Los 12 meses que abarcan la segunda mitad de 1979 y la primera de 1980 son quizá el año más convulso –y fascinante– de la historia política reciente de El Salvador. Y dos personajes esenciales del período son el entonces arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, y el coronel Majano, activo integrante de la Junta Revolucionaria de Gobierno surgida del golpe de Estado de octubre del 79.
Óscar Arnulfo Romero y Galdámez no sobrevivió a aquel año tumultuoso: lo asesinaron el 24 de marzo de 1980. Tres décadas y media después, la Iglesia católica lo beatificó y es muy probable que termine canonizándolo.
Adolfo Arnoldo Majano Ramos salió ileso de los tres atentados que sufrió: dos en 1980 y un tercero en 1988. Nacido en abril de 1938, tiene al momento de esta plática 78 años muy bien llevados, tanto física como mentalmente. Sus últimos 35 años los ha vivido exiliado en México y Canadá. A El Salvador regresa muy poco y, cuando lo hace, mide cada uno de sus movimientos y escoge a las personas con las que se toma un café, porque está convencido de que aún hay sectores políticos en el país que quieren asesinarlo.
Romero y el coronel Majano habían coincidido alguna vez en eventos públicos, pero no se conocieron hasta después del golpe de Estado del 15 de octubre. En diez días diferentes de sus últimos cinco meses de vida el arzobispo consignó en su diario reuniones o pláticas telefónicas con el coronel, y la contraparte asegura que fueron más. “Mi relación con él fue siempre buena”, dice, y su mejor aval son las palabras y el tono que Romero utilizó para referirse a él.
Sin embargo, el coronel Majano se expresa con un dejo de desaire –hostilidad, incluso– hacia la figura crecida hasta la inmortalidad del arzobispo de San Salvador. Contrario a los sectores de derecha que lo odiaron en vida y en muerte, pero que desde que el papa Francisco anunció su beatificación parece que han comenzado a bajar la guardia, el coronel Majano habla de Romero como si le conociera secretos inconfesables por los que le incomodara que se le relacione con la palabra ‘santidad’.
Esa visión desmitificada del arzobispo asesinado es quizá uno de los principales alicientes de esta entrevista, que tiene como columna vertebral las referencias sobre el coronel Majano que Romero plasmó en su diario.
¿Quién era Romero en 1979? ¿Era su voz tan sonora y respetada como se nos ha vendido?
Yo supe de él desde mucho antes, porque una hermana mía estudió en San Miguel y alguna vez me había hablado de él, de cuando era cura. De ahí no volví a saber hasta que fue nombrado obispo en Santiago de María [1974]. La Iglesia siempre ha tenido mucho respeto en El Salvador, y yo respetaba la figura de todos los obispos en aquellos años.
¿Usted es católico practicante?
Soy católico, y me gusta aclararlo porque, por las cosas que digo, hay quienes lo dudan. Siempre me gustó escuchar a los jerarcas de la Iglesia, pero para analizar sus discursos.
Entonces, ¿Romero era en verdad un referente político a finales de los setenta?
Sí, sí, sin duda. Cuando Monseñor Romero llegó a arzobispo, yo trabajaba en Casa Presidencial, en el Estado Mayor Presidencial del coronel Arturo Armando Molina. Siempre lo escuchaba, y sus críticas iniciaron casi desde el principio.
No a nivel de política partidaria, pero ¿diría que desempeñaba un rol político?
Sí, él ya tenía un nombre a escala nacional.
En su opinión, ¿denunciaba con la misma fuerza los excesos de las fuerzas de seguridad que los de los grupos armados de izquierda?
En aquel entonces yo estaba convencido de que se limitaba a denunciar las violaciones a los derechos humanos, sin dar tanta importancia a si era equitativo o no. Él siempre decía eso de que condenaba la violencia viniera de donde viniera.
¿Y así era?
