Columnas / Cultura y sociedad

¿Cuántas leyes contra el aborto caben en una letrina?


Domingo, 10 de julio de 2016
Carlos Dada

A principios de la semana pasada, Canal Doce transmitió una nota sobre María Teresa Rivera, una mujer de poco más de 30 años, recientemente liberada tras más de cuatro años en prisión condenada por aborto. La nota fue hecha a propósito del anuncio de la fiscalía de apelar su liberación. Es una de las docenas de mujeres procesadas por abortos.

Un reporte de Amnistía Internacional dice: “María Teresa fue detenida en un hospital después de que su suegra la encontrara en el cuarto de baño casi inconsciente y sangrando profusamente. El personal del hospital la denunció a la policía y la acusó de haberse sometido a un aborto”.

Rivera, que trabajaba como costurera en una maquila, sostiene que supo de su embarazo el día en que la acusaron del aborto. Que ella simplemente fue al baño, con fuertes dolores, y lo siguiente que recuerda es estar hospitalizada.

El párrafo de Amnistía Internacional, sin embargo, puede prestarse a malinterpretación. Déjenme corregir: María Teresa no fue encontrada en el cuarto de baño porque María Teresa nunca ha tenido lo que la literatura entiende por un cuarto de baño. Las cámaras de Canal Doce nos mostraron la escena del crimen: una letrina rural. Un hoyo en el suelo. Una fosa con retrete de cemento rodeado de cuatro paredes de block y una puerta de lámina. El feto, pues, no terminó en un excusado ni sobre el azulejo de un cuarto de baño, sino en un pozo negro. En una fosa séptica. Allí. Y la madre arriba, inconsciente, rodeada seguramente por decenas de moscas zumbando en un horno asfixiante.

María Teresa Rivera, liberada apenas hace un mes, habla al reportero televisivo. Vuelve a contar su historia. La fiscalía ha amenazado con reabrir su caso y ella no quiere volver a la cárcel. Tiene un hijo de diez años al que no pudo ver durante sus más de cuatro años de cautiverio. “No quiero volver a ese lugar”, dice.

Las cárceles salvadoreñas son lugares mucho peores de lo que la gente que nunca ha visitado una suele pensar. Pero cualquier televidente que haya visto la nota en cuestión puede intuir qué tan terrible puede ser con solo saber que, a pesar de las condiciones en las que vive, María Teresa Rivera no quiere volver a prisión. María Teresa Rivera vive entre cuatro paredes de block y una puerta de lámina. Al lado de las cuatro paredes más pequeñas y estrechas, también con puerta de lámina, donde está la letrina. No en una residencia con un dormitorio en el que hay un cuarto de baño. No. En un cuarto de block con lámina. Allí vive esta mujer.

El Salvador, uno de los Estados jurídicamente más conservadores del mundo, socialmente más corruptos del mundo, quiere dictar lecciones de moralidad a partir de la situación de esta y otras decenas de mujeres que tienen en común la pobreza. No el haber abortado, porque abortos hay en todos los estratos económicos. No. Lo que tienen en común es que son pobres. Que no pudieron pagarse un buen médico. Que no pueden pagarse un buen abogado. Son pobres.

¿Dónde (valga la homofonía) ha estado el Estado en la vida de esta mujer? ¿Dónde cuando le ha tocado garantizar su derecho a la vivienda, a la salud, a la educación? ¿Dónde para brindarle la mínima protección? En ningún lado. Cuando el Estado salvadoreño por fin apareció en la vida de María Teresa Rivera fue para detenerla, para juzgarla y condenarla a 40 años de prisión por homicidio agravado.

El Estado salvadoreño, durante el juicio contra esta mujer, admitió el siguiente testimonio, y cito otra vez del informe de Amnistía Internacional: “Durante el juicio, uno de los jefes de María Teresa testificó contra ella, y dijo que le había comunicado que estaba embarazada en enero de 2011. Si eso fuera cierto, María Teresa habría estado embarazada de 11 meses cuando se produjo el aborto. Ese indignante testimonio fue una de las pruebas utilizadas para condenarla”.

Rivera fue liberada hace un mes porque en la revisión de su sentencia el juez encontró tantas irregularidades en el proceso que su condena era improcedente. Ahora la fiscalía apela su liberación y pide que regrese a la prisión a cumplir los 36 años de condena que le faltan.

El marco jurídico salvadoreño ha estado determinado por el pulso entre conservadores y liberales. Es decir, entre las elites conservadoras y liberales. La legislación contra el aborto fue modificada en 1998, en pleno auge del papado de Juan Pablo II. Entonces, influyentes grupos conservadores y religiosos lograron que los diputados modificaran la ley y eliminaran cualquier excepción al aborto, incluyendo las más comunes en la legislación de la mayoría de los países: el aborto terapéutico: cuando se han determinado en el feto malformaciones tales que no hay posibilidad de que la vida después del parto sea más que breve, dolorosa y frustrante; o cuando la vida de la madre está en inminente peligro; y el aborto electivo en casos de violación o incesto. En El Salvador, desde 1998, la ley no admite ni estas ni ninguna otra excepción.

La modificación a la ley no fue ni suficiente ni debidamente discutida en su momento; y no parece haber aún suficiente apertura para que ello se lleve a cabo. El aborto no ha sido un debate sobre el establecimiento de cuándo el feto comienza a tener intereses propios, o derechos; ni las obligaciones del Estado para protegerlo como sujeto de esos derechos. No ha sido, pues, un debate político ni ético. Ha sido un debate basado en argumentos religiosos, a pesar de que el Estado es laico. Y ha sido lamentablemente reducido a estar a favor o en contra, discutido con más pasión que argumentos por todas las partes.

