en un artículo para la radio del arzobispado YSAX.
No firmó, eso sí, el texto con su nombre, sino con iniciales que protegieron su anonimato.
Aun así, un año después de aquella diatriba contra D'Aubuisson, Ellacuría optó por autoexiliarse. No estaba en el país cuando, en 1981, la Liga Anticomunista Salvadoreña difundió un panfleto cuyo contenido responsabilizaba a los jesuitas de El Salvador de 'haber cambiado la fe en Jesucristo por la fe en el marxismo' y llamaba a la población a ejercer la vigilancia sobre los jesuitas de la UCA y del Externado San José y sobre las monjas de la Sagrada Familia y del Sagrado Corazón. Tras un año de exilio en el que colaboró con su maestro, el filósofo Xavier Zubiri, Ellacuría regresó a El Salvador en abril de 1982 para continuar con sus labores como rector de la UCA.
Eran años de inestabilidad. En mayo de 1982 el abogado Álvaro Magaña asumió la presidencia de la República y puso fin a dos años y medio de juntas cívico-militares nacidas del golpe de Estado de octubre de 1979. Magaña convocó a una asamblea constituyente que redactó y aprobó una nueva Constitución en 1983 y convocó a la primera elección presidencial relativamente libre en décadas. La ganó José Napoleón Duarte.
En septiembre de 1986, el partido Arena, fundado en 1981 por Roberto d'Aubuisson, lanzó una campaña para pedir que el gobierno de Duarte despojara a Ignacio Ellacuría de su ciudadanía salvadoreña, con el pretexto de que la Constitución de El Salvador prohíbe que los extranjeros intervengan en política. A la derecha le incomodaba tanto Ellacuría que solicitó a la Asamblea Legislativa la creación de una comisión que investigara las actividades en las que participaba el sacerdote jesuita. Esa hostilidad no amainó en los años siguientes, a pesar de que Ellacuría creyó que la llegada del presidente Alfredo Cristiani en marzo de 1989 traería mejores tiempos para El Salvador.
Cristiani, un millonario de corte moderado llamado a templar ideológicamente a Arena, heredó un país ahogado en la guerra y un gobierno en el que aún se imponían quienes aspiraban a aniquilar a la guerrilla y a cualquier disidencia para lograr la paz. Seis semanas después de que ganara las elecciones, el 28 de abril de 1989, explotaron tres bombas en la imprenta de la UCA. Cristiani asumió la presidencia el 1 de junio y el 22 de julio la imprenta de la UCA volvió a ser atacada con cuatro bombas.
Esos ataques y amenazas eran la enfermiza rutina de los jesuitas. A eso, a asumir los riesgos de su labor pastoral, les movía tanto su general, el padre Arrupe, como el Concilio Vaticano II y Medellín, que también marcaron la línea pastoral de monseñor Romero y de la comunidades eclesiales de base durante los años 70 y 80. 'Sería tan irracional que me matasen...', dijo Ellacuría en Barcelona aquel noviembre de 1989, pocos días antes de regresar a El Salvador y ser asesinado. El miércoles 6 había recibido en Barcelona el premio Alfonso Comín, concedido a él y a la UCA, por su lucha por la justicia en El Salvador.
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El sábado 11 de noviembre de 1989 la capital amaneció, como los años anteriores, cargada de rutina y casi ajena a la guerra. Pero durante los días previos la guerrilla había trasladado silenciosamente hombres y pertrechos desde el monte hacia los contornos de San Salvador. En la noche comenzaron a sonar en la periferia del Área Metropolitana detonaciones de todo tipo. La incursión guerrillera, bautizada con optimismo 'Ofensiva hasta el tope', tomó por sorpresa a las fuerzas del gobierno y en pocas horas los combates invadieron por primera vez los populosos barrios de la capital, incluso los más adinerados. Tal vez con la excepción de la toma de algunos cuarteles en ciudades pequeñas los años previos, esta sería la más osada operación militar de la guerrilla en toda la guerra civil. Y la que pondría en mayores aprietos a los militares y al gobierno.
Al saber lo que sucedía en El Salvador, Ellacuría decidió acortar su estancia en Barcelona y regresó el miércoles 13. Esa misma noche, un comando militar del Batallón Atlacatl realizó un cateo en la UCA. La justificación la dieron los mismos militares, según consta en el expediente judicial sobre el asesinato de los jesuitas: soldados destacados en las inmediaciones de la universidad dijeron haber sido 'amedrentados' (sic) por 'delincuentes/terroristas' que se encontraban dentro del campus. Al finalizar el cateo, los soldados informaron al Estado Mayor que no habían encontrado ni guerrilleros ni armas en el interior de la UCA. Entre esos soldados estaban seis de los que tres días después participarían en el asesinato de los sacerdotes jesuitas y de Elba y Celina: José Ricardo Espinoza Guerra, Gonzalo Guevara Cerritos, Antonio Ramiro Ávalos Vargas, Tomás Zarpate Castillo, Jorge Alberto Sierra y Mariano Amaya Grimaldi.
