Entre 1980 y 1989, en tres municipios del departamento de Santa Ana, en el occidente de El Salvador, fueron asesinados 34 salvadoreños. Dicho así, tan a la ligera, suena a muy poco, si se le compara con las más de 75 mil víctimas que registró el informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas. Pero esas 34 muertes, para los familiares de las víctimas, son demasiado. Para sus abogados, son la prueba de que en el occidente del país, como en el oriente y la zona paracentral, también se cometieron violaciones sistemáticas a los derechos humanos de parte del ejército y los cuerpos de seguridad.
El miércoles 8 de octubre de 1980, 23 personas fueron asesinadas en el caserío Canoas, una comunidad separada 15 kilómetros de la ciudad de Santa Ana y plantada en las entrañas del cantón El Pinalito, departamento y municipio de Santa Ana. En Canoas, sus habitantes vivían bajo el acoso de la Guardia Nacional. La Guardia sospechaba de ellos porque estaban organizados en grupos de catequistas y cooperativistas que buscaban acceso a créditos para financiar los cultivos con los cuales subsistían.
El día de la masacre, alrededor de 80 personas se disponían a compartir el almuerzo, en la vivienda propiedad de Pedro Zamora, cuando fueron emboscadas por un grupo combinado de 20 hombres de las fuerzas del gobierno que rodearon la casa, atacaron con granadas y dispararon con fusiles G3. Los testimonios de las víctimas; una resolución de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos publicada el 26 de julio de 2016, y el informe de la Comisión de la Verdad, señalan la participación de la Guardia Nacional, Policía de Hacienda y Policía Nacional como los responsables de esas ejecuciones extrajudiciales.
Como ocurrió en el oriente del país en las masacres de El Mozote (1981), o en la zona norte de Chalatenango con el Sumpul (1980), o en Cabañas, en la zona paracentral con la masacre de Santa Cruz (1981), los sobrevivientes enterraron a sus muertos en una fosa común, separada a 30 metros de la vivienda en la que fueron masacrados.
Dos años más tarde, en el cantón Costa Rica, del municipio de Texistepeque, siete personas fueron sustraídas en un operativo 'casa por casa' realizado por cuerpos de seguridad, y posteriormente asesinadas. Esta matanza ocurrió el 20 de noviembre de 1982. Luego, siete años más tarde, en 1989, otras cuatro personas fueron asesinadas en similares circunstancias en el cantón Agua Zarca, del municipio de Metapán.
En el año 2005, los familiares de las víctimas de estos tres episodios iniciaron una causa con apoyo de la oenegé Madeleine Lagadelec. El objetivo era buscar justicia y una exhumación y reconocimiento de las víctimas para darles sepultura adecuada. En julio de 2007, la Fiscalía General de la República solicitó a un juzgado las exhumaciones y se abrieron las fosas comunes en los tres escenarios de las masacres.
Desde las exhumaciones, el proceso de justicia caminó a paso muy lento. La entrega de las osamentas programada para el año 2010 fue detenida por orden del entonces fiscal general, Romeo Barahona, quien ordenó que los restos fueran sometidos a pruebas de ADN. Seis años después, el Instituto de Medicina Legal no logró resultados positivos en los análisis de las osamentas, y argumentó que esto se debía al tiempo transcurrido y al estado de los restos óseos. En síntesis, no lograron obtener una prueba científica que vinculara a las osamentas de los masacrados con sus familiares. El pasado 25 de agosto, la fiscal del caso, Gabriela Vega, dijo en la morgue del Cementerio General de Santa Ana: 'No podemos dar la identificación porque por el momento no se encuentran identificados genéticamente ni antropológicamente, todos van a poder ver las osamentas en calidad de depósito', dijo la fiscal del caso, Gabriela Vega.
Los mismos sobrevivientes explican en esta fotohistoria que no pueden ir muy lejos en su reclamo de justicia porque hasta ahora el Estado no ha identificado a sus parientes asesinados.
