El 10 de junio de 2009 por la tarde, Mónica Hernández llegó a las oficinas del Instituto de Medicina Legal en Ciudad Merliot, Santa Tecla, a preguntar por el cadáver de una mujer trans que, se rumoraba, había sido asesinada en la finca El Espino. Mónica, de 36 años, transgénero desde la adolescencia, llevaba años haciendo activismo, denunciando violencia, acompañando a víctimas, recorriendo despachos y hablando en público, para la Asociación Arcoiris, que vela por los derechos de las mujeres trans. Ya en la morgue, después de mirar una y otra vez el cuerpo deforme encima de la mesa de metal, descubrió que el cadáver era el de su mejor amiga.
Mónica es una sobreviviente. Así se autodefine: “Una sobreviviente”. Trigueña, con el cabello negro y lentes de contacto verdiazules, pronuncia las palabras con un tono de voz que evoca autoridad. En junio de 2011 ganó fama como activista cuando habló ante la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) durante la 41ª Asamblea General de la organización en Washington. Era la primera vez en la historia que una persona transgénero hablaba ante la OEA. “Actos de violencia, violaciones de los derechos humanos y discriminación contra nosotros por nuestra orientación sexual e identidad de género son las realidades de nuestra vida diaria”, dijo en su discurso Mónica, que sabía de lo que hablaba. En 2009 había enterrado a dos de sus amigas más cercanas. Asegura que la mayoría de las fundadoras de organizaciones de defensa de la comunidad LGBTI han muerto a causa del VIH, o asesinadas, o se han ido del país porque han sido amenazadas de muerte. Por eso Mónica dice que es una sobreviviente.
“A mi amiga Natasha le dijeron: ‘Hey, mirá, mataron a un maricón’”, recuerda Mónica, “Y nos contó a Paty y mí”. Ya en la morgue, un forense mostró a Mónica y a Paty un cadáver dispuesto sobre una mesa de metal. “Este es el travesti que encontramos en la finca El Espino”, les dijo. Y agarró el cuerpo como si fuera el de un maniquí, del pelo, y le dio vuelta. “Lo volteó como cuando los bulteros agarran un saco de papas”, se queja Mónica todavía hoy, seis años después. “¡No la agarre así, pobrecita!”, le dijeron. “Ya está muerta. No siente”, contestó el forense.
Mónica se encontró el rostro de una mujer golpeada brutalmente. Su cabeza estaba hinchada. Estaba tan deforme que no logró reconocerla al principio. Eso le sorprendió. Mónica había participado en la segunda mitad de los noventa en la fundación de la primera organización de defensa de mujeres transgénero en El Salvador, 'En el nombre de la Rosa', hoy reconvertida en ASPIDH Arcoíris, una de las organizaciones más beligerantes del país en materia de diversidad sexual, y llevaba 14 años tratando con la comunidad trans. Creía conocer a todas.
Fue Paty quien reveló el misterio.
—¡Es la Katherine!
—¡No! ¿Cómo va a ser ella? –respondió, en estado de negación, Mónica.
Katherine era su mejor amiga, su casi hermana. Se conocían desde los años noventa. Ambas habían decidio casi al mismo tiempo hacer su transición de hombre a mujer. Mónica, rechazada por su familia, había encontrado Katherine el apoyo que necesitaba. Sin familia ni trabajo, las dos se habían convertido en trabajadoras del sexo, al mismo tiempo. Se habían prostituído juntas por años en el cruce de la 49ª avenida Sur y la avenida Roosevelt de San Salvador.
Una década después, Katherine seguía ganándose la vida en esa misma esquina. La noche del 9 de junio de 2009 se había subido al coche de desconocidos junto a Tania, otra trans de 17 años. El vehículo era un Volkswagen amarillo, modelo New Beatle. No se las había vuelto a ver con vida.
La autopsia reveló que a Katherine no solo la asesinaron, sino que su verdugo, o sus verdugos, se esforzaron para desfigurarle el rostro. Tanto ella como Tania fueron violadas, torturadas y asesinadas. Sus cuerpos fueron arrojados en un montarrascal donde ahora se encuentra el bulevar Monseñor Romero, contigua al Parque Bicentenario, un semibosque al que las familias capitalinas acuden a trotar, a pasear a sus perros, a respirar un poco de aire menos contaminado. “En el dictamen forense los médicos decían que ambas tenían traumas en la cabeza, en todo el cuerpo. Y que a una de ellas hasta le habían metido un bate o algo grueso atrás”, recuerda Mónica.