La noche del 15 de noviembre se produjo una reunión en la sede del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada, situado a menos de un kilómetro de la UCA. El jefe del Estado Mayor era el coronel René Emilio Ponce. En esa reunión, según el informe de la Comisión de la Verdad, Ponce dio la orden de asesinar a Ignacio Ellacuría. En una entrevista concedida a El Faro en 2011 el coronel Camilo Hernández, entonces segundo al mando en la Escuela Militar, narró que aquella misma noche el entonces director de la Escuela, el coronel Guillermo Alfredo Benavides, juntó a los oficiales a su cargo para anunciarlas las instrucciones que había recibido. Hernández asegura que él se negó a dar la orden de proceder con el asesinato del rector de la UCA, pero admite que él personalmente dio a los soldados del Batallón Atlacatl el rifle AK47 con que debían asesinar a Ellacuría. Recuerda que la instrucción era precisa: no debían quedar testigos. Y que cuando el coronel Benavides preguntó a sus oficiales si alguien estaba en desacuerdo con la misión todos guardaron silencio.
En la madrugada del 16 de noviembre, se ejecutó la misión. Soldados asesinaron a Ellacuría y otros cinco jesuitas, a la empleada doméstica de los sacerdotes y a la hija de esta.
Los jesuitas, Julia Elba Ramos y Celina Ramos fueron ocho de las 2,400 personas que, según un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, murieron durante la Ofensiva hasta el tope.
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Al siguiente día del crimen, el viernes 17 de noviembre, el presidente Alfredo Cristiani condenó la masacre. También lo hizo, de manera 'enérgica y terminante', la Fuerza Armada.
El gobierno de Cristiani dijo, por medio de un comunicado, que el atentado golpeaba la incipiente democracia salvadoreña: 'Con este múltiple crimen se pretende desestabilizar el proceso democrático en El Salvador', escribió, y ordenó a la gubernamental Comisión Investigadora de Hechos Delictivos (CIHD) buscar a los responsables de las muertes.
La CIHD era una dependencia del Ministerio de Justicia nacida en 1985 como una unidad de investigación. Su creación era parte del programa de la reforma judicial que impulsaba Estados Unidos en El Salvador y su función era investigar crímenes que involucraran a la Fuerza Armada, entre ellos las denuncias de violaciones a los derechos humanos cometidas por militares. Su director ejecutivo, sin embargo, era otro militar, el coronel Manuel Antonio Rivas Mejía. A través de la CIDH, era en realidad la misma Fuerza Armada la responsable de investigar torturas, desapariciones o grandes masacres como la de Las Aradas o las de El Mozote.
Aun así, Cristiani encargó la investigación del caso Jesuitas a Antonio Rivas Mejía. Y le pidió apresurarse. Ya se rumoreaba que el gobierno de Estados Unidos no daría más dinero a la Fuerza Armada si no se encontraba a los culpables del crimen. Lo afirma un cable diplomático de la Embajada de Estados Unidos en San Salvador fechado en noviembre de 1989.
Entre 1980 y 1990 el gobierno de Estados Unidos dio alrededor de 4 mil millones de dólares al gobierno de El Salvador en concepto de ayuda militar. En 1993, en su informe sobre las graves violaciones a derechos humanos ocurridas durante la guerra civil salvadoreña, la Comisión de la Verdad concluyó que el coronel Rivas no solo había encubierto a los responsables del asesinato de los jesuitas, sino que también había recomendado al director de la Escuela Militar, el coronel Benavides, tomar medidas para destruir pruebas incriminatorias.
Cuatro días después de los asesinatos, el 20 de noviembre de 1989, Henry Campos regresó a su oficina en la Fiscalía de Derechos Humanos después de una semana sin acudir a trabajar. Como a muchos habitantes del Área Metropolitana de San Salvador, los intensos combates lo habían acorralado en su casa y lo habían mantenido incomunicado y sin energía eléctrica, por lo que no estaba completamente informado sobre los efectos de la ofensiva. Ese mismo día le asignaron la investigación de la masacre de la UCA. Sidney Blanco se uniría al caso unos días después.