Él denunciaba sobre todo a los cuerpos de seguridad, se le veía ese tinte. Apenas se le escuchó alguna denuncia fuerte contra los grupos subversivos. Aunque repito: yo en aquellos años no me percataba tanto de eso.
Podría decirse, con razón, que las fuerzas de seguridad cometieron más abusos que la incipiente guerrilla.
Los grupos de izquierda secuestraron y asesinaron mucho en los primeros meses de Monseñor Romero... Yo todavía trabajaba en Casa Presidencial cuando asesinaron al ingeniero Borgonovo Pohl, un asesinato a sangre fría cometido por las FPL [Fuerzas Populares de Liberación].
Ese caso lo denunció. Él ofició la misa funeral, de hecho.
Pero no con firmeza. Borgonovo Pohl era el canciller de la República. Algo dijo, habría sido demasiado descarado no decir nada, pero no lo hizo con la firmeza que demostró cuando los fallecidos eran de izquierda. Estaba inclinado hacia un lado, toleraba más la violencia generada por la izquierda. Pero en aquellos momentos yo simpatizaba con sus denuncias, me parecía que hacía lo correcto y no me fijaba en la parcialidad. Fue en mis análisis posteriores cuando me percaté de que sus acusaciones eran fuertes contra un lado y suaves contra el otro.
¿Cómo definiría su relación con Romero?
Los militares que apoyamos el golpe de Estado decidimos tener un acercamiento y mantener una buena relación. Algunos civiles de la Primera Junta [de octubre de 1979 a enero de 1980], por ejemplo, le tenían una gran devoción. Había integrantes del gabinete que se arrodillaban cada vez que lo veían. Eran devotos, ¡devotos!
Y su trato hacia él era...
Estrechábamos las manos, nada de besársela. Un saludo normal entre hombres. Yo no veía normal que él extendiera la mano, y que algunos miembros del gobierno se la besaran y hasta se arrodillaran. Y lo hacían en público. Me sorprendí porque creía que eso ya no existía en la Iglesia, y lo hacían personas que formaban parte de la Junta...
¿Román Mayorga Quirós?
Mayorga, sí. Pero no solo él. Había también un Simán en el gobierno [José Jorge Simán, presidente del Instituto Salvadoreño de Fomento Industrial tras el golpe de Estado] que clavaba la rodilla en el suelo cada vez que lo veía.
¿Calificaría como amistosa su relación con Romero?
No diría que amistad. Mantuve una buena relación, había confianza en el trato, pero la amistad es otra cosa. Cuando entró la Segunda Junta [enero de 1980] y él tuvo una postura más crítica, a Monseñor se le cerraron muchas puertas en el gobierno, pero conmigo siempre tuvo comunicación abierta.
Romero consigna en su diario que la primera reunión con usted es el día después del golpe.
Fuimos a verlo el 16 de octubre al seminario San José de la Montaña [en un sector del edificio funcionaba entonces el arzobispado].
¿Fuimos? ¿Quiénes?
El coronel Abdul Gutiérrez y yo, los dos militares de la Junta. Estábamos en el cuartel San Carlos, y Abdul fue el que promovió la visita, porque él y otros oficiales jóvenes mantenían contacto con Monseñor desde el período de la conspiración, varios meses atrás. Monseñor Romero mantuvo un contacto fuerte con algunos militares.
El teniente coronel René Guerra y Guerra, por ejemplo.
Él y otros oficiales que, varios meses antes, lo habían visitado y hablado con él muchas cosas. En mi opinión, y analizado ya tiempo después, Monseñor estaba inmiscuido en el golpe de Estado. Él participó en la conspiración.
Los dos militares de la Junta lo visitan al día siguiente. Eso de alguna manera subraya su importancia como actor político.
Sin duda. Él tenía un peso en la sociedad salvadoreña, aunque fuera, podríamos decir, un arzobispo rebelde. Yo en ese momento no lo veía así, pero para sus adversarios él era alguien que estaba revolviendo el ambiente.
