“Nos consta que la Fiscalía no impulsa investigaciones serias y efectivas en casos de violaciones a los derechos humanos atribuidas a la Policía o a la Fuerza Armada”. La frase es del procurador de Derechos Humanos, David Morales. La pronunció en el marco de una entrevista concedida para evaluar las respuestas del Estado a la masacre de San Blas, cometida por policías de la unidad élite Grupo de Reacción Policial (GRP).
No solo el procurador Morales desconfía. Consultados por El Faro, abogados de oenegés como Fespad y el Idhuca, el exdirector del Instituto de Medicina Legal y hasta un senador de Estados Unidos creen que el Estado salvadoreño está permitiendo y encubriendo la violación de derechos humanos –incluidas ejecuciones extrajudiciales– en el marco de la ‘guerra’ que hace un año desató contra las pandillas.
Este viernes 22 de enero se cumplen seis meses cabales desde que en la Sala Negra de El Faro se publicó ‘La Policía masacró en la finca San Blas’, una reconstrucción pormenorizada de aquel operativo policial antipandillas que el 26 de marzo de 2015 se saldó con la muerte de ocho personas. Respaldada en testimonios de testigos presenciales, documentos oficiales, autopsias y voces de expertos, la investigación periodística desmontó la versión oficial sobre lo sucedido aquella madrugada, que sostiene que todos eran pandilleros y que fueron abatidos en un intercambio de disparos iniciado por los mareros.
La investigación demostró, entre otros hallazgos, que los agentes de GRP abrieron fuego primero, con sólidos indicios para pensar que sus armas fueron las únicas que se dispararon; demostró que al menos dos de la víctimas murieron arrodilladas, con disparos en la cabeza; demostró que tras la matanza se alteró la escena en la que sucedieron los hechos; demostró que colocaron armas junto a las manos de víctimas, para simular que las habían utilizado contra los policías; y demostró que uno de los jóvenes era un trabajador de la finca, el contador, que ni siquiera era pandillero [puede leer la investigación completa si pulsa aquí].
Este reportaje, sin embargo, no es para redundar sobre lo ya publicado, sino para abordar lo ocurrido en el medio año transcurrido desde que la investigación se publicó. Aunque sería más preciso decir ‘sobre lo no ocurrido’.
En masacres protagonizadas por policías o soldados, dice el procurador Morales, hay “un patrón de pasividad muy grande, tanto en la Fiscalía General de la República como en las unidades de control interno de la PNC y la Fuerza Armada”.
Sobre la masacre de San Blas, y en sintonía con lo sucedido seis meses atrás, Fiscalía y PNC declinaron responder las preguntas de El Faro. Se contactó por teléfono al único fiscal asignado al caso (Jaime Rivera), pero rechazó hablar. En la institución policial, se gestionaron entrevistas formales vía Comunicaciones, y también mediante petición directa a un comisionado, pero también rechazaron hablar.
No obstante, El Faro logró platicar bajo condición de anonimato con un fiscal que, por su cargo, tiene acceso a información confidencial. “Sobre ese caso no se ha investigado nada, ni siquiera entrevistas a los testigos, que es lo más básico, mucho menos se ha entrevistado a los policías, o analizado las armas; nada. Es un expediente delgado, no se le ha agregado nada”, dijo. “Y hay muchos casos parecidos a este que están engavetados”, remachó.
La pasividad extrema de la Fiscalía cuesta explicarla ante un caso aireado en la prensa, que acumula más de 90,000 visitas en la web de El Faro y que, por la gravedad de los hallazgos, ha sido retomada por periodistas de distintos países, incluidos The New Yorker y The Nation, medios de referencia en Estados Unidos.
Hablan Fespad, Idhuca y un senador de EEUU.
Para algunas de las organizaciones salvadoreñas con mayor tradición en la defensa de los derechos humanos la situación resulta más que sospechosa. Bertha María Deleón, abogada que trabaja para la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (Fespad), cree que la Fiscalía tendría que haber investigado la masacre de oficio, antes incluso de la publicación de El Faro, y “lo primero que tenían que haber hecho era entrevistar a la familia de Dennis”.
Activo servidor en la sucursal local del Tabernáculo Bíblico Bautista, Dennis Hernández es el joven contador de la finca que el GRP mató en último lugar, mientras trataba de explicarles que él no era pandillero. A unos 15 metros, los ruegos y la ejecución los escucharon su madre, Consuelo Hernández, su padrastro y sus tres hermanos pequeños.