Según ASPIDH Arcoiris, Katherine y Tania son dos casos entre el más de medio millar de asesinatos de personas LGBTI (526 en total) registrados desde 1995 a la fecha. El cálculo de la organización no tiene aval oficial, pero se apoya en recortes de noticias de periódicos recolectados durante 20 años. En El Salvador, hasta 2016, la Fiscalía General de la República se niega a dar a las organizaciones de derechos humanos y a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) el número de homicidios cometidos contra miembros de la población LGBTI. La falta de estadística es apenas la punta del iceberg de un problema institucional en el que la sombra de la negligencia es casi una certeza. Para las organizaciones, lo grave es que ni la Fiscalía ni la Policía se interesan por investigar estos crímenes, rodeados a menudo, dicen, de pruebas suficientes para ser enmarcados dentro de la categoría de crímenes de odio.
En 2013 cinco organizaciones LGBTI, acompañadas por la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (Fespad), demandaron al Estado salvadoreño ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para pedir que los crímenes contra las mujeres trans sean desagregados de las estadísticas generales de asesinatos y para exigir el fin de la impunidad en esos casos. Para estas organizaciones, el asesinato de Katherine y Tania es un caso ejemplar. En su demanda reconstruyen los acontecimientos después de que el cuerpo de Katherine fue encontrado: denuncian y critican que en el levantamiento del cadáver ni la Policía ni la Fiscalía revisaron el área circundante. Siete días después, el 16 de junio de 2009, un hombre que caminaba entre los cafetales sintió mal olor. Era Tania. La encontraron a apenas 20 metros de distancia de donde había sido hallada Katherine. Estaba en estado de putrefacción.
Maybelline Rivas, compañera de Mónica en ASPIDH Arcoíris, no se lo explica: “Quizá a la compañera la fueron a tirar después, o los policías solo hicieron su investigación donde encontraron a Katherine”. Según Fespad y el resto de organizaciones, el día de la desaparición de Katherine y Tania, los amigos de la segunda le hablaron al teléfono celular y al otro lado de la línea contestó la voz de un desconocido: “Ella va a morir, es lo que se merece”. Cuando el cadáver de una adolescente fue encontrado en la finca El Espino, las autoridades no se hicieron las preguntas que las organizaciones quieren que se hagan: ¿Tania fue asesinada por los mismos verdugos de Katherine? ¿Fue secuestrada y asesinada después, o simplemente las autoridades no se dieron cuenta de que su cadáver también estaba ahí, a unos pasos del cuerpo de Katherine?
La Policía reconoce tener un problema
Cuando se le pregunta, la Policía Nacional Civil (PNC) de El Salvador tiene muy poco que decir sobre las investigaciones de asesinatos contra la población LGBTI, pero mucho que explicar sobre la discriminación y violaciones a los derechos humanos que la misma PNC comete contra esta comunidad.
El 27 de junio del año 2015, un hombre trans de 31 años de edad fue vapuleado por un grupo de agentes de la Delegación de Ciudad Delgado. El altercado tuvo como origen, según la versión oficial, en la denuncia de un conductor de autobús, que acusó a Álex Peña, el hombre transgénero, agente del Cuerpo de Agentes Metropolitanos de la Alcaldía de San Salvador, de haberlo amenazado de muerte por no detener el bus en una parada.
Al llegar al lugar, un agente de la PNC ordenó el alto a Peña y lo sometió con una llave aplicada al cuello. La novia de Álex Peña gritó al agente que lo soltara, que podía hacerle daño, que tomara en cuenta su condición de hombre trans (es decir, el de una mujer que por su identidad de género actúa y se viste como hombre). El agente respondió a la mujer con un golpe en la cara, a lo que Peña respondió con un empujón. El policía reaccionó en escalada y vapuleó en el suelo a Álex, sentándose en su estómago, asfixiándolo, golpeándolo. Luego, otros cinco policías se sumaron con patadas y puñetazos. La noticia de la paliza, sucedida el día de la marcha del orgullo gay, saltó a los medios de comunicación y mereció la condena pública del alcalde de San Salvador y de la secretaria presidencial de Inclusión Social.
Cinco meses después del incidente, el caso de Álex Peña logró llegar a juicio. Una anomalía en el sistema de justicia de un país que habitualmente no investiga los crímenes contra la comunidad LGBTI.