El mismo 16 de octubre Romero da un discurso de respaldo al golpe de Estado, en el que dice estar “dispuesto a la colaboración con el nuevo gobierno”.
Fue un apoyo fuerte.
¿Así lo sintieron en aquella reunión?
Sí. No hubo tiempo para profundizar mucho, pero a mí me habían explicado que él ya sabía del golpe. El encuentro duró una media hora. Se habló de buena voluntad y de impulsar una apertura de la Junta hacia todas las ideologías.
En su diario dice que él les planteó como urgentes los temas de la amnistía general, el retorno de los exiliados y los desaparecidos.
Pero esos puntos formaban parte medular de nuestro programa. Yo aquí quiero ser muy explícito, porque pareciera, y pasa no solo con Monseñor, que hay gente que no quiere reconocer que ese golpe no lo gestaron los militares. Yo diría que el 70 % del golpe es responsabilidad de civiles, muchos de ellos hombres de la Iglesia, y no atribuyo más del 30 % de responsabilidad a los militares.
Aquel 16 de octubre se alzan en armas distintos grupos de izquierda.
El primer alzamiento fue en Mejicanos. Un grupo de miembros armados del ERP [Ejército Revolucionario del Pueblo] llegó y proclamaron la liberación del pueblo y lo hicieron en nombre del pueblo de Mejicanos… ¡Falso completamente! Era gente de afuera. Se tomaron la iglesia. Después mandamos a los soldados con instrucciones precisas de que no fueran a maltratar a la población civil. Pero a los alzados sí se les tiró.
¿Hubo muertos?
Hubo algún muerto, poco para lo que podría esperarse de un choque de ese tipo. Pero yo quiero recalcar que ellos proclamaron la insurrección de Mejicanos, y eso no es cierto. El informe que yo recibí el 16 fue que en el mercado de Mejicanos habían pasado corriendo, que incluso botaron la venta a algunas señoras, y que después se atrincheraron en la iglesia. Y desde ahí sí hubo disparos. Tiraron a la tropa, y la tropa tiró. Sí fue un combate, y algunos huyeron hacia Cuscatancingo.
El ERP de Joaquín Villalobos se sublevó.
La sigla para mí no era lo importante, y le puedo garantizar que es falso hablar de insurrección del pueblo de Mejicanos, como dijeron. Fueron comandos llegados de fuera del municipio y su acción se resolvió en horas.
Hubo otro alzamiento en San Marcos.
Eso fue el 17 de octubre. E igual: fue algo un poco más fuerte, algo más organizado, porque incluso levantaron algunas barricadas, pero no era un alzamiento del pueblo de San Marcos en armas, como proclamaron, sino de militantes de ese grupo. A mí me frustró... me molestó mucho... la verdad… el hecho de que diéramos un golpe de Estado que de inmediato se había visto que era progresista, con reconocidos personajes de izquierda dentro de la Junta...
¿Para el 16 se había hecho público quiénes integraban la Junta?
Sí, ya se había anunciado que estaban Mayorga Quirós, Guillermo Ungo… el mismo Monseñor se había pronunciado con un mensaje de apoyo. Hasta las organizaciones populares, diría yo, sabían desde mucho antes que ese golpe ocurriría y quiénes estaban detrás. Esas acciones de Mejicanos y San Marcos las hicieron solo por mantener el ambiente de levantamiento.
Según el diario, se reúnen de nuevo el 20 de octubre, cuando usted llega a presentarle al coronel Guillermo García, nombrado ministro de Defensa.
Yo le voy a prevenir de una cosa: al diario de Monseñor Romero que se publicó le cortaron todo lo que a la Iglesia no le convenía que se publicara. El diario sufrió una censura y se lo digo con toda propiedad. Hay muchas cosas que nosotros hicimos que no aparecen ahí, porque yo fui con el coronel Abdul Gutiérrez al Hospitalito después del primer encuentro en San José de la Montaña, y antes de ese otra visita con el coronel García.