“Deberían ser varios los fiscales asignados para una investigación de este tipo, pero sucede que cuando las víctimas supuestamente son mareros, normalmente no pasa nada; con suerte le agregan las autopsias al expediente”, dice Deleón, abogada que durante años se desempeñó como fiscal y que en los últimos meses adquirió notoriedad como querellante en el caso Flores. “La Fiscalía, dada la evidencia incluida en el reportaje, tendría que haber investigado también si los policías incurrieron en fraude procesal, en alteración de evidencia”, agrega.
En similares términos de estupefacción se expresa Benjamín Cuéllar, del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (Idhuca): “Las omisiones de la Fiscalía y de la PNC las interpreto como una especie de complicidad y encubrimiento: un deseo de no querer descubrir las responsabilidades que pueda haber de parte de estructuras del Estado”.
Cuéllar da un paso más y hace paralelismos entre las masacres protagonizadas durante 2015 por la PNC y las que durante la guerra y en la primera posguerra realizaron los Escuadrones de la Muerte y los grupos de exterminio parapoliciales. “Es una patrón de conducta de bastante data, de décadas, que nunca ha sido cortado de raíz”, dice.
La comparación suena temeraria, pero la realidad es tozuda: apenas unos días después de que Cuéllar dijera estas palabras, el Gobierno promovió a la subdirección general de la PNC al comisionado César Baldemar Flores Murillo, quien en 1995 fue enjuiciado por integrar la Sombra Negra, un grupo de exterminio con conexiones entre empresarios, políticos y mandos policiales y militares de la ciudad de San Miguel. En los meses de mayor actividad de la Sombra Negra, segunda mitad de 1994 y primera de 1995, Flores Murillo era el jefe de la delegación policial migueleña.
José Miguel Fortín Magaña, director del Instituto de Medicina Legal hasta el 31 de diciembre, también está convencido –sobre la base de los autopsias que realiza la institución– que “las autoridades están cometiendo asesinatos extrajudiciales”. Y carga contra la Fiscalía como responsable máximo de que las masacres no se investiguen: “El problema no es que haya mala investigación, sino que hay casos que no se investigan, y no se investigan porque no interesa a ninguno de los dos partidos políticos”.
Pero no son solo voces nacionales las que cuestionan el actuar de la PNC y la exigua investigación posterior. Consultado vía correo electrónico, Patrick Leahy, senador del Partido Demócrata por el estado de Vermont y presidente del Comité Judicial del Senado, respondió esto: “Estoy muy preocupado por los derechos humanos en El Salvador, y esperamos que haya una investigación independiente a fondo (de la masacre de San Blas), y que los responsables sean llevados ante la Justicia”.
Los susurros de la PDDH
En el plano institucional, la Procuraduría para la Defensa de la Derechos Humanos (PDDH) en la única entidad estatal que ha mostrado algo de interés en rescatar de la impunidad la masacre de San Blas. Abrieron un expediente tras la publicación de la investigación; su personal se ha reunido en dos ocasiones con la testigo principal, Consuelo Hernández; y el procurador Morales asegura que en cuestión de días harán público un primer informe porque ya lograron establecer “deficiencias preocupantes en la investigación de los hechos por parte de las autoridades”.
El procurador Morales no escatima críticas, mucho más afiladas contra la Fiscalía que contra el Gobierno. A la frase con la que arranca este reportaje se suman otras igualmente sonoras.
Dice: “En la investigación que iniciamos ha habido falta de colaboración de la Fiscalía y del director de la PNC, con lo cual se violentó la Ley de la Procuraduría”.
Dice: “En San Blas hay procedimientos deficientes en el procesamiento de la escena del delito y en la obtención de la prueba testimonial”.
Dice: “Sobre estas deficiencias se podría suponer que operadores de la investigación no quieren profundizar en la verdad del caso”.
Pese a ser la única institución estatal interesada, seis meses no les han alcanzado para elaborar un informe preliminar. Ni siquiera han visitado la finca San Blas. “Nuestro personal es escaso”, se escuda el procurador Morales.
Pero para Benjamín Cuéllar, del Idhuca, la PDDH también está en deuda: “Aunque se hayan reunido con una víctima, su papel ante este tipo de masacres es demasiado tímido, todo lo contrario al primer y mejor procurador de Derechos Humanos que ha tenido El Salvador, Monseñor Romero, que actuaba con voz fuerte y valiente, y poniendo el dedo en la llaga”.