En el Plan Estratégico Institucional 2014-2019 de la PNC, la comunidad LGBTI aparece como un grupo en vulnerabilidad. Pero, en un país propenso a la homofobia, la aceptación oficial de que la comunidad está en riesgo no ha logrado que se sistematicen los casos de homicidio contra ella. Para el caso, el sistema de registro de la PNC solo incluye los campos “femenino” y “masculino” en el apartado de género.
Si una persona trans denuncia un crimen –o es acusada por un crimen–, su caso engrosará las filas del género que indique su documento de identidad. El único campo de registro en el que se menciona algo sobre la identidad de género o la orientación sexual de las víctimas o victimarios es el de la narración de los hechos, pero, al tratarse de un campo de texto, no permite desagregar los casos para generar estadísticas.
El hasta hace pocos días director de la PNC, Mauricio Ramírez Landaverde, recién nombrado ministro de Seguridad, acepta esta debilidad. “Los sistemas de información actuales no cuentan con indicadores que se refieran a la pertenencia de algún grupo de diversidad sexual de la víctima o del victimario”, admitió Ramírez el pasado 16 de enero, tras el acto conmemorativo de los Acuerdos de Paz.
La PNC es la institución más denunciada en El Salvador por violación a los derechos humanos. En 2015 acumuló el 64 % del total de las denuncias ante la PDDH. En ese universo, la población LGBTI es víctima recurrente del odio de la corporación. Un informe del Espacio de Mujeres Lesbianas Por la Diversidad (Esmules), basado en una encuesta a 413 policías (entre oficiales y agentes) realizada con apoyo de la PNC en 2014, denuncia que existe “una base fuerte para la presencia de actos de violencia por parte de agentes contra personas LGBTI”.
Un 72.6 % de los policías encuestados para el estudio consideraba que sentirse atraído por alguien del mismo sexo es una enfermedad mental; un 66.8 % afirmó que la ley “hace un aclara diferencia” entre los derechos de una persona LGBTI y una que no lo es; y un 80.1 % afirmó que, en un local público, el dueño tiene derecho a pedir a una persona que se retire debido a su orientación sexual. Un 56.5 % consideró que una persona LGBTI “nunca debería ser policía”.
A la vista de estas y otras respuestas, Esmules asignó a la Policía salvadoreña una nota de 54.2 —en una escala de 0 a 100 en la que 100 significa no discriminación— al promediar las actitudes hacia la comunidad LGBTI. La Policía asegura que ha empezado a poner atención a este tema.
Ante la pasividad de las autoridades, la tarea de registrar los ataques a población LGBTI en El Salvador ha recaído en las organizaciones de derechos humanos. En 2015, ASPIDH Arcoíris contabilizó 21 asesinatos de personas LGBTI, 15 de las víctimas eran mujeres trans. Desde 2011, la organización Comunicando y Capacitando Mujeres Trans (Comcavis) registra 90 crímenes contra la comunidad LGBTI, que van desde la exclusión en oportunidades de educación hasta amenazas, agresiones y asesinatos. Los registros de las organizaciones muestran que las mujeres son asesinadas, en general, muy jóvenes. Según el registro de ASPIDH ninguna de las mujeres trans asesinadas el año pasado había superado los 31 años. Según un estudio de la OEA, en el continente americano, donde una vida promedio supera los 70 años, la esperanza de vida de una mujer trans está entre los 30 a 35 años.
Una de las tareas que la PNC se propuso en el quinquenio 2015-2019 es elaborar una política sobre atención a la comunidad LGBTI. La tarea está a cargo de la Subdirección de Seguridad Pública, el área que elabora los planes especiales de la PNC, como los que se implementan en las vacaciones de Semana Santa o Navidad Segura. El jefe de la Subdirección de Seguridad Pública es el comisionado Mauricio Amaya, un oficial con las manos llenas: supervisa también la Policía de Turismo, la seguridad de las fronteras a través de la División de Control Migratorio, el Sistema de Emergencias 911, el sistema de videovigilancia, y el registro, regulación y supervisión de las empresas privadas de seguridad.
Amaya recibe a El Faro en una pequeña oficina del segundo piso del cuartel general de la PNC, el Castillo. Las ventanas del cuarto están cerradas para facilitar la proyección de documentos en una pantalla. A Amaya lo acompaña uno de sus asesores, un hombre bajito con cara de contador de nombre Misael Ponce. El asesor interrumpe a su jefe cada vez que siente que ha hablado de más durante la entrevista.