El encuentro con el coronel García lo recrea María López Vigil en su libro Piezas para un retrato.
Pero no es como lo cuenta. Para empezar, dice que nos reunimos dos meses después del golpe, y apenas habían pasado cuatro días. Son expresiones arregladas. Es cierto que Monseñor manifestó rechazo a que el coronel García fuera ministro y que le sugirió que renunciara, pero no como se cuenta en ese libro, que hasta ponen expresiones en mi boca que ni yo mismo recuerdo. El coronel García y yo fuimos a buscar a Monseñor porque pensamos que era necesario hablar con él, que nos conociera. Contra mí no tenía nada, pero sí atacaba al coronel García. Yo fui solidario con él, porque sentí que el rechazo era hacia el nombre, la figura. La reunión fue tensa en el sentido de que sí rechazaba al coronel García como ministro, pero yo en ese momento le dije: mire, Monseñor, permítanos trabajar primero y evalúe luego, porque él es un hombre capaz. Terminamos tomando una taza de café y platicando.
También fustigó el nombramiento del coronel Flores Lima como director de la Escuela Militar.
Yo había hecho ese nombramiento, porque Rafael Flores Lima era un hombre competente, capaz, compañero mío, lo conocía desde los 16 años. Pero como tenía el sambenito de haber sido jefe de la Oficina de Información en el tiempo del general Romero… Monseñor lo rechazó desde el primer día y yo terminé removiéndolo. Y luego vinieron más denuncias: la de García, la del coronel Nicolás Carranza… y finalmente abrió fuego contra casi todos los que habían sido funcionarios del general Romero.
Varios de ellos tenían sus manos manchadas de sangre.
No es cierto eso tampoco. Casi todos habían hecho trabajo de oficina, en ANTEL algunos. Nadie puede afirmar que para octubre de 1979 tuvieran las manos manchadas de sangre.
¿Cómo interpreta usted la férrea oposición de Romero al coronel García?
Solo porque había sido funcionario del coronel Molina y del general Romero, y había sonado como precandidato presidencial. La agarró en su contra porque su imagen estaba muy identificada con aquellas administraciones. Creyeron que no era alguien confiable para apoyar un programa de reformas, pero esa era una lectura política. Ahora se podrían decir más cosas sobre él y sobre lo que hizo, porque fue ministro de Defensa cuatro años [1979-1983] y ocurrieron varias cosas, pero cuando el golpe no había razones para oponerse sin darle una oportunidad.
¿Por qué usted se aferró al coronel García?
Guillermo García fue uno de los cadetes más distinguidos de su promoción, y lo sé porque se había graduado dos años antes que yo. Además, todos los nombramientos desde un principio se pensaron como nombramientos de transición, no eran definitivos. Pero aquí le quiero decir algo que no es público: algunos de los oficiales más involucrados en la planeación del golpe tenían relación directa con Monseñor y, cuando no obtuvieron los nombramientos que esperaban, le fueron a meter cosas en la cabeza.
Guerra y Guerra, de nuevo.
Para ser claro... sí. Guerra y Guerra fue de los que más calentó la cabeza de Monseñor contra el coronel García, y eso lo he sabido a la perfección. En el momento no, pero luego supe que enfocó baterías contra García, contra Flores Lima, contra Carranza, contra Vides Casanova... pero a quien no lo tocó ni con el pétalo de una rosa fue al coronel Abdul Gutiérrez, y eso que también había sido funcionario del general Romero.
Romero describe en su diario como “cordial, sincero y franco” el diálogo en aquella reunión con el coronel García.
