Estoy de acuerdo: hay que mirar hacia adelante. No hay otra forma de construir un mejor país que imaginándolo, y solo se puede imaginar hacia el futuro. Hay que mirar hacia adelante.
Pero ese país no será mejor si no garantizamos que no cometeremos los errores que hemos cometido en el pasado. Si no garantizamos que nadie puede cometer crímenes de lesa humanidad, pasar por encima de nadie, violar nuestros derechos más elementales. Que aquel que lo haga será castigado. Por eso es tan importante analizar y juzgar lo que debe ser juzgado y avanzar hacia la construcción de ese país mejor, en el que no cabe la impunidad.
Quienes dicen hoy que no hay que reabrir heridas, y que es mejor no mirar atrás, esgrimen un argumento que vale igual para justificar que no se revisen las administraciones de los expresidentes Flores, Saca o Funes. O sus cuentas personales. Al fin y al cabo eso ya es parte del pasado.
El operativo policial lanzado la noche del viernes pasado para capturar a 17 militares, acusados del asesinato de los sacerdotes jesuitas en 1989, es apenas el último de una serie de decisiones judiciales tomadas en los últimos años, referidas todas ellas a personajes y acciones ocurridas durante el conflicto armado.
Las capturas de cuatro (apenas cuatro) de los 17 militares requeridos por interpol se dieron pocas horas después de que un tribunal de Estados Unidos concediera la extradición de otro militar involucrado en ese mismo crimen, el coronel Inocente Orlando Montano, hacia España, para ser juzgado en la Audiencia Nacional de ese país. Montano está en una prisión norteamericana desde hace casi cinco años; técnicamente por mentir en una solicitud migratoria. Durante su juicio, la justicia estadounidense lo responsabilizó de más de medio millar de torturas y decenas de ejecuciones y desapariciones durante sus más de 30 años de una carrera militar que lo llevó, de acto brutal en acto brutal, hasta el viceministerio de Seguridad, desde donde fue, entre otras cosas, partícipe de la orden para asesinar a los sacerdotes.
Si uno lee las reacciones que han circulado estos días por redes sociales, pensaría que nada ha cambiado en El Salvador desde enero de 1992, cuando los Acuerdos de Paz pusieron fin a la guerra. Lo mismo parece confirmar el comunicado de tres importantes partidos políticos salvadoreños (Arena, PCN y PDC) en el que condenan las recientes capturas porque “se enmarcan en actuaciones que agravan la polarización, reabren heridas en la sociedad salvadoreña y atentan a la letra y espíritu de los Acuerdos de Paz firmados en 1992”.
Pero pensar que nada ha cambiado sería erróneo. Hoy un comandante guerrillero es presidente del país, en el segundo gobierno del FMLN que ha demostrado tanta negligencia para gobernar, capacidad para negociar con mafias y tolerancia con la corrupción en sus propias filas como lo hicieron los gobiernos de la derecha.
Hoy los militares están casi completamente fuera de la arena política (salvo por la decisión de Mauricio Funes de otorgar poder político a David Munguía Payés, un coronel retirado al que reactivó y ascendió a general y pasó de Defensa a Seguridad Pública y que hoy, bajo la administración Sánchez Cerén, ha logrado mantener su cuota como ministro de Defensa); y algunos coroneles y generales, que hace apenas un cuarto de siglo controlaban la vida y muerte de los salvadoreños, hoy están prófugos.
Pocas imágenes dan muestra de qué tanto ha cambiado el mundo desde esos años como la de dos exministros de Defensa, los otrora todopoderosos Guillermo García y Eugenio Vides Casanova, llegando a San Salvador esposados en un avión para deportados. Ambas deportaciones sucedieron a larguísimos procesos judiciales en tribunales civiles estadounidenses, en los que jurados y jueces encontraron a los dos militares culpables de graves violaciones a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad. En ese mismo proceso se encuentra otro exministro de Defensa, también encontrado ya culpable en Estados Unidos de gravísimas violaciones a los derechos humanos: el general Nicolás Carranza.