Lo cierto es que, pese a la claridad con la que se expresa el procurador Morales cuando se le pregunta de manera directa sobre el tema, en el balance oficial de cuatro páginas que la PDDH hizo antes de finalizar 2015, apenas se hace referencia a los excesos del Estado en su ‘guerra’ contra las pandillas, y se diluyen entre otros tipos de violencia. Como si no se quisiera afectar el discurso gubernamental que niega cualquier tipo de violencia promovida o tolerada por el Gabinete de Seguridad. “Me enorgullece decir que en nuestro Gobierno todas las políticas y acciones tienen como base medular el respeto a los derechos humanos”, dice el presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén.
Pero a Consuelo Hernández, que vive en pobreza extrema, la PNC le mató a un hijo en la finca San Blas. Tres semanas después, su hermano Jesús –quien se atrevió a cuestionar el operativo policial y llamó asesinos a los agentes durante el procesamiento de la escena– desapareció y su cadáver apareció un día después, torturado. Y en noviembre pasado, Consuelo recibió amenazas de muerte telefónicas que la obligaron a huir, ella y su familia, a otro municipio, en otro departamento.
“No investigar unos hechos delictivos tan graves como los de la finca San Blas es una irresponsable evasión del Estado, también por las consecuencias que puedan tener”, advierte Benjamín Cuéllar.
‘Daños colaterales’
La masacre de la finca San Blas no es un caso aislado. Según cifras difundidas por la PNC, durante 2015 los policías protagonizaron otros 494 “intercambios de disparos” con presuntos delincuentes, el doble que un año atrás. Un total de 309 personas murieron en esos operativos policiales, a los que habría que sumar las víctimas generadas por la Fuerza Armada.
El discurso oficial, repetido hasta la saciedad, es que todas las personas abatidas por la PNC forman parte de “grupos criminales”, pero entre esos 309 salvadoreños muertos en 2015 con armas policiales figura Dennis Hernández, el contador de la finca San Blas, y uno aún más escandaloso: Celso Hernández López.
Celso era un sargento del Cuerpo de Agentes Metropolitanos de Cojutepeque de 54 años que, cuando la jornada laboral se lo permitía, iba a buscar a su hija cuando terminaba su jornada laboral, en una de las gasolineras del kilómetro 35½ de la carretera Panamericana. Sobre las 9 de la noche, una patrulla que perseguía a unos pandilleros que habían huido en moto tras lanzar una granada detuvo a Celso, que caminaba sobre el arriate central hacia la gasolinera. Creyeron que estaba involucrado en el ataque, lo encañonaron, lo insultaron, lo amenazaron y por último lo acribillaron a balazos; unos 30, según diversos reportes periodísticos.
Cinco semanas después, la PDDH publicó una resolución sobre el caso, firme pero no vinculante, como ninguna de sus resoluciones: “Existe información suficiente para presumir muerte arbitraria en perjuicio del señor José Celso Hernández López, por uso desproporcionado de armas de fuego, lo que derivó en una violación del derecho a la vida”.
Transcurridos seis meses desde que se publicó la investigación periodística que reveló lo ocurrido en la finca San Blas, que son diez meses desde que se cometió la masacre, la Fiscalía y el Gobierno siguen actuando como si nada ocurrió en aquella finca cafetalera. Y la PDDH anuncia un informe preliminar que, en el mejor de los casos, se convertiría a medio plazo en una resolución firme.
—¿Y de qué sirve una resolución condenatoria de la PDDH? –se pregunta al procurador Morales.
—Debería activar una investigación contra los responsables.
—Usted resolvió que la PNC mató arbitrariamente al sargento del CAM de Cojutepeque. ¿Los policías que lo acribillaron siguen hoy libres?
—(…) No tenemos información de que los hayan procesado.
El pasado 16 de enero, aniversario de los Acuerdos de Paz, el presidente Sánchez Cerén pidió perdón –entre aplausos de sus seguidores– por los abusos cometidos por el Estado durante la guerra civil: “Pido perdón a las víctimas de las graves violaciones a los derechos humanos, a sus familiares, y les reafirmo mi compromiso de que hechos como esos jamás se repetirán en nuestra historia”.
Que jamás se repetirán, dijo.