La Fiscalía General de la República había creado solo unos meses antes su Unidad de Derechos Humanos y el Fiscal General, Mauricio Eduardo Colorado, había convocado a fiscales de diversas partes del país para integrar la nueva unidad. Ni Campos ni Blanco sabían mucho sobre los jesuitas asesinados. Tampoco los conocían personalmente. 'Nosotros nunca habíamos hablado con (ninguno de) ellos (los jesuitas de la UCA) hasta que conocimos al padre Tojeira y le comentamos la situación que estábamos pasando en la Fiscalía', cuenta ahora Sidney Blanco.
La situación. Blanco se refiere a los obstáculos que, desde el primer momento, encontraron para hacer su trabajo. En la sede de la CIHD, ubicada en la colonia San Benito de San Salvador, y desde donde el coronel Rivas dirigía los primeros pasos de la investigación, no les recibieron precisamente con los brazos abiertos.
—Llegamos, hablamos, (dijimos) que queríamos ver el expediente (de la investigación), pero no se nos dio acceso. Nos decían que todavía tenían los papeles 'regados' y que no lo habían armado; que en ese momento no lo podían prestar —resiente Henry Campos.
Sin acceso a la información ya recabada, los fiscales tuvieron que recurrir a la ayuda de asesores estadounidenses que trabajaban en la CIHD para dar inicio a su investigación fiscal. La intervención de esos asesores permitió a los acusadores acceder a las primeras páginas del expediente. Solo a las primeras. Esos folios, pese a la 'enérgica' condena pública que la Fuerza Armada había hecho del crimen solo unos días antes, ya apuntaban a los militares como responsables de las muertes y contenían declaraciones extrajudiciales rendidas ante la CIHD por soldados sospechosos de participar en la operación. También incluían algunos reportes de actividades en el Estado Mayor Conjunto y en la Escuela Militar la noche del 15 de noviembre.
—El coronel Rivas siempre mantuvo cerrada la investigación. —dice Campos.— No quiso ni siquiera dar conocimiento de ella a los fiscales del caso.
Lo más desconcertante para Campos y Blanco fue, sin embargo, que los impedimentos no solo provenían de la CIHD, de la Fuerza Armada y de otros agentes externos a la Fiscalía, sino de la institución misma a la que ellos representaban. Particularmente desde su cabeza.
No era, la Fiscalía, una institución excesivamente fuerte. En diciembre de 1988 la Asamblea Legislativa había destituido como Fiscal General a Roberto Girón Flores y nombrado en su lugar a Roberto García Alvarado. Este murió asesinado en un atentado de la guerrilla el 19 de abril de 1989 y desde entonces ocupaba el cargo Mauricio Eduardo Colorado. A Colorado, por debilidad y por interés propio en conservar el cargo y la vida, la investigación del asesinato de los Jesuitas le debió parecer una pesadilla de la que quería despertar lo antes posible.
—Miren, dejen que ese juicio camine por inercia. Que el juez tramite. No se metan en eso. Los van a matar. No son pollos los que están acusando. Son coroneles. —recuerda Sidney Blanco que les dijo en una reunión el fiscal general al ver el entusiasmo y el joven idealismo con el que ambos abogados estaban trabajando el caso.
Ese idealismo los había empecinado en una misión que cada día se fue volviendo más complicada: querían alcanzar a los 'intocables', a los de arriba, a los que adivinaban como autores intelectuales del crimen. Aun con el proceso judicial en marcha, los dos fiscales se obsesionaron con la búsqueda de pruebas contra aquellos que no habían sido llevados ante el tribunal pero que, probablemente, eran más responsables que los militares que ya estaban siendo procesados. 'Pasábamos tardes enteras platicando sobre lo que teníamos en nuestras manos...', recuerda Sidney Blanco.
Colorado había sido alumno del colegio Externado San José, dirigido por jesuitas, pero Blanco y Campos concuerdan en que el Fiscal General mostraba abiertamente su simpatía por los militares.
A eso atribuyen que la Fiscalía estuviera casi ausente de la investigación durante los primeros meses después del asesinato.
Las advertencias por parte del fiscal se volvieron cada vez más frecuentes y los fiscales asignados al caso percibieron cómo el temor se apoderaba de ellos poco a poco. De ellos y de la investigación.
25 años después, entrevistado por El Faro, Colorado acepta haber tratado de frenar el trabajo de sus propios fiscales. Y defiende por qué, en lugar de empujar a Blanco y Campos a tratar de descubrir la verdad última, les pedía que se abstuvieran de ampliar sus pesquisas. 'Es que se miraban señales que podían ser peligrosas', dice. Temía, asegura, por la vida de los fiscales asignados al caso.