El exalcalde de San Salvador, Norman Quijano, reaccionó airado ante las capturas con una respuesta común entre las filas de la derecha: “Si van a extraditar a nuestros soldados, que nos defendieron, que se lleven a Sánchez Cerén y todos los que asesinaron y destruyeron el país. Alerta salvadoreños, o todos en la cama o todos en el piso. ¿Quién responderá por los asesinatos cobardes del FMLN durante el conflicto?”. Hay algo de verdad y mucho de amnesia en esa respuesta.
La parte rescatable de la respuesta de Quijano es que los crímenes no son exclusivos de un solo bando. La legitimidad de las víctimas no depende del bando ideológico que las victimizó. Víctimas son víctimas y todas tienen derecho a que se les restaure su dignidad a través de la justicia. Todas. Si algunas personas, o sus deudos, se consideran agraviados por un crimen cometido por quien sea, tienen derecho a la justicia y el Estado la obligación de proveerla. A todos.
La parte amnésica, falsa, de la reacción de Quijano, es sostener que el Ejército “nos defendió” de rebeldes que “asesinaron y destruyeron el país”.
Hace 24 años se firmaron los acuerdos que pusieron fin a la guerra, a partir del mutuo convencimiento de las partes de que era imposible que una se impusiera militarmente; y que era inviable políticamente mantener el conflicto tras la caída del muro de Berlín. Entonces se declaró un empate, se firmaron los acuerdos y la derecha, que a través de Arena gobernó el país durante 20 años, intentó registrar la posguerra como su triunfo ideológico sobre la izquierda, a la que calificaron errónea y uniformemente como comunista.
En realidad ha sucedido todo lo contrario: La derecha está ahora, un cuarto de siglo después, perdiendo aquella guerra.
Hoy la historia, que suele ser paciente, comienza a poner en su lugar las piezas de nuestro cruento conflicto. No se trató de la defensa del ejército contra la agresión comunista; sino, por el contrario, de la existencia de una dictadura militar apoyada en grupos paramilitares y sostenida por la oligarquía salvadoreña, cuyo único objetivo era perpetuar una de las sociedades más desiguales e injustas de occidente en la que la mayoría de la población vivía en la miseria para beneficio de oligarcas y militares corruptos.
La guerra no surgió porque el ejército se vio obligado a defender a la patria de una agresión comunista. La guerra surgió por la imposibilidad de sacar del gobierno a través de las urnas a una dictadura militar; por el cansancio de las clases obreras y campesinas ante la brutal represión de ese ejército y la descarada, inhumana explotación que de ellos hacía la oligarquía agroindustrial. Es indudable que movimientos internacionales y gobiernos de izquierda alimentaron en gran medida la capacidad de los grupos guerrilleros, pero eso no los convierte en el origen de la guerra.
El origen está en un sistema dictatorial y criminal al servicio de unos pocos.
Tres pilares fundamentales sostenían ese sistema injusto: la oligarquía, los militares y la iglesia católica. En 1932, cuando el coletazo de la gran crisis del 29 en Estados Unidos nos alcanzó y la economía salvadoreña se deprimió, los campesinos indígenas, hambrientos, exigieron mejores condiciones, algo insultante para los patronos de las fincas cafetaleras. En 1932, el uno por ciento (¡Uno por ciento!) de la población controlaba el 90 por ciento de la riqueza nacional. A los campesinos que protestaron les llamaron comunistas y el ejército, encabezado por el dictador Maximiliano Hernández Martínez, se encargó de dar una lección histórica: asesinó a 30 mil de ellos. El dictador dijo que estaba defendiendo a la patria del comunismo. Y entonces comenzó aquello del odio de clases.