Por todo el trabajo que Amaya tiene entre manos, a Ponce le toca a veces suplirlo en eventos que requieren su asistencia. Por ejemplo, la mañana del 7 de diciembre de 2015 fue Ponce quien atendió durante tres horas la presentación de un informe sobre derechos humanos de las mujeres trans en El Salvador. Ponce escuchó al procurador de Derechos Humanos, David Morales, decir que no hay un solo caso de violencia contra la población LGBTI que haya sido investigado seriamente en el país. También escuchó que 70 de cada 100 mujeres trans encuestadas dijeron que la PNC es la institución del Estado que más las discrimina. Oyó una historia tras otra, hasta que ya no pudo más y pidió la palabra. Dijo, ante una audiencia más bien escéptica, que no era cierto que la Policía era indiferente a esta problemática y que su asistencia a ese evento lo probaba. Ese es su papel: poner la cara por su jefe y por la institución en un evento en el que ambas están siendo cuestionadas.
El asesor afirmó también que él estaba realizando en la actualidad un diagnóstico interno en la PNC sobre la relación con la comunidad LGBTI. Abrió una puerta que hasta ahora no se sabía que existía: la del interés policial por una comunidad que se siente discriminada y victimizada por los hombres y mujeres que usan el uniforme azul.
¿Por qué la Policía decidió examinarse a sí misma en 2015 respecto a su posición ante la comunidad LGBTI? Amaya prefiere explicar que se trata de cumplir con un indicador del plan estratégico llamado “Sistema de atención a personas con discapacidad y a grupos con vulnerabilidad”. No obstante, trabajar para ese indicador no parecía urgente hasta que, en junio del año pasado, policías de Ciudad Delgado vapulearon al agente del CAM y activista trans Aldo Alexander Peña.
“Debido a la situación que se generó después del problema que (se) tuvo con Aldo, ¿verdad?, se toma la decisión de parte del director (de la PNC) de elaborar una política de atención a este grupo de vulnerabilidad”, admite Amaya. Nunca antes, en sus 21 años de historia, la PNC había tenido una política de atención específica para la población LGBTI. Ahora apenas está empezando a reconocer que tiene un problema.
El 11 de septiembre de 2015, el director Ramírez Landaverde –ahora ministro– tuvo una reunión con algunas de las principales organizaciones LGBTI del país, entre ellas ASPIDH Arcoíris, Esmules y Entre Amigos. “Ellos sienten que hay mucha marginación y mucha homofobia por parte de la institución hacia la población LGBTI”, dice Amaya para resumir el contenido de aquella reunión en la que él también estuvo presente. Cuando se le pregunta si cree que las organizaciones tienen razón en sus reclamos, es decir, si la Policía es homofóbica, el responde: “Puede ser que en alguna medida tengan razón, por la forma como muchas veces se les ha atendido”.
El Faro también preguntó a Ramírez Landaverde si ha encontrado actitudes homofóbicas en su plantel. Su respuesta es muy parecida a la de Amaya: “Bueno, podría haberlas, pero la institución en general no tiene esa línea de actuación ni está dentro de sus políticas o su doctrina”.
La Policía sí tiene desde 2013 un manual autoformativo de diversidad sexual, elaborado por la Secretaría de Inclusión Social. El documento incluye conceptos básicos sobre qué significa ser miembro de la comunidad LGBTI, una sección de mitos y realidades (“los hombres gays son acosadores y/o agresores de niños y niñas”, dice uno de los mitos que el manual trata de erradicar) y recomendaciones de procedimientos género-sensibles y sobre diversidad sexual. Esta última sección incluye sugerencias como que los agentes sean proactivos en casos de violencia, amenaza u hostigamiento hacia la población LGBTI, o la adecuación de una celda específica cuando haya miembros de este colectivo privados de libertad.
Ponce se resiste a revelar los resultados completos o la ficha técnica del sondeo que realizó entre todos los estratos de sus efectivos en el área metropolitana: comisionados, subcomisionados, inspectores jefes, inspectores subinspectores, sargentos, cabos y agentes. El estudio debía estar concluido a finales de diciembre de 2015 pero a la fecha no se ha socializado. Lo que sí dice es que ningún policía se resistió a participar en el sondeo. En realidad no podían hacerlo. La única manera de excusarse de participar era tener una incapacidad médica. “El objetivo es ir quitando ya la estigmatización interna que tenemos (a la hora) de atender a la población LGBTI”, acepta Amaya.