—Yo les dije a ellos que cada cosa que pasara, que me informaran. Yo les decía que tuvieran cuidado. Que tuvieran prudencia. Sea la guerrilla o sea el ejército quienes hayan asesinado a los jesuitas, no se pongan en riesgo, les decía —recuerda el exfiscal desde su despacho jurídico en la colonia San Mateo, en San Salvador.
De las paredes de su oficina cuelga una vitrina de cristal que contiene una pistola antigua y una granada-encendedor. 'Son de adorno. No soy un hombre violento', asegura. También exhibe varias medallas de reconocimiento similares las que suelen entregar los militares y el título de ingeniero industrial de su hijo, extendido por la UCA.
En enero de 2007, Colorado publicó un libro llamado 'La Fiscalía bajo ataque', en el que relata sus días como Fiscal General. En el segundo capítulo del libro, Colorado afirma que desde que asumió el cargo se marcó como prioridad reunirse con el arzobispo de San Salvador, monseñor Arturo Rivera y Damas.
escribe el exfiscal en su libro. Aún no habían matado a los jesuitas. En otro capítulo, Colorado rinde tributo a los militares: 'Vaya, pues, en esta oportunidad mi reconocimiento a todos los hombres de uniforme, por esa labor que cotidianamente desarrollan con tanto orgullo, y a los soldados del ejército por arriesgar su vida en nombre de la patria'.
Estas palabras a los 'hombres de uniforme' no eran simple retórica. Sidney Blanco recuerda haber visto a Mauricio Colorado en más de una ocasión en las oficinas de la Fiscalía usando uniforme militar y acompañado de una ametralladora. Colorado recalca hoy que aquellos eran tiempos difíciles y peligrosos para ejercer la labor fiscal. Cuando se le pregunta, 25 años después del crimen, por qué entorpeció la investigación del caso jesuitas, el exfiscal alega que lo único que hacía era defender 'el Estado de derecho', 'el statu quo' del cual él y la Fuerza Armada formaban parte. El hombre que constitucionalmente debía investigar y perseguir el delito piensa aún hoy que dirigir una institución del Estado lo forzaba a confiar en los militares, a pesar de que todas las pruebas apuntaran a ellos como los autores del múltiple asesinato en la UCA. 'Me chocaba que los jerarcas de la Iglesia de entonces intervinieran en política a favor de la subversión',
—¿Sentía usted simpatía por los militares, como aseguran Henry Campos y Sidney Blanco? ¿Por esta razón usted entorpecía la investigación?
—No era simpatía por la Fuerza Armada. Yo estaba en el lado del gobierno. El fiscal es nombrado por el gobierno. Los funcionarios, el ejército, eran parte del gobierno y el agresor de las normas era la guerrilla —dice Colorado—. Yo, de alguna forma, defendía lo que me ordenaba la Constitución: el estado de derecho. Y en este caso los militares defendían el estado de derecho. Los ilegales eran los otros (la guerrilla). Y quienes defendían el estado de derecho eran los jueces, los militares, todos. El statu quo, pues. Y yo pertenecía a él.
El 18 de noviembre de 1989, dos días después del asesinato de los jesuitas, Colorado escribió una carta a Juan Pablo II. Según él, se sentía con el deber de notificar al papa su preocupación por la vida del arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, y de su auxiliar Gregorio Rosa Chávez. Si ya habían matado a seis jesuitas no era imposible que pudiesen asesinar a otros dos religiosos. En esa misma carta, el entonces Fiscal General prometió al papa esclarecer el asesinato de los jesuitas. 'No descansaré ni desmayaré en la investigación de los oprobiosos hechos criminales que segaron la vida de los seis sacerdotes jesuitas y sus dos empleadas, hasta conseguir que se haga justicia y se castigue a los asesinos...', escribió. La carta, de acuerdo con el libro de Colorado, nunca llegó más allá de la nunciatura apostólica en San Salvador, pero sí se filtró a los medios de comunicación.
Pese a la promesa al papa, las condiciones para la investigación nunca mejoraron. En una ocasión los fiscales se acercaron a Colorado y le pidieron que exigiera a la embajada de Estados Unidos que ante cualquier 'problema' que surgiera a partir de la investigación, ellos pudieran obtener la residencia. Temían por su seguridad. La embajada les negó la petición.
Aproximadamente un mes después de que Blanco y Campos fueran asignados a la investigación, una organización llamada 'Mano Blanca' dejó en las afueras de la Fiscalía unos panfletos que rezaban: 'todas las autoridades civiles que toquen o investiguen el caso jesuitas serán asesinadas'. Eso terminó de minar el ánimo de los fiscales y en los días siguientes algunos miembros del equipo se retiraron de la investigación. En ese clima terminó el año. 'La actuación de la Fiscalía fue parca y pasiva', describe Sidney Blanco.
