Uno no para de escuchar necedades disfrazadas de razones jurídicas y políticas sobre la masacre en UCA. En tal escenario, primordialmente mediático, sin muchos espacios para aclarar los fundamentos de la demanda presentada en España el 13 de noviembre de 2008, todo apunta a que se repetirá, quizás con otros dizque argumentos, lo resuelto por la Corte Suprema de Justicia en mayo del 2012. La impunidad reinante en El Salvador vuelve imposible extraditar presuntos criminales a aquel reino, donde deberían rendir cuentas ante la justicia universal. Es una suerte que Estados Unidos, con todo y sus defectos, sea un país normal; por ello mandará a Orlando Inocente Montano al banquillo de los acusados.
Pero no es eso lo que ahora se me antoja comentar. Aunque vale la pena recordar, antes de entrar de lleno al tema que me atrapó, que tras presentarse la querella en la Audiencia Nacional española el entonces presidente Antonio Saca reaccionó declarando lo de cajón: “Creo que abrir heridas del pasado no es la mejor fórmula para la reconciliación”.
Alfredo Cristiani iba incluido entre los imputados por encubrir la masacre, al ocultar información sobre la misma y manosear investigaciones. Y Saca lo defendió con uñas y dientes. “Nos sentimos muy orgullosos del presidente Cristiani”, afirmó. Y lo encumbró a los altares patrios como presidente de la paz, el “hombre que sacó al país de la quiebra económica”. Y culminó Saca: “Estamos con él, lo apoyamos y lo apoyaremos hasta el último instante, porque es un hombre histórico para el país. Definitivamente no tiene nada que ver en eso”.
Trece meses después, con todo y sus bártulos llenos de billetes, Saca salió del partido. Arena decidió expulsarlo. Quien hizo el anuncio fue, precisamente, Cristiani. Ahí afloraron sus heridas, producto de una batalla interna iniciada antes. Entre ambos personajes, no obstante el tiempo transcurrido, no hubo ni hay reconciliación. Esa es la parte visible: pura politiquería barata. Pero en el fondo sigue sin salir a flote la rapiña de las grandes ligas gansteriles que tanto han dañado al país. Y lo seguirán haciendo mientras el pueblo no reaccione; mientras siga pecando por omisión.
Pero ya lo dije: no era ese el quid de estas líneas. Lo que me interesa compartir es un hecho reciente y aleccionador: el ocurrido con tres estudiantes de la Universidad de El Salvador –la Nacional, le dicen– quienes hace unos días quisieron conocer la opinión de este servidor sobre la situación del país. El miércoles 15 de junio hablamos. Tema obligatorio, entre otros: la masacre en la UCA.
Pasa dentro o fuera de las fronteras patrias en organismos intergubernamentales, en medios difusores, foros públicos y hasta en el campus incursionado militarmente para matar. A este trío de jóvenes le pasó: preguntaron sobre el “caso jesuitas”. Siempre, esto que sucede en la mayoría de ocasiones, desata en mí como reflejo condicionado una tajante aclaración: “Elba y Celina Ramos, las otras víctimas, no eran jesuitas”. Suelo reaccionar en un tono que hasta puede sonar mal. Y a renglón seguido, va la ampliación.
Hay que poner en el centro a quienes, deliberada o inconscientemente, son ocultas o no han sido reconocidas lo suficiente en la posguerra: las víctimas que no son lloradas y recordadas más que por sus familias y amistades. Con esta madre e hija, eso no es absoluto. Ambas son consideradas cuando se menciona, una a una, a las ocho personas indefensas ejecutadas dentro del recinto universitario aquel 16 de noviembre de 1989. No siempre con sus nombres, eso sí. Es raro que los citen. Lo común es que se refieran a “la cocinera y su hija” o a las “dos empleadas” de los sacerdotes. Cuando son nombradas, se acostumbra incluirlas al final.
Lo extendido y aceptado es referirse al “caso jesuitas”. Pero es un etiquetado erróneo y demanda corregirse. Por la memoria de ambas mujeres, primero. Pero también porque Ignacio Ellacuría, el más mencionado y homenajeado del grupo, planteó que para alcanzar la perspectiva y la validez universal de los derechos humanos hay que tener presente la centralidad de las mayorías populares. Desde esta deben proclamarse los primeros, para lograr la liberación de las segundas.
Los curas ejecutados representan una Iglesia comprometida con su pueblo crucificado. Pero dar un sitio preferente a Elba y Celina es un acto de justicia que reivindica al resto de víctimas anónimas –centenares de miles ejecutadas, desaparecidas y sobrevivientes– que tienen más trascendencia moral y ética que muchos de los que firmaron su paz y que han desgobernado el país desde que dejaron de matarse entre sí.
Del ignoto rincón en el que se encuentran las víctimas también ultrajadas por el interesado olvido oficial, la Comisión de la Verdad rescató un pedazo de ese dolor humano ofreciendo un listado individualizado de buena parte de las que conoció. Pero si su informe tuvo ínfima difusión, a sus anexos les fue peor. Y la referida lista aparecía entre esos documentos adjuntos.
A todas las víctimas se les debe reconocer la existencia y dar el lugar que merecen. Hay que sacarlas del ostracismo en que las tienen, más allá de los escasos “perdones generales” pedidos hasta la fecha, y colocarlas en el corazón de la historia. Cuando un Estado como el salvadoreño evoca en el texto constitucional a la persona humana como el origen y el fin de su actividad pero su práctica no es coherente, lo que continúa extendido y creciente es el mal común.
Contra eso se ha batallado más de dos décadas y media peleando justicia y verdad acá en el país, en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y en España, con la inspiración de dos mujeres mártires símbolo del pueblo salvadoreño al que hay que bajar de la cruz en la que permanece.
Lo sorprendente de la mentada entrevista es que los tres jóvenes estudiantes no sabían que, además de lo que hicieron a los jesuitas, los militares también se ensañaron con Elba y Celina. Por eso hay que contar todo lo ocurrido a quienes no habían nacido o tenían pocos años de haber venido al mundo. Esas generaciones deben rebelarse ante lo que las anteriores arruinaron y continúan dañando, para superarlo.