El comisionado admite que sus hombres están prejuiciados y lo relaciona con la prevalencia de conceptos religiosos en la cultura salvadoreña. El autoexamen de la PNC ha encontrado que la población LGBTI no pide un trato preferencial, sino una actuación laica y la aplicación de la ley con respeto a los derechos humanos.
Los policías, lo admite la institución, tienen otras ideas. “Nuestros policías también manifiestan en los hallazgos que estamos teniendo que se les debe de tratar de acuerdo con su documento de identidad (hombre o mujer, en un país en el que los documentos oficiales no admiten el cambio de género)”, reconoce Ponce. “Ellos (la población LGBTI) dicen: 'No nos pueden tratar de acuerdo al DUI, deben tratarnos de acuerdo con nuestra identidad’”.
En una institución que tradicionalmente ha estigmatizado y ha sido incluso agresiva con la población LGBTI, un esfuerzo por sensibilizar sobre temas de género puede causar un shock. El Faro preguntó a Ponce y a Amaya por las reacciones que han tenido los policías con quienes han hecho este trabajo.
—La cultura salvadoreña tiene mucho de homofóbica –dice Amaya– ¿La gente con la que ustedes han trabajado no ha tenido reacciones así? O sea, que les digan, vamos a ser coloquiales: 'Ah, ¿ustedes también son culeros? ¿Por qué nos están diciendo estas cosas?”
Amaya y Ponce se vuelven a ver, cómplices, y se tiran una carcajada. Amaya se recompone.
—Ellos (las organizaciones) solicitaron un tercer taller con la población LGBTI perteneciente a la Policía Nacional Civil —prosigue—, porque ellos expresan que hay policías que son miembros de su población y eso, si nosotros decimos que no existe, estaríamos cayendo en una gran mentira. Dejar de ver que internamente puede haber compañeros y compañeras que pertenezcan a la población LGBTI sería poco profesional y no estar en la realidad. Desconocer eso sería ponernos una venda nosotros mismos. Pero consideramos nosotros que de alguna u otra manera podríamos nosotros, tal vez, no ser los más indicados para poder elaborar ese taller.
—¿Por qué?
—Porque lo que nosotros estamos generando es políticas de atención hacia la población LGBTI, y si en el diagnóstico sale la necesidad, ya va a ser decisión del director si se realiza o no una política de atención interna.
—¿Usted sinceramente piensa que si ustedes hicieran una convocatoria a un taller en el que llaman a los policías homosexuales y lesbianas, ellos llegarían? Por el mismo estigma que hay...
—Por eso mismo no se hace, ¿verdad?
Casos que no avanzan
Otra de las instituciones con información oficial sobre los casos de violencia contra la comunidad LGBTI es la Fiscalía General de la República, pero ésta ha negado a la PDDH acceso a los expedientes de diez casos emblemáticos de asesinatos contra mujeres trans; casos de activistas de derechos humanos como Francella Méndez, del Colectivo Alejandría, y Tania Vázquez, de Comcavis, asesinadas en 2015; o como el de Katherine y Tania, aquellas dos mujeres trans cuyos cuerpos fueron encontrados en 2009 en la finca El Espino.
En El Salvador, el 95 % de los casos de homicidio no son judicializados, según una investigación de La Prensa Gráfica. Sólo en 2015, El Salvador registró 6,657 homicidios, una cifra récord en el nuevo siglo que lo ha convertido en el país más violento del mundo con una tasa de 102.9 homicidios por cada 100,000 habitantes. En ese universo de crímenes, aquellos cometidos contra la comunidad LGBTI se diluyen, pero para la comunidad es alarmante que desde hace 20 años exista un promedio de dos homicidios por mes (si dan por ciertos sus registros) contra la comunidad LGBTI, y que ninguno haya sido esclarecido.
Desde su trinchera, las organizaciones han intentado, por más de 15 años, hacer la tarea que corresponde al Estado. Han recolectado sus propias estadísticas, han establecido patrones e identificado lo que ellos creen que podrían ser las causales. Pero no logran un consenso entre ellas a la hora de dar una cifra definitiva.