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El 13 de enero de 1990 la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos presentó a los primeros acusados por los asesinatos. Al gobierno se le había desplomado, en solo mes y medio, la versión pública de que la guerrilla había asesinado a los jesuitas. Nueve militares, entre los cuales figuraban tenientes, subtenientes y hasta un coronel, eran señalados por un organismo del mismo Ejecutivo como los hechores de la masacre.
—Durante la fase administrativa del proceso, solo la Comisión llevó la investigación de manera secreta y oscura en colaboración con la Fuerza Armada —cuenta Sidney Blanco—. La Fiscalía solo entró con protagonismo cuando presentaron a los capturados, porque la CIHD había prácticamente monopolizado la investigación en su primera etapa.
Esto cambió a partir de la presentación de los capturados. Los fiscales pudieron revisar por fin toda la documentación recogida por la Comisión y confirmaron que, aunque solo se había llevado a juicio a nueve hombres, los indicios apuntaban a que en el crimen podían estar involucrados no solo soldados o militares de bajo rango, sino también oficiales del Alto Mando de la Fuerza Armada. Campos y Blanco se fijaron como objetivo investigar y tratar de comprobar esta posibilidad, a pesar de la poca disposición de sus jefes.
—Las circunstancias en las que se dieron los hechos nos llevaron a esa hipótesis —dice Henry Campos—. Previamente a los asesinatos hubo un registro de la zona alrededor de la UCA y el registro no pudo estar al margen del Estado Mayor. La Fuerza Armada estaba sufriendo uno de los peores ataques de toda la guerra civil y obviamente el Alto Mando está pendiente de cada milímetro del terreno donde están los anillos periféricos de las zonas neurálgicas del poder militar. Todo lo que pasa ahí fue probablemente reportado a la cúpula máxima de la Fuerza Armada y al Estado Mayor. Entonces la conclusión era que ningún militar de alto rango podía ignorar lo que su inferior hacía, a menos que se hubiera roto la cadena de mando o que hubiera ocurrido un desastre de alta envergadura.
En abril de 1990 Mauricio Eduardo Colorado terminó su corto mandato como Fiscal General. Henry Campos y Sidney Blanco albergaron esperanzas de que con un nuevo fiscal cambiara la disposición de la Fiscalía a investigar y acusar, sin temor o presión alguna, a todos los autores de la masacre de la UCA. El designado, el abogado Roberto Mendoza Jerez, era además un viejo conocido del joven Sidney Blanco: había sido su profesor de Teoría del Estado en su época de estudiante en la Universidad Alberto Masferrer.
Nada más tomar posesión del cargo, Mendoza Jerez se reunió con sus fiscales. En esta primera reunión, tanto Campos como Blanco le cuestionaron sobre las directrices que iba a dar en el caso jesuitas. Ambos fiscales recuerdan que su jefe les dijo que la investigación iba a llevarse 'como en el período anterior'. Pensaron en las instrucciones y advertencias que por meses les había dado Colorado.
La investigación prosiguió con ritmo incierto hasta que, a mediados de 1990, Henry Campos y Sidney Blanco, en declaraciones a la prensa, acusaron al Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada de estar implicado en el asesinato de los jesuitas. Los fiscales explicaron que basaban su convicción en el nivel de control que los diferentes cuerpos que conformaban la Fuerza Armada tenían de la zona cercana a la UCA la noche del crimen. Recordaron que el cerco perimetral de la universidad estaba conformado por miembros del batallón Atlacatl. Los demás batallones y los cuerpos de seguridad pública custodiaban la torre Democracia y los alrededores de la colonia Arce, ubicada frente a la UCA en el bulevar de Los Próceres.
Al día siguiente de brindar estas declaraciones, Campos y Blanco acudieron al despacho de Mendoza Jerez, donde tenían programada una reunión. Una vez allí, pero antes de que esta iniciara, la asistente de Mendoza Jerez se acercó al Fiscal General y le dijo, enfrente de ellos:
—Fiscal, le llama el coronel Ponce.
Mendoza Jerez se dirigió al teléfono de su escritorio y atendió la llamada. Lo que escucharon Blanco y Campos volvió a desconcertarlos. Ambos recuerdan muy claramente las palabras del Fiscal General:
—Sí, mi coronel. Perdone, mi coronel, esas declaraciones fueron de ellos. No son declaraciones de la oficina del Fiscal. Yo voy a hablar con ellos. No va a volver a ocurrir.