En una resolución emitida el 26 de julio de 2016 por la Procuraduría para la Defensa de Derechos Humanos, se señala que la Fiscalía cometió graves violaciones a los derechos a la vida digna, la integridad física y moral, así como a los derechos a la verdad, la justicia y la reparación. Según la PDDH, la Fiscalía no respetó la dignidad de los familiares de las víctimas porque se ha perdido el enfoque de atención integral, que no ha sido dirigido en un plan y estrategia general de intervención, ya que por el contrario los esfuerzos estatales se realizan de manera aislada y sin un orden específico, siendo estos, los factores que deben llamar al cambio de lógica para establecer una política efectiva de reparación a las víctimas sobrevivientes o familiares victimados por las graves violaciones a derechos humanos cometidas durante la guerra civil salvadoreña.
La resolución además, exige al Estado pedir perdón y cubrir con los gastos funerarios como medidas de reparación. Ambas exigencias no fueron cumplidas por el Estado, ya que los gastos funerarios fueron cubiertos gracias a donaciones de particulares, según lo dijo a El Faro, Carolina Constanza, directora de la Fundación Madeleine Lagadec. El Estado salvadoreño, por petición de los familiares, por fin entregó las osamentas de 34 víctimas nueve años después de haber sido exhumadas. Según la Fiscalía, las osamentas fueron enterradas en calidad de 'evidencia'. Una evidencia para unas masacres que hasta la fecha el Estado se niega a investigar. Por ser evidencias, la Fiscalía no permitió que cada familia enterrara a sus víctimas, y por eso las 34 osamentas ahora comparten un mismo nicho en el cementerio Santa Isabel, de Santa Ana.
El Caserío Canoas reposa en las entrañas del cantón El Pinalito, en Santa Ana. En este valle, al que se llega luego de transitar por siete kilómetros de calles polvosas, sus habitantes hoy viven de la producción de lácteos. El 8 de octubre de 1980, 20 agentes de los cuerpos de seguridad del Estado (entre elementos de la Guardia Nacional, Policía de Hacienda y Policía Nacional) irrumpieron en la comunidad, rodearon y atacaron con granadas y rifles G3 una vivienda donde unas 80 personas compartían un almuerzo. La masacre de Canoas es uno de tres episodios ocurridos en el occidente del país, entre 1980 y 1989, que familiares de las víctimas y sobrevivientes denunciaron en 2007 con el objetivo de buscar justicia para sus asesinados.
El 8 de octubre de 1980, en el inicio de la guerra, 13 mujeres y 10 hombres fueron asesinados en el caserío Canoas del cantón El Pinalito de Santa Ana. En esa masacre también desaparecieron las niñas, Ana e Isabel Monterola, de 3 y 5 años, respectivamente. En 2005, la Asociación Probúsqueda de niños y niñas desaparecidos en el conflicto armado comenzó a investigar el paradero de estas niñas. 10 años más tarde, logró ubicarlas en Estados Unidos y organizó un reencuentro con sus familiares en El Salvador. Las niñas habían sido víctimas de una red de tráfico de niños durante la guerra. 'El horror que aquí vivimos no lo debemos olvidar', reza una placa del monumento a las víctimas de las masacres ocurridas en Canoas (1980), Texistepeque (1982) y Metapán (1988-1989). La placa fue colocada el 25 de julio de 2007 sobre la carretera entre Santa Ana y Metapán, pero se ha deteriorado con el paso de los años.
Testimonio de Lorenzo Medina Zamora, 63 años, víctima de Las Canoas: 'Yo me encontraba en Ciudad Arce, pero aquí estaba mi mamá, Ciriaca, de 54 años; y mis hermanos, Mariano, de 23, Francisco, de 19 y Alicia Zamora de 17. Ellos sobrevivieron. Mi primo Esteban murió en ese ataque. Los agarraron a la mala. Si ellos hubieran tenido armas otro gallo les cantara. Aquí nadie les puso resistencia. Y si las autoridades no han podido identificar a mi muerto, de qué manera puedo exigir justicia para los culpables de este horror. Los soldados acosaron a la comunidad desde el mes de agosto y terminaron acorralando a las personas en esa vivienda. Nuestro pecado fue organizarnos en cooperativa para salir de la pobreza'.