Entre Amigos LBGTI fue una de las primeras asociaciones que levantó una base de datos sobre el tema. En 1999 empezó a archivar noticias de los distintos periódicos sobre asesinatos que ellos identificaban como seriales, por el patrón de violencia contra las víctimas. Eran, pensaban, acciones similares a las cometidas por los escuadrones de la muerte durante la guerra. William Hernández, director de Entre Amigos, reconoce sin embargo que no sistematizaron la información de la mejor manera: “Empezamos a documentar sin guardar todos los requerimientos de custodia de algunos elementos. Algunos (datos) los entregaba la familia, otros los amigos, pero (los casos) nunca se judicializaron”, explica.
El Faro utilizó información recogida por las organizaciones para preguntar a la Fiscalía por 26 casos de asesinatos contra miembros de la comunidad LGBTI ocurridos entre 1998 y 2013. El criterio de selección fue la cantidad de información disponible de cada caso, para contar al menos con el nombre completo de la víctima, la fecha del crimen y el número de expediente en la Fiscalía en los casos en que éste estuviera disponible. La solicitud formal de información pública se presentó el 2 de diciembre de 2015. La Fiscalía notificó el 6 de enero de 2016 que denegaba el acceso a esa información.
La Fiscalía esgrime tres razones: La primera, considerar que el acceso a las diligencias de investigación es reservado a las personas que intervengan en los procesos judiciales. La segunda, proteger el derecho a la intimidad de las víctimas. “Revelar que un ciudadano identificado con el nombre proporcionado (sic), constituye invadir la esfera de intimidad de la persona y de su familia”, dice la resolución. En tercer lugar, la Fiscalía asegura que revelar la información compromete las estrategias y funciones estatales en procedimientos judiciales o administrativos, pese a que la solicitud incluye crímenes cometidos hace 17 años. La negativa de la Fiscalía a brindar información está actualmente en trámite de apelación.
En El Salvador, hasta el 3 de septiembre de 2015, no existía la tipificación de crimen por odio. En la plenaria de ese día, y con 75 votos, los diputados aprobaron reformas a los artículos 129 y 155 del Código Penal para establecer una pena de hasta 60 años a las personas que maten o amenacen a otra por razones étnicas, religiosas, políticas y por orientación sexual.
Antes de estas modificaciones, las organizaciones de defensa de los derechos de la comunidad LGBTI habían inferido el móvil del asesinato de muchos de los miembros del colectivo por patrones repetidos en la escena del crimen. Generalmente, explica Hernández, los homicidios contra miembros de la comunidad LGBTI son perpetuados con mucha violencia, casi idéntica a cuando se asesina a una mujer. “Generalmente, a las mujeres, a las mujeres trans, a los hombres gay, se les mata a golpes, son abusados sexualmente, mutilados y amarrados. Son características utilizadas en hombres en tiempos de la guerra”, dice. “Pero ahora los criminales se han especializado en asesinar de esa manera a las mujeres, a las mujeres trans y a los hombres gay”. O a hombres, añade Hernández, que por sus características se presume que eran “hombres de clóset”: hombres mayores de 40 años, profesionales, que vivían solos y que aparecen abandonados en sus casas, amarrados, asesinados a golpes y violados con objetos, no siempre sexualmente.
En teoría, el Estado salvadoreño ha ratificado los tratados internacionales más importantes en materia de derechos humanos. El artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos dice que “todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia”. El artículo 26 añade que todas las personas tienen derecho sin discriminación (por motivos de raza, color, sexo…) a igual protección de la ley. Según el Examen Periódico Universal de las Naciones Unidas, fechado el 18 de marzo de 2015, El Salvador acepta que debe desarrollar su legislación en cuanto a “garantizar el derecho de todas las personas a vivir y desarrollarse de acuerdo con la percepción subjetiva de la identidad de género, la adopción de una ley de identidad de género, adecuar la legislación para prohibir la discriminación basada en la orientación sexual y fortalecer las políticas de promoción y protección de las personas LGBTI”.
En un país con un sistema legal y de justicia funcional, este conjunto de tratados debería ser suficiente para asegurar la protección de las personas LGBTI. Pero en El Salvador de 2015, un juicio por la paliza que seis policías han infligido a un hombre trans ejemplifica que la justicia a veces funciona como un reloj que da la hora al revés.