La llamada terminó y un Mendoza Jerez molesto se dirigió hacia sus subalternos para decirles lo obvio: que le acababa de llamar el jefe del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada.
—Era el coronel Ponce, que está molesto por las declaraciones que dieron ayer.
René Emilio Ponce se había graduado en la numerosa promoción del año 1966 de la Escuela Militar conocida, por su tamaño mayor de lo habitual, como 'La Tandona'. Había sido nombrado jefe del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada en 1988 y lo sería hasta septiembre de 1990, cuando fue nombrado ministro de Defensa por el presidente Cristiani. De acuerdo con el informe de la Comisión de la Verdad él había ordenado el asesinato de Ellacuría, pero nunca fue procesado judicialmente y ni acusado en El Salvador por el crimen.
En sus últimos años de vida, ya en retiro de la carrera militar, Ponce mantuvo un perfil relativamente discreto salvo por un par de apariciones públicas para responder a quienes pretendían revivir el caso jesuitas, y su decisión de impulsar la creación de una asociación de militares veteranos de la guerra civil (ASVEM), que se opone a que se investigue las graves violaciones a derechos humanos ocurridas durante la guerra y contra la posibilidad de inhabilitar la Ley de Amnistía de 1993. A finales de mayo de 2011 la Audiencia Nacional de España pidió la captura de Ponce y otros 19 militares por el asesinato de los sacerdotes jesuitas, su cocinera y la hija de esta, pero Ponce había fallecido semanas antes, el día 2 de ese mismo mes.
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A mediados de 1990, como parte del proceso contra los nueve militares acusados de la masacre de la UCA, al juzgado Cuarto de lo Penal de San Salvador, ubicado en el Centro Judicial Isidro Menéndez, donde se depuraba el caso, llegó a rendir su declaración como testigo el coronel Alberto Rivas Mejía, director ejecutivo de la CIHD. Los fiscales del caso no fueron notificados de que se iba a realizar este interrogatorio y por tanto no pudieron participar en él.
Terminaron por acostumbrarse a este tipo de irregularidades. El mismo Fiscal General les había prohibido presentar escritos directamente al juez Ricardo Zamora, que veía el asesinato de los jesuitas, y cuando había alguna diligencia o interrogatorio Campos y Blanco eran enviados a trabajar en otros casos, incluso fuera de la capital, para impedir que asistieran. Los dos fiscales tampoco fueron notificados por su jefe cuando el 8 de septiembre de 1990 el juez Zamora llamó a declarar al presidente Alfredo Cristiani. Según las indagaciones de la CIHD, la noche del 15 de noviembre de 1989 el Alto Mando de la Fuerza Armada se había reunido con el presidente en las instalaciones del Estado Mayor Conjunto. Blanco y Campos nunca pudieron interrogarle sobre el contenido de esa reunión.
El día que el coronel Rivas Mejía fue llamado a declarar, Blanco y Campos recibieron un aviso y se apresuraron para poder llegar al juzgado a tiempo. Al llegar, un hombre asustado les bloqueó la entrada.
—¿Qué andan haciendo aquí?
—Venimos a oír la declaración del testigo —alegaron.
—N'ombre, no quiero que estén aquí. El fiscal (Mendoza Jerez) me ha pedido que esté aquí en la puerta para que no entren a esta declaración.
El hombre asustado que les bloqueó la entrada era Eduardo Pineda Valenzuela, jefe de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la República. El jefe inmediato de Campos y Blanco trataba personalmente, desesperado, de que sus fiscales no ingresaran al juzgado.
—No, no, por favor, no me pongan en esta situación. El fiscal dice que no quiere que estén aquí, en esta declaración.
Blanco recuerda que no les quedó más remedio que decirle a Pineda Valenzuela que iban a ingresar al juzgado y que ellos asumirían las consecuencias de su acción. Le pidieron que le dijera al Fiscal General que ellos habían desobedecido la orden. Al final, los fiscales pudieron ingresar a escuchar la declaración del coronel al frente de la CIHD.
—El coronel Rivas entró en un montón de contradicciones sobre los procedimientos de la investigación —rememora Henry Campos.
Para ese entonces el equipo de la Unidad de Derechos Humanos asignado al caso jesuitas, que había llegado a estar conformado por ocho fiscales, se había reducido a solo tres: Campos, Blanco y su jefe, Pineda Valenzuela. El resto se habían apartado debido a las amenazas y las constantes zancadillas a su labor.