El debate sobre el aborto no es uno sencillo. Tiene implicaciones médicas, jurídicas, morales, éticas, políticas y filosóficas. Hay conservadores que se oponen a la prohibición legal del aborto porque creen que el Estado no debe intervenir en asuntos privados. Hay liberales, en cambio, que creen que ver el aborto como un asunto privado impediría también que el Estado intervenga en asuntos aún más privados como la vida sexual, en donde hay casos de violaciones y violencia doméstica. Hay organizaciones de mujeres católicas por la despenalización del aborto. El debate pasa por el sentido de la vida, las creencias religiosas, la prevalencia de una vida sobre otra, la determinación del momento en que un feto es sujeto de derechos, la obligación del Estado de proteger a sus miembros más desprotegidos, etc… Y a ello se agrega, en el debate contemporáneo, un par de argumentos feministas: ¿por qué, si un feto es el producto de un espermatozoide fecundando un óvulo, solo la productora del óvulo es responsabilizada de las consecuencias? O el derecho de la mujer a decidir. Y el contrargumento de que el feto no puede decidir y por tanto el Estado debe protegerlo de su propia madre, cuando intenta terminar con su vida. Hay también cuestiones como la siguiente: Si el aborto está prohibido, ¿es también objeto de castigo una ciudadana salvadoreña que aborta en el extranjero? No de acuerdo con la ley vigente. Pero entonces: ¿es una ley que solo tiene dientes tan afilados como para condenar por 40 años a una mujer que no puede pagarse un viaje ni un aborto en el extranjero? Etc…

Prácticamente nada de esto fue debatido en 1998.

Pero la ley de hierro contra el aborto suele ser aplicada en El Salvador con inquisición, sobre todo cuando se trata de mujeres pobres.

Otra mujer pobre, Teodora Vázquez, sigue presa. Era empleada doméstica. Con jornadas laborales de seis de la mañana a nueve de la noche por un salario de miseria. Incapaz de asistir a los controles de embarazo. Al noveno mes perdió su embarazo en el cuarto de baño de la casa que limpiaba, después de desmayarse con intensos dolores. Sus patrones llamaron a la policía. Está presa desde 2008, condenada a 30 años de prisión. En su caso, es también probablemente la primera vez que el Estado salvadoreño ha tenido alguna presencia directa en su vida.

Conforme al mismo sistema judicial, en el año 2000 el ex agente antinarcóticos Fredy Orlando Cruz fue condenado a diez años de prisión por participar en el secuestro del joven Eduardo Álvarez, quien después fue asesinado. El homicida, Dionisio Umanzor, alias “El Sirra”, recibió la misma condena que Teodora Vázquez: 30 años. Diez menos que los que le sentenciaron a María Teresa Rivera. Y no quiero hablar del descuartizador Chávez para no desviarme del tema.

Los abortos de ambas mujeres han sido naturales. Es decir partos malhabidos. Pero la realidad nacional nos exige reflexionar sobre otros casos.

El Salvador, el país con la tasa de homicidios más alta del mundo, tiene una tasa aún mayor de violaciones. Si el registro oficial es de 8 violaciones diarias, el subregistro es inmenso porque, a diferencia de los homicidios, en los que el cuerpo de la víctima suele ser la evidencia misma y por tanto no requiere denuncia, en el caso de violaciones la mayoría de las víctimas no denuncian. Las razones son múltiples: porque no saben que están siendo víctimas de un crimen; porque son abusadas por un familiar; porque son abusadas por una figura de poder (una autoridad; alguien con capacidad de amenazar, etc…); por vergüenza o por temor a la revictimización. O por temor a la venganza. O porque son tan pequeñas que ni siquiera saben qué les están haciendo.

Conozco el caso de una adolescente que fue violada por un pandillero. Él la amenazó y ella huyó. Embarazada. Si hubiese denunciado la violación estaría muerta, porque el Estado no tiene la capacidad de garantizarle su seguridad. Si hubiese abortado estaría presa. El pandillero, en cambio, está libre y sigue controlando su territorio y victimizando a otras mujeres, condenadas por ley a parir a sus hijos. Esa misma ley que condena a las mujeres es incapaz de protegerlas.

Las violaciones a menores por parte de parientes son también recurrentes en El Salvador. En no pocos casos hay embarazos producto de la violación. Niñas de 11 años embarazadas por un tío, un abuelo, un hermano. En esos casos el aborto también está prohibido por nuestra victoriana ley. Y si una pequeña de 11 años, embarazada por violación incestuosa, corre además inminente riesgo de muerte debido al embarazo, la ley le prescribe la muerte tras la violación.

Hay inmensamente más probabilidades de que una víctima de violación que aborta termine en prisión a que el detenido sea su violador. Y que la condena de la mujer violada sea mayor a la del violador. Eso en caso de que ella sobreviva a algún aborto clandestino sin las mínimas condiciones higiénicas.

Mejor servicio a la patria le harían todos los grupos conservadores si concentraran sus energías en que todas las mujeres salvadoreñas tengan la más básica protección del Estado: seguridad física y económica; acceso a la salud y la educación; a la justicia. Cuando eso se cumpla discutimos lo del aborto.

Mientras tanto, es absolutamente reprobable dar lecciones morales a costa de las menos privilegiadas. De las que subsisten. De las que sobreviven. De las que no tienen ningún poder. De las que no han gozado del privilegio de la educación. Si ya esta sociedad arruinó la vida de María Teresa Rivera, permítanle al menos intentar que su hijo tenga un mejor futuro. Con ella al lado y no tras los barrotes. Porque ese niño, como los hijos de todas esas madres condenadas, crecerá mucho mejor al resguardo de su madre. No es por ella, ni por el niño. Es por todos nosotros.

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