En la mañana del 3 de diciembre de 2015, Aldo Alexander Peña está a siete horas de escuchar un veredicto que lo hace sudar y comerse las uñas. Ahora Álex ya no está tirado en una acera con las manos del agente alrededor de su cuello, asfixiándolo. Está sentado en el lateral derecho de la sala de audiencias. Luce nervioso. Hacia la izquierda, el hombre que se le sentó en la cintura para hacerle contrapeso y que trató de ahorcarlo viste una camiseta gastada por el uso, jeans y tenis. Él también se ve nervioso.
En El Salvador es excepcional que un miembro de la comunidad LGBTI logre llevar a juicio a sus victimarios. Particularmente porque la mayoría de las víctimas no sobreviven a los ataques y torturas a las que son sometidas, sus victimarios permanecen anónimos y nadie los persigue. Esta vez en la sala de audiencias hay un hombre que fue vapuleado por policías y un policía que dio una golpiza a un hombre trans, pero no se está rompiendo con la norma: el relato de la Fiscalía cruza los roles de acusador y acusado: “una persona que en ese momento vestía y lucía como hombre” había lesionado y amenazado a un conductor de un autobús, dice la Fiscalía. Por eso, prosigue el alegato de la acusación, fue que los agentes intentaron cumplir con su deber hasta que fueron atacados por un hombre trans.
En El Salvador, la víctima de una vapuleada termina en un juicio acusada de agresiones. Si lo declaran culpable de haber agredido a seis policías, Álex Peña (que quedó incapacitado durante 15 días, cuya detención tras el incidente la Policía negó durante horas, y al que inicialmente se negó atención médica en las bartolinas policiales) pagará 200 dólares a su victimarios.
Álex asiente con la cabeza cada vez que alguien se refiere a él como ella, como “la señora Alicia del Carmen Peña Orellana”, su nombre legal, el de su partida de nacimiento. Desde el principio el juez se justifica, al hacerlo, en que se ha de basar en lo que detalla el documento de identidad de Álex. Aldo Alexander Peña luce como un hombre, pero fiscal y defensor se atropellan con artículos masculinos y femeninos al hablar de él como sujeto. No es garantía de nada, pero si El Salvador contara con una Ley de Identidad de Género probablemente a Álex no le hubiera sido reiterado durante el juicio que nació mujer.
Para que el jurado tenga más argumentos a la hora de definir un veredicto, por la sala desfilan ocho testigos, entre estos los agentes policiales, que describen a Álex como un sujeto alto y fornido, capaz de doblegar la voluntad de seis policías. Entre esos policías que sirven de testigo a la Fiscalía hay dos que no deberían ser policías: Francisco Balmore Hernández Martínez ha sido detenido en dos ocasiones, una por perturbación a la tranquilidad pública y violación agravada, y otra, aunque tiene un beneficio de suspensión condicional del procedimiento, por robo agravado, resistencia, faltas de policía y lesiones, que vence en febrero 2020. Por su parte, Lourdes Josefina Pérez Martínez tiene en su expediente un homicidio doloso en 1997. Su testimonio, sin embargo, se considera válido.
En el juicio, la Policía y la Fiscalía, instituciones llamadas a investigar todos los crímenes del país, llamadas por las organizaciones LGBTI a prestar atención a los crímenes de odio, elucubraban justificaciones imposibles para explicar el incidente con Álex Peña. Uno de los agentes llega a decir que los golpes que dejaron incapacitado a Álex Peña por más de 15 días fueron propinados en realidad por unos pasajeros que bajaron de la unidad de transporte en apoyo al agente policial.
—La gente se bajó a auxiliar al agente —dice, bajo juramento, uno de los policías.
La Policía, la encargada de mantener el orden y de proteger a los ciudadanos, permitió según él que un grupo de pasajeros golpeara a su antojo a un hombre transgénero.
Al final del juicio, el Tribunal decreta que “la imputada” es inocente del delito de lesiones. Álex respira. Ahora espera que la Fiscalía haga algo con el otro juicio, el que sigue pendiente, el que se deriva de su acusación y su relato, en el que un hombre trans es la víctima y los policías los victimarios. Pero ese caso quizá nunca llegue a tribunales. En este país del revés, el mismo fiscal que acusó a Alex de agredir a los policías se jacta de haber sido el que le recomendó abrir un expediente en el que él es la víctima. “(Álex) debería de agradecerme, porque yo fui quien le dijo que fuera a mover su caso a la Fiscalía”, presume el fiscal Luis Alonso Sánchez Alemán.