En otras palabras, desde entonces la justificación de quienes sostenían a fuego y hambre el sistema era que los campesinos hambreados, en su mayoría indígenas, que habían sido despojados de sus tierras y cuyos hijos se estaban muriendo de hambre, esclavizados por terratenientes y terriblemente reprimidos por el ejército, odiaban a los ricos y por eso protestaban, por comunistas. Odio de clase. Los terratenientes y el ejército no odiaban a nadie. Mantenían hambreados a los campesinos, pero si los mataban era para defender a la patria del comunismo. De paso, eliminaron toda expresión de la cultura indígena en El Salvador.
Virginia Tilley, en un trabajo académico citado en El Faro Académico, lo resumió así: “La Matanza de 1932 se debe comprender teniendo en mente su historia: no como una revuelta campesina con un ángulo racial sino como la última convulsión de la rebelión indígena contra el colonialismo. Para 1931 los indígenas estaban perdiendo rápidamente sus parcelas, su ingreso de subsistencia e incluso las modestas compensaciones del clientelismo ladino, al mismo tiempo que el sistema de peonaje por deudas transfería la tierra a los ladinos. El movimiento comunista solamente proporcionó el fósforo que dio fuego a este material combustible de resentimiento étnico. La revuelta en sí, sus slogans, liderazgo, blancos y metas, sugieren una ‘guerra de razas’, con grupos indígenas asaltando los emblemas del poder ladino. La represión subsiguiente indicaba las mismas dinámicas raciales.
“Ciertamente el ejército desempeñó un papel asesino en los primeros días y semanas. Pero el alcance genocida de la Matanza (cuya escala no se conoce con precisión pero que decimó y devastó a las comunidades indígenas) fue responsabilidad de grupos civiles ladinos y autoridades municipales que desearon con particular inquina ‘que se extermine de raíz la plaga’”.
La matanza de 1932 granjeó a la oligarquía y al ejército medio siglo de “tranquilidad” en las fincas. Nadie se rebelaba por temor a otra matanza y los indígenas dejaron de vestirse a su manera tradicional y de hablar otro idioma que no fuera el castellano.
El sistema se mantuvo alimentado, ya en la guerra fría, por la obsesión norteamericana contra el comunismo, urgida por el triunfo de la revolución cubana. El ejército salvadoreño solía premiar a sus oficiales más sangrientos, particularmente después de la guerra contra Honduras y en el camino hacia la guerra civil.
Los jesuitas fueron, en América Latina, el grupo religioso que de manera más radical adoptó las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que llamaba a la liberación del hombre en esta vida. El derecho del hombre a una vida digna. En ningún lugar parecía más urgente esa liberación que en una América Latina plagada de dictaduras militares garantes de sistemas sociales tan injustos como el nuestro. En ningún lugar de América Latina tanto como en esa parte de América Central que hoy conocemos como el CA-4.
Cuando el general Carlos Humberto Romero llegó al poder mediante un nuevo fraude electoral, en 1977, El Salvador era el país de América Latina con el más largo periodo de gobiernos militares en la región: 46 años (desde que el general Maximiliano Hernández Martínez derrocara al gobierno de Arturo Araujo, en 1931). Poco antes de asumir la presidencia, aún como ministro de Defensa, las tropas bajo el mando del general Romero asesinaron al sacerdote jesuita Rutilio Grande.
En 1990, un año después del asesinato de Ignacio Ellacuría y los otros sacerdotes jesuitas, el mayor Roberto Molina, jefe de la oficina de derechos humanos del Ejército, le dijo a la misión investigadora de America’s Watch: “Los clérigos progresistas tienen una gran responsabilidad por lo que ha pasado en este país. Han lanzado una guerra de clases. Negros contra blancos. Pobres contra ricos. Pequeños contra grandes”.
No fueron muy distintas, el sábado pasado, las palabras del actual director del sector empresarial de San Salvador en Arena, Alfredo Pereira. Ante un llamado del hermano del asesinado jesuita Ignacio Ellacuría de que el crimen no quedara en la impunidad, Pereira respondió a través de su cuenta de Twitter: “si su hermano vino a ES sin ser llamado y vino a promover la teologia de la liberación y odio de clases cosecho lo que sembro (sic)”. Después borró el tuit.