A Pineda Valenzuela también el miedo le había ido carcomiendo el ánimo. Unos días después de la llamada del coronel Ponce a Mendoza Jerez, su temor se había acrecentado tanto que empezó a advertirles a Campos y a Blanco que la investigación les podía traer graves consecuencias personales.
—Miren, nos van a matar —les dijo—. Estamos jugando con fuego. Para los militares es fácil desaparecernos. Ustedes están jóvenes. No tienen familia. Solo agarran la mochila y se van, pero yo estoy casado y tengo tres hijas. Mi madre vive conmigo. No puedo solo agarrar mis cosas e irme. Quiero que me entiendan eso, por favor. Yo quiero acompañarlos...
Las palabras de Pineda Valenzuela se revelarían, dos años y medio después, premonitorias.
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Para octubre de 1990 los problemas de los fiscales del caso solo habían aumentado. Carlos Mejía, un asesor jurídico de la embajada de los Estados Unidos en El Salvador que solía llegar a la Fiscalía para pedir reportes sobre el caso jesuitas, advirtió en una ocasión a Campos y Blanco sobre una posible amenaza: les dijo que tenía conocimiento de que el FMLN quería asesinarlos.
Si era cierto, significaba que los dos jóvenes fiscales debían temer de ahora en adelante un atentado proveniente desde cualquier lado. En medio de la desesperación, acudieron en busca de ayuda al arzobispado de San Salvador. Querían hacerle saber al arzobispo, monseñor Arturo Rivera y Damas, que sus vidas aparentemente corrían peligro por amenaza de la guerrilla. Necesitaban ayuda y apoyo institucional de la Iglesia. Al llegar al arzobispado, Rivera y Damas no se encontraba en su oficina, pero en su lugar los atendió monseñor Gregorio Rosa Chávez, arzobispo auxiliar de San Salvador.
Rosa Chávez les pidió que se tranquilizaran y se ofreció para comunicarse con la dirigencia del FMLN, que en ese momento se encontraba en México, para averiguar si la amenaza era cierta. Mientras llegaba una respuesta, les sugirió comunicarse con el provincial de la Compañía de Jesús en Centroamérica, el padre José María Tojeira. Los jesuitas, pensó, debían conocer la situación que estaban atravesando los fiscales.
Esa noche ni Campos ni Blanco durmieron en su casa, como medida de precaución. Al día siguiente volvieron a acercarse al arzobispado. La dirigencia del FMLN había respondido. En un telegrama, el mismo Schafik Hándal, dirigente del Partido Comunista y uno de los miembros de la comandancia general de la guerrilla, le aseguraba a Rosa Chávez que tras consultar con todas las bases del Frente podía asegurar que era mentira que alguien de la guerrilla planeara atentar contra los fiscales.
Pese al relativo alivio, los fiscales decidieron en ese mismo momento que la investigación no podía continuar en esas condiciones de inseguridad e inestabilidad. Se dieron cuenta de que no tenían ninguna garantía de protección contra un posible atentado. Estaban solos. Unas semanas después, ya en noviembre, presentaron al Fiscal General su renuncia formal. En su carta de renuncia le recriminaban su poco interés en investigar la masacre. Mendoza Jerez intentó disuadirlos, aunque su interés no era salvar la investigación.
—Miren, es grave lo que ustedes quieren hacer. Yo les pido, no como jefe sino como amigo, que no se vayan de la Fiscalía. Si ustedes se retiran va a ser un escándalo y hasta corre peligro mi puesto. Estoy pasando una situación familiar muy crítica y les pido que me comprendan —les suplicó Mendoza Jerez.
En esa misma plática les dijo que tal vez su renuncia estaba motivada por el cansancio y les sugirió tomarse unos días de vacaciones. Prometió que a su regreso las cosas cambiarían y que se propiciaría un ambiente idóneo y seguro para seguir desarrollando la investigación. Con esa promesa en mente, Blanco y Campos contuvieron su decisión de renunciar.
A las pocas semanas corrió el rumor de que los fiscales habían sido despedidos. El murmullo se hizo más fuerte cuando The New York Times publicó la sospecha. Al ver la nota, el embajador de Estados Unidos, William Walker, solicitó a Mendoza Jerez que aclarase la situación. El Fiscal General le dijo que nadie había sido despedido de la Fiscalía, que Henry Campos y Sidney Blanco solo estaban de vacaciones. Que habían solicitado unos días libres para poder estudiar para su examen de notariado y estarían de regreso en su trabajo los primeros días de enero.
Walker no le dio demasiado crédito, aunque sí creía que era falso el rumor de que los fiscales hubiesen sido despedidos. De todos modos, le escribió a James Baker, secretario de Estado, que a nadie le parecería extraño que los fiscales del caso jesuitas renunciaran y que las constantes quejas de estos por los obstáculos a su trabajo eran justificadas.