Es que con él siempre tuve conversaciones cordiales. Eran otros los que llegaban después a infestarle la cabeza. Tenga en cuenta un detalle: Guerra y Guerra atacó y desprestigió a los cuatro militares que hemos dicho, y se los quiso batear porque él quería el cargo, y ni siquiera el de ministro de Defensa lo habría satisfecho, porque él desde siempre se vio en la Junta. Yo después he sabido lo que hicieron para lavar la cabeza de Monseñor él y los padres con los que se reunía. Y tome en cuenta este detalle importante: los mismos anticuerpos que generaba el coronel García o el coronel Carranza los generaba el coronel Abdul Gutiérrez, pero a él Monseñor no lo tocó ni con el pétalo de una rosa. ¿Por qué razón? Algún día se conocerá.
Dígamelo usted.
No. Nunca he tocado ese punto en público.
Entonces, Romero cuestionó con dureza a esos militares.
Yo le planteé que tuviera un poco más de calma, porque si sacábamos a estos, había que sacar como a 60 militares más. Depuramos como a 100 durante la Primera Junta. Hubo una primera sacudida, un sismo de unos 60 y yo fui quien firmó eso, y después réplicas de 20, de 15… Y éramos como 500 en la Fuerza Armada, no éramos miles. Si se hilaba tan fino como querían, no habríamos quedado ninguno, porque todos habíamos formado parte en mayor o menor medida de los regímenes militares. Aparte de que nombrar a alguien joven o de menor rango no garantizaba nada, porque entre los jóvenes también había de la línea dura.
¿Usted es amigo del hoy general García?
No, no tengo contacto con él, ni siquiera lo he vuelto a ver, pero, si ocurriera, de mi parte no habría inconveniente para hablar. No hay por qué mantener resentimientos, pese a las deslealtades que mostró. Quiero que quede claro que no lo estoy defendiendo, por lo que hizo después y también por el papel malísimo y la deslealtad que me demostró cuando yo estuve en la Junta, y la deslealtad a la proclama, pues él juró servir y ser leal a esos principios.
El 14 de noviembre usted llama por teléfono a Romero porque ha sabido de algunas amenazas de muerte en su contra.
Lo llamo para solidarizarme con él. Siempre lo hice así.
Él consigna en su diario que lo sintió optimista.
Un mes después del golpe aún había razones para el optimismo. Para lo que vino después, esas primeras semanas fueron de relativa paz.
En el diario se habla de otra reunión el 16 de noviembre, con la cúpula del Partido Demócrata Cristiano.
Fue en el colegio de la Sagrada Familia. Monseñor Romero dio un respaldo a la Junta. Ahí estuvo también el ingeniero Napoleón Duarte; a mí cuando llegué me dijeron que iba a estar presente. Monseñor sí sabía quiénes iban a estar. Creo que ya pensaba que el ingeniero era una figura que podía hacer un buen papel. Duarte tenía un perfil de líder.
¿Quién organizó la reunión?
No lo recuerdo. Monseñor me dio un respaldo grande en público, me reconoció, y dijo que yo tenía las cualidades de poder incluso asumir la dirección de la Junta, porque en ese momento había una disputa, sobre todo en el medio militar. Las consecuencias de esos vacíos se notaban, y trató de impulsar que hubiera un miembro coordinador de toda la Junta. El mando militar en esa época lo tenía yo, pero empezaban a minarlo, y él me dio ese respaldo.
¿Cómo trataron a Romero los grupos de izquierda radicalizados después de apoyar el golpe?
Lo llamaron reaccionario, dijeron que se había vendido a los Estados Unidos y un montón de cosas feas más.
Personas que hoy lo idolatran.
Sí, mucha de la gente que hoy gobierna el país, que entonces era de las FPL. Pero le voy a ser sincero: ya en aquel entonces lo sentí como una opereta. Acusaron de traidor a Monseñor Romero, a Dada Hirezi, a Morales Ehrlich, al otro, al otro, al otro… y lo vi un poco exagerado aquello. No lo termino de tomar en serio.
¿Cree que las personas de izquierda que integraron el primer gobierno de la Junta lo hicieron para socavar el proyecto desde adentro?