José Mariano Medina Zamora, 59 años, víctima de Canoas: 'Eran las 12 del mediodía. Habíamos estado toda la mañana estudiando, aprendiendo a leer y a escribir, y habíamos preparado una perolada de arroz y frijoles. Yo pedí dos tortillas y me las iba comiendo mientras caminaba hacia el cerro para vigilar la zona. Los soldados nos habían comenzado a acosar por ser una comunidad organizada en cooperativas. Cuando iba trepando a media cuesta, escuché la balacera. Bajé a la medianoche y vi a mi esposa ametrallada, volcada atrás de un palo. Nos reunimos con otros de la comunidad y comenzamos a llevar a los muertos de dos en dos en una carretilla hasta el hoyo que abrimos. Yo no tengo esa idea de la justicia, me conformo con lo que Dios haga. Yo tenía 23 años cuando esto ocurrió, y quien la mató debe de estar vivo diciendo: yo fui quien mató a esos hijos de puta porque un guardia no cambia su mentalidad'.
El viaje por la justicia para las víctimas de las masacres acabó el 25 de agosto de 2016. Ese día, un juzgado y la Fiscalía acordaron la entrega de osamentas de las víctimas. Médicos forenses e investigadores de la PNC desempacaron cada una de las 33 cajas que resguardaban huesos, ropa, placas dentales y monedas. '¿Alguien identifica esta ropa?', preguntó un médico forense al levantar un vestido. 'Se parece al que andaba mi esposa, pero creo que no es ese, eso se parece a un pañuelo que le puse en la cara para que no le cayera tierra... no estoy seguro', dijo Mariano Zamora, de 59 años, quien enterró a su esposa, Santos Landaverde Ortiz, el día de la masacre de Canoas.
Celso Vásquez carga el retrato de su padre, José Francisco Vásquez, durante el sepelio de las víctimas, ocurrido el 26 de agosto de 2016. José Francisco murió en el operativo 'casa por casa' que realizó la Guardia Nacional en el caserío Costa Rica, Texistepeque, en 1982. En ese operativo fueron asesinados siete hombres. El cortejo fúnebre que homenajeó a las víctimas marchó durante una hora y media desde el lugar del velatorio, en la casa comunal de la colonia El Palmar, en Santa Ana, hasta el cementerio General Santa Isabel. En el trayecto las familias coreaban cantos religiosos. La Fiscalía, la Procuraduría para la Defensa de Derechos Humanos, Medicina Legal y el Centro para la Promoción de Derechos Humanos Madeline Lagadec, organizaron el funeral con ayuda de donantes particulares. La presencia de la Fiscalía y la Policía en la marcha obedeció a la custodia de las osamentas, consideradas como 'evidencia' en una caso que no está siendo investigado. Se suponía que el Estado cubriría los gastos fúnebres, pero la velación y el sepelio corrió por cuenta de donantes particulares.
Reina Martínez Cisneros, 60 años, víctima de Canoas: 'Yo tenía 24 años. Ese día yo estaba enferma, adentro de esa casa, reposando acostada en una camita junto a mi niño, cuando escuché las balas. Estaba una ventana alta y dije: aquí me tiro. Salté la ventana junto con mi niño y vi a mi esposo Emérito Sandoval abrazando a otros niños. Agarré a mis tres niños para salir corriendo y no pude más, me quedé sentada en el corredor y sentí el balazo en mi columna que también le cayó a mi hijo, pero sobrevivió. Nos sacaron de la casa y nos pusieron boca abajo. Me pegaron patadas y me golpearon con el fusil. Sacaron a mi esposo y le dieron un balazo enfrente de mí. Los soldados tomaron del pelo y arrastraron a una niña por todo el corredor hasta que la mataron. Nos tuvieron hasta las seis de la tarde. Nos hicieron pasar encima de todos los muertos y nos llevaron capturados y nos dejaron en el hospital de Santa Ana. Me siento mal ahora que vengo a este lugar, me siento muy mal. Eso jamás se me olvidará'. La bala que recibió Reina en su columna no dejó secuelas graves en su cuerpo.