La promesa de Mendoza Jerez nunca se hizo realidad. Las limitantes al trabajo fiscal de Campos y Blanco nunca desaparecieron.
El 9 de enero de 1991, Henry Campos y Sidney Blanco hicieron pública su renuncia en una conferencia de prensa que periodistas internacionales habían ayudado a organizar en el hotel Camino Real. Los motivos que expresaron fueron los de su carta de noviembre: la poca voluntad del Fiscal General para apoyar su investigación. 'Creímos desde un inicio que en la investigación del caso de los jesuitas habría una colaboración mutua de las instituciones del Estado para esclarecer el hecho y por ello vimos importante trabajar en la Fiscalía y colaborar en la administración de justicia, específicamente en este caso, pero nos damos cuenta de que no es así, los titulares se han conformado con una tesis', denunciaron Campos y Blanco en la rueda de prensa.
En un alarde de cinismo, Mendoza Jerez sostuvo en los días siguientes que la renuncia obedecía a los deseos de superarse de los dos jóvenes abogados, que necesitaban aprobar su examen de notariado: 'ellos actuaron con libre albedrío y es falso que estuvieran presionados o hayan tenido alguna amenaza', declaró a la prensa unas horas después de que se diera a conocer la renuncia de los fiscales. El entonces arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, denunció la mentira y el mismo día de la renuncia de los fiscales dijo a la prensa que Sidney Blanco y Henry Campos 'querían cumplir, como debe hacerlo toda la Fiscalía, de (sic) velar porque se haga justicia'. 'Aunque el Fiscal salió diciendo que no había presiones, a nosotros, la Iglesia, sí nos consta que las hay', sentenció el arzobispo.
Tras la renuncia de Campos y Blanco, José María Tojeira les propuso convertirse en acusadores particulares en nombre de las víctimas. Aceptaron, atraídos por la posibilidad de proseguir con la investigación, pero ya era demasiado tarde. En diciembre de 1990 el juez Ricardo Zamora había anunciado que el proceso judicial iba a llevarse ya a la etapa de vista pública y cuando los dos exfiscales asumieron su nuevo puesto como acusadores particulares en mayo de 1991 el tiempo para seguir recabando pruebas y seguir interrogando a testigos y peritos se había consumido.
El 29 de septiembre de 1991 el coronel Guillermo Benavides y el teniente Yushy Mendoza Vallecillos fueron condenados por el asesinato de Ignacio Ellacuría y de Celina Ramos, respectivamente. Los otros siete militares que también estaban siendo procesados por su participación en la masacre de la UCA fueron absueltos y puestos en libertad a pesar de que en sus declaraciones extrajudiciales habían confesado su participación. Lo único de la sentencia que consolaba, al menos, a la Compañía de Jesús, era que por primera vez en El Salvador se condenaba a un militar de alto rango por su participación en un crimen.
Tres meses más tarde, la medianoche del 31 de diciembre, la guerrilla del FMLN y el gobierno de Alfredo Cristiani anunciaron que, con los auspicios del secretario general de Naciones Unidas, iban a firmar la paz. Los Acuerdos de Chapultepec se firmaron el 16 de enero de 1992. Terminaban doce años de guerra y se abría en El Salvador una nueva etapa política e institucional. Entre muchas otras señales de cambio, se creó la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.
El exjefe inmediato de Campos y Blanco, Eduardo Pineda Valenzuela, se incorporó a la nueva institución. En julio de ese año, aquel abogado que había exhortado a sus fiscales a ser precavidos por temor a morir asesinado, fue víctima de un atentado que lo dejó gravemente herido. En esos mismos días, el coronel Ponce y otros militares preparaban ante la Fiscalía una acusación por difamación contra Pineda Valenzuela, que desde la recién creada Procuraduría había decidido insistir en los señalamientos públicos de que el Alto Mando de la Fuerza Armada era responsable de graves violaciones a los derechos humanos durante la guerra.
Pineda Valenzuela murió a causa de sus lesiones en marzo de 1993. Ese mismo mes terminó la condena de los dos únicos militares condenados por su participación en el asesinato de Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y López, Elba Ramos y Celina Ramos: el día 20 de marzo la Asamblea Legislativa de El Salvador emitió la Ley General de Amnistía para la Consolidación de la Paz, que perdonó todos los crímenes de guerra, incluidos los de lesa humanidad. La justicia salvadoreña ponía punto y final al caso jesuitas. Habían pasado tres años y cuatro meses desde el crimen.