Algunos. Varios militaban ya en grupos armados. Y varios ni siquiera estaban bien cualificados para servir en un gobierno que pretendía ser de transición hacia otro escenario salido de las urnas. El ejemplo más claro es el de Salvador Samayoa, que era militante del Bloque Popular Revolucionario y de las FPL. Él entró como ministro de Educación, pero nosotros no sabíamos. Lo que sí vimos es que no funcionaba. Cuando él renunció, iba a ser removido del gobierno, en una pequeña recomposición que íbamos a hacer.
Siempre según el diario, el 5 de enero vuelven a reunirse en San José de la Montaña...
El 5 de enero...
Usted, Romero, el coronel Abdul Gutiérrez, y monseñor Ricardo Urioste.
Esa fue una de las reuniones privadas, pero hubo otra reunión general en los días que renunció el gabinete [el 2 de enero, consignada también en el diario]. Estuvieron todos los ministros que después renunciaron y parte del alto mando militar. Fue después del evento navideño del 27 de diciembre, en el que militares y civiles terminaron insultándose. La reunión fue en el arzobispado, convocados por Monseñor para limar ese gran problema que había surgido.
¿Cuál fue su rol en aquella reunión general ? ¿Se alineó con los militares por corporativismo?
Traté de promover el entendimiento. A los miembros del gabinete que querían renunciar les dije claramente: vuelvan. Así se lo dije. Y no solo en aquella reunión en el arzobispado. Recuerdo que en esos días fui una vez al Ministerio de Agricultura, donde se había reunido un grupo de renunciantes para planear su estrategia. Llegué y ahí estaban casi todos: Enrique Álvarez Córdova, Mario Zamora… todos o casi todos. Fui de civil. Hablé con ellos porque siempre tuve comunicación, yo nunca la rompí, y les dije: paren esto, regresen a sus puestos, porque si ustedes renuncian, van a dejar el terreno abierto a los de la línea dura de la Fuerza Armada. Y en aquella otra reunión en el arzobispado, hablé uno por uno con todos los que querían renunciar. Incluso con Guillermo Ungo. Y les dije lo mismo: vuelvan, no hablemos tanto, vuelvan a sus puestos, y hablemos después.
El 27 de enero de 1980, Romero se refiere a usted en buenos términos y lo invita a acercarse a las organizaciones populares.
En una ocasión llamé desde Casa Presidencial a la misma oficina del Bloque Popular Revolucionario, arriesgando toda mi posición. Eso fue todavía durante la Primera Junta. Y les hablé para decirles: vengan, vamos a dialogar, y lo hice en nombre de la Junta. Estaban a la par Ungo y Mayorga Quirós. Llamé, pedí que me pasaran con algún dirigente, y los invité a dialogar, porque tenía claro que, sin diálogo, El Salvador iba a terminar en un baño de sangre. A lo que voy es que ya creía que el diálogo era la vía, y que había que hablar con las organizaciones populares, me lo pidiera Monseñor o no me lo pidiera. Yo seguía una línea de trabajo acorde a mis convicciones.
El 7 de febrero usted telefonea a Romero para felicitarlo por el Honoris Causa en Lovaina.
Ya le dije: mi relación con él fue siempre buena.
En la plática intercambiaron ideas sobre el periodismo salvadoreño.
Me dio una impresión dura ver la forma como la prensa se destapó. Fue increíble.
¿A qué se refiere?
Se publicaban muchas mentiras. Yo respetaba mucho los diarios más serios, como La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy, pero empecé a ver golpes bajos tremendos. Daban crédito a informaciones que no eran ciertas y las publicaban con grandes titulares. Y siempre, claro, todo inclinado hacia los intereses de la derecha. A mí me atacaron mucho, pero mucho. El concepto altísimo que tenía de esos periódicos cayó rápidamente. Y luego estaban los pasquines que se imprimían. Incluso sacaron una ficha mía como que era comunista, y hasta El Diario de Hoy lo retomó aquello. Me molestó mucho. Y mire lo que le digo: aún en el presente se siguen escribiendo mentiras sobre aquella época.