Tras la masacre en Canoas, los sobrevivientes relatan que la mayoría de casas fueron quemadas. Los que esquivaron las balas, se terminaron desplazando hacia otros municipios cercanos o algunos incluso huyeron de la guerra y se refugiaron en Guatemala. Tres décadas después, algunos regresaron y han repoblado la zona. La vida brota en medio de la aridez y las piedras de ese lugar.
Alicia Rosalina Medina, sobreviviente de Canoas: 'Estuve todo el conflicto armado en el frente de batalla, con las FPL, en la zona de Agua Caliente, Dulce Nombre de María y Arcatao, en Chalatenango'. Foto de Víctor Peña.
Reina Martínez Cisneros, sobreviviente de Canoas, permanece frente a la fosa donde fue enterrado su esposo, Emérito Nolasco Sandoval. Según cuenta Reina, a Emerito le dispararon en la cabeza. En nueve años, las dos pruebas de ADN que las autoridades han realizado a las osamentas no han dado los resultados para determinar la consanguinidad entre los restos óseos y sus parientes que reclaman justicia.
Teresa del Carmen Jordán, 40 años, víctima de Canoas: 'Yo tenía cuatro años. Recuerdo cuando mi mamá Elsa Jordán cayó porque la mataron frente a mí. Mi hermana Marleni Jordán y yo nos tiramos encima de mi mamá muerta y los soldados nos agarraron de los brazos y nos arrastraron con fuerza para que la soltáramos. Recuerdo esos caminos por donde nos sacaron. Me pegaban con las botas para que caminara rápido. Nos llevaron al hospital San Juan de Dios de Santa Ana y pasamos 15 días ahí. Como nadie nos reclamó, nos trasladaron al hogar Adalberto Guirola de Santa Tecla. Despúés de tres meses mi abuelita Petrona Jaco nos encontró. La reconocimos de inmediato y así nos recuperó. Es la primera vez que vengo después de la masacre. Creo que es el único lugar donde tal vez tuve mamá. Se siente feo y hermoso a la vez'. Marleni, la hermana menor de Teresa, vive en Coatepeque, Santa Ana y se dedica a las labores del hogar.
La Fiscalía General de la República decidió a finales de agosto que las evidencias de tres masacres fueran enterradas en un mismo nicho, a la espera de que algún día pueda revelarse la verdad. Desde el 2007, la Fiscalía solo buscó, sin éxito, identificaciones de ADN entre las osamentas de las víctimas y sus familiares-sobrevivientes que aún están con vida y piden justicia. Las 34 pruebas de tres masacres ahora yacen enterradas en el cementerio general Santa Isabel de Santa Ana.
La fosa donde fueron enterradas las víctimas de la masacre de Canoas, 36 años después, es una huerta rodeada de pastizales donde se alimenta el ganado, a unos 30 metros del lugar en el que ocurrió el atentado. 'Hemos andado de arriba para abajo aguantando sol y agua para poder enterrar a nuestros familiares, y aunque estén revueltos sabemos que están ahí, es hora de dejarlos descansar en paz', dijo Lorenzo Medina Zamora, líder de la comunidad, en un homenaje celebrado en septiembre, en el lugar en el que estuvieron enterradas por 27 años las víctimas. Zamora perdió a su hermano, Francisco, y a su primo, Esteban.
Un ataúd se distingue sin las cintas de evidencia con el retrato de Miguel de Jesús Mata, víctima de la masacre del caserío Costa Rica, en el municipio de Texistepeque, el 20 de noviembre de 1982. En ese lugar murieron siete hombre a manos de militares, que con lista en mano sacaron de sus viviendas, torturaron y asesinaron a cada uno de los señalados. Miguel de Jesús sí fue identificado por su familia, que resguardó las osamentas en su vivienda, y decidió enterralas junto a las otras víctimas en solidaridad con las demás familias.
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