Estas expresiones son inadmisibles, pero son parte del último intento desesperado de la derecha de conservar algún lugar digno en la historia prepaz.
No es posible, afortunadamente, conservar ningún lugar digno en ninguna historia defendiendo algunos de los más horrendos crímenes que registra el Siglo XX en nuestra región. Si la derecha quiere rescatar alguna legitimidad, debe hacerlo defendiendo una perspectiva de nación donde se vislumbre un bienestar para todos sus ciudadanos. Para todos. Esto no es posible hacerlo legitimando criminales y asesinos.
Un cuarto de siglo después de que terminara la guerra, la derecha la está perdiendo. El sistema que defendía es insostenible y es criminal. Estaba basado en beneficios para un pequeño grupo o clase a costa de los otros. Esto, justamente, es odio de clases. Esto es lo que la historia nos ha enseñado apenas un cuarto de siglo después.
Pero aquí hay que hacer una aclaración: el principio dice que a mayor poder mayor responsabilidad. Los soldados, también la mayoría de ellos de origen humilde, que participaron en la guerra y que posiblemente cometieron la mayor parte de los crímenes que hoy conocemos, tienen un nivel de responsabilidad menor que el de sus jefes, y así hacia arriba. La responsabilidad de mando significa haber dado órdenes o, sabiendo que sus subalternos habían cometido atrocidades, no castigarlos ni hacer nada para evitar que esto se repitiera. (En las capturas del pasado viernes, tres de los cuatro capturados eran, en 1989, soldados de tropa que ya confesaron haber sacado de sus casas a los sacerdotes jesuitas y, a sangre fría, haberles disparado. El cuarto es el coronel Benavides, exjefe de la Escuela Militar, que ya fue juzgado y condenado por el hecho en un irregular juicio en San Salvador poco después de la masacre. Casualmente, ninguno de los coroneles y después generales acusados del crimen estaban en sus casas a altas horas de la noche).
Según la Comisión de la Verdad, la inmensa mayoría de los crímenes fueron cometidos por las fuerzas militares o paramilitares, pero esto no exime a la izquierda. No la exime ni justifica.
Es cierto que algunos grupos izquierdistas pretendían instaurar gobiernos “totalitarios”, como me argumentó hace poco un veterano arenero. Algunos, pero no todos. Le recordé que la lucha contra el régimen logró unificar incluso a demócratas cristianos, algunos más cercanos a la derecha, con comunistas, socialdemócratas y socialcristianos, como sucedió en la Unión Nacional Opositora. Por otro lado, ¿qué sistema puede ser más totalitario que uno controlado durante medio siglo por un ejército represor y una oligarquía asfixiante? ¿Qué libertades representa una dictadura militar en la que la protesta es castigada con la tortura y la muerte? ¿Qué país de oportunidades aquel en el que una pequeña minoría concentra una parte tan escandalosa de la riqueza nacional, y controla de manera casi absoluta el bienestar de su población? Esto, incluso para él, es ya indefendible. Pero él y sus correligionarios necesitan justificar algún nivel de legitimidad en su lucha. Difícilmente la encontrarán en los años del conflicto armado, ya no se diga en expresiones tan ofensivas, ignorantes y estúpidas como la de justificar el asesinato de unos religiosos intelectuales.
El asesinato de los jesuitas acabó costando la guerra a la derecha. Es hora de que lo reconozcan y vean hacia adelante.
La izquierda, en cambio, está perdiendo la paz. Pero eso requiere de una nueva columna.
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*Carlos Dada es periodista de El Faro. Fue fundador del periódico y su director entre 1998 y 2014. Ha recibido numerosos premios internacionales y sido becario Knight en la Universidad de Stanford, y Cullman en la Biblioteca Pública de Nueva York. Actualmente imparte clases en la universidad de Yale mientras escribe un libro sobre el asesinato de Monseñor Romero y los escuadrones de la muerte en El Salvador.