¿Por ejemplo?
José Luis Merino, el dirigente del FMLN, ha publicado un libro sobre aquellos años. Lo que leí sobre mi persona es una falsedad completa, porque afirma que yo estaba comprometido con un levantamiento militar en coordinación con los grupos subversivos que en enero de 1981 lanzaron la llamada Ofensiva final. Eso es falso completamente. Nunca hubo un plan de insurrección dentro de la Fuerza Armada. Nunca.
14 de marzo, a diez días del asesinato. Una cena en la que también participaron José Antonio Morales Ehrlich, monseñor Urioste y el padre Francisco Estrada.
Promoví aquel encuentro para limar asperezas entre los demócrata-cristianos y Monseñor Romero, porque en esos días estaba muy hostil hacia ellos. Yo tenía una muy buena relación con Morales Ehrlich.
Cinco días antes se había aprobado la Ley Básica de la Reforma Agraria.
Aquella cena fue uno de los encuentros más interesantes de todos los que mantuve con él. Hubo tensión en la reunión en el sentido que se defendieron puntos de vista completamente distintos, pero a la vez fue una reunión positiva, porque se habló. La discusión más intensa fue entre Monseñor y Morales Ehrlich, porque él planteó que la Junta y el Partido Demócrata Cristiano se estaban prestando para muchas cosas negativas, y hasta sugirió que se salieran, punto en el que yo no coincidía. Nosotros habíamos invitado a Monseñor Romero a Casa Presidencial para la presentación de la Reforma Agraria, porque era algo que en sus homilías él venía pidiendo desde hacía años, pero no quiso ir.
¿Quién cuestionó a Morales Ehrlich, el propio Romero o los padres que lo acompañaban?
El portavoz aquella vez fue Monseñor Romero. Urioste… Urioste casi nunca hablaba en las reuniones, al menos en las que yo coincidí con él. Lo suyo era poner cara de no muy buenos amigos y estar callado.
Según el diario, aquel del 14 de marzo fue el último encuentro presencial entre ustedes.
Hubo otro. El viernes antes de que lo mataran [viernes 21 de marzo de 1980; los cuatro últimos días de vida de Romero no aparecen en su diario] nos reunimos en el Hospitalito. Él me hizo llegar un mensaje en el que mostraba interés por verme, y llegué. Fui solo, con mi seguridad y un oficial de los más allegados, creo recordar. En esa plática me mostró apoyo, y así me lo dijo: yo le voy a apoyar.
¿Apoyarlo en qué sentido?
Pues infiero que se refería a mi posición en la Junta. Y quedamos de reunirnos de nuevo lunes o martes, pero se vino el asesinato.
Dos días después de aquel encuentro fue el discurso contra la Fuerza Armada en el que dijo aquello de “¡Cese la represión!”.
Cuando lo escuché... me pareció chocante. El discurso en el que gritó eso me pareció una estupidez, como echar gasolina en la escalada de violencia que teníamos aquellos días. El viernes habíamos hablado en un tono mucho más suave. Se quejó de que había mucha violencia y represión, sí, pero yo no me esperaba aquel discurso. Monseñor Romero cometió muchas imprudencias temerarias, estaba toreando el toro a cada rato, y se le advirtió una vez, dos veces, tres veces… ¡Cuántas veces se le advirtió! Pero él salía a exponerse.
Dicen que en sus últimos días de vida manejaba él su propio carro.
Casi como invitando a que lo mataran. Yo he llegado a la conclusión de que Monseñor Romero quería que lo mataran.
¿Dónde y cómo recibe la noticia del asesinato?
En Casa Presidencial. Al instante me llegó el informe de todo lo que se había visto: el carro Volkswagen y todo eso. Me dejó estupefacto. Fue algo terrible. Ahí mismo intuí que los problemas se agravarían en El Salvador. Y quien lo haya hecho sabía que estaba poniendo leña en el fuego en la escalada de violencia.