Conocí a Luis Roberto Parada en abril de este año, en una conferencia en Nueva York a la que llegó vestido con un elegante traje, congruente con su trabajo en un prestigioso despacho internacional de abogados. Era imposible adivinar por su apariencia que fue, hasta hace un par de décadas, un militar salvadoreño graduado de la academia de West Point en Estados Unidos; que pasó por el campo de batalla en la guerra civil de los 80 y que recaló en la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), donde se encontraba el día del asesinato de los jesuitas.
En Nueva York, el abril pasado, Parada compartió panel con el expresidente Armando Calderón Sol, con el ex comandante guerrillero Facundo Guardado y con el general estadounidense Mark Hamilton, ex agregado militar en la embajada de su país en El Salvador. Los panelistas abordaron el caso jesuitas y las pretensiones de un juez de la Audiencia Nacional de España de someter a juicio a 19 militares salvadoreños acusados de participar en el crimen. Después de que el expresidente Calderón Sol calificara de atropello a la soberanía los intentos del juez español, Parada habló con firmeza. “La Fuerza Armada, aun en una guerra, debe amparar sus acciones en la ley. Quienes hicieron ese crimen le hicieron un grave daño al país y es necesario un esclarecimiento. Hasta ahora nadie se ha hecho cargo ni ha aceptado su responsabilidad.”
Un cuarto de siglo después de la masacre, y del fin de la guerra, es más fácil decir estas cosas en público. Sobre todo si no se está de alta en el ejército y se vive en Washington, D.C. Pero no era la primera vez que el capitán Parada las decía. Un periódico de la Universidad de Brown registró en noviembre de 1990, apenas un año después del crimen, un evento en el que estudiantes universitarios interrumpieron al capitán Parada, entonces miembro de la agregaduría militar en la embajada, para acusar a gritos al ejército salvadoreño de violaciones a los derechos humanos, entre ellas el asesinato de los sacerdotes jesuitas. El militar salvadoreño tomó el micrófono y les respondió: “Nadie en el ejército salvadoreño se siente orgulloso de ello. No solo lo lamentamos, sino que creemos que fue incorrecto y que las personas que asesinaron a los sacerdotes jesuitas deberían ser llevadas a juicio”.
Esa opinión, dice, la sostiene desde la mañana del 16 de noviembre de 1989, cuando supo que los sacerdotes jesuitas habían sido asesinados por sus compañeros de armas. Lo supo él y lo supieron muchos otros militares: al menos 25 oficiales de la DNI y de la Escuela Nacional de Inteligencia; y medio centenar de soldados del Batallón Atlacatl que perpetraron el crimen; y todos los oficiales de la Escuela Militar de donde partió el Atlacatl y cuyo subdirector les entregó el fusil para matar a los sacerdotes jesuitas; y los coroneles del Alto Mando que la noche anterior acordaron el crimen; y los agentes de inteligencia estadounidenses asignados a la DNI. Todos ellos lo sabían ya la mañana del 16 de noviembre de 1989 y todos ellos callaron, mientras la Fuerza Armada movía todo el aparato institucional para responsabilizar a la guerrilla de los crímenes cometidos a sangre fría por los soldados del Atlacatl.
El mismo día de la masacre, la Fuerza Armada elaboró una esquela que apareció impresa en los periódicos del día siguiente. La esquela decía: “LA FUERZA ARMADA DE EL SALVADOR CONDENA DE FORMA ENÉRGICA Y TERMINANTE… La criminal acción terrorista perpetrada este día en horas de la madrugada en el interior de la Universidad Centroamericana ‘José Simeón Cañas’ contra los sacerdotes jesuitas…” y expresaba sus condolencias “por tan infame e irracional crimen”. El 19 de noviembre el ministro de Defensa, general Humberto Larios, así como el fiscal general Mauricio Colorado, declararon a medios de comunicación que el FMLN era responsable de la masacre.
El encubrimiento se mantuvo por meses a pesar de evidencias de la autoría castrense. El 9 de enero de 1990, en voz del presidente Alfredo Cristiani, la Fuerza Armada admitió por primera vez la participación de algunos de sus miembros, pero hasta hoy continúa rechazando cualquier responsabilidad institucional en el crimen y en el encubrimiento.
Aquella mañana del 16 de noviembre, poco después de enterarse de la masacre, Parada se fue al campus universitario a ver los cuerpos de las víctimas, aún tirados en el patio a la entrada de la residencia curial. La manera en que se enteró del crimen confirmaba la autoría militar; por eso fue llamado a declarar ante la Comisión de Investigaciones de Hechos Delictivos y ante el Juzgado Cuarto de lo Penal. Aquellas declaraciones quedaron registradas, e incluso merecieron un párrafo en el libro Una Muerte Anunciada, de Marta Doggett. Poco más. Pero su testimonio arroja luz importante no solo sobre la confirmación de la autoría, ya probada, del crimen, sino también sobre su encubrimiento; que fue, como él mismo lo califica, un segundo crimen.
La semana pasada, en una visita a su despacho en Washington, la ciudad donde vive, Parada me contó cómo se enteró de aquel crimen y confirmó la presencia de agentes de inteligencia estadounidenses en las oficinas de la DNI.
Hoy es un abogado de 56 años con el cabello gris y apariencia tímida. El 16 de noviembre de 1989 el entonces teniente Parada tenía 29 años y era jefe de la sección de análisis criptográfico de la Dirección Nacional de Inteligencia. En plena ofensiva de la guerrilla sobre la capital del país todo el ejército estaba en emergencia, por lo que todos los días había reunión de oficiales en la DNI.
—El 16 de noviembre de 1989 por la mañana yo estaba en una reunión en la DNI —recuerda Parada—. Éramos unas 25 personas, de la DNI y de la Escuela Nacional de Inteligencia...
—¿No había ningún agente estadounidense?
—No recuerdo haber visto a ninguno. Las reuniones tenían dos partes: Una solo de los analistas, que eran los que daban primero el reporte de lo que había pasado la noche anterior. Era puramente informativa. En la segunda parte nos quedábamos solo los oficiales. Durante la ofensiva, participaban también algunos extranjeros, no te sé decir si todos eran de la CIA o había de la Agencia Nacional de Seguridad. Unos dos o tres. Pero no se quedaban para la segunda parte de la reunión.
—¿Es cierto que un equipo de agentes de la CIA compartía oficinas con la DNI?
—Sí, es cierto.
—¿Cuántos eran?
—Ellos tenían su propia entrada pero eran unos ocho o 10.
—Y cuando te enteraste ya estaban en la segunda parte de la reunión…
—Sí. El director de la DNI era el coronel Carlos Mauricio Guzmán Aguilar (hoy prófugo, requerido por la justicia española por ese mismo crimen). Nos estaba explicando las decisiones que se habían tomado la noche anterior en el Estado Mayor. Él participó la noche anterior en la reunión del Estado Mayor. Nos dijo que habían decidido entrar con artillería y Fuerza Aérea en los sectores tomados por el FMLN. Sabíamos que habría víctimas civiles pero ya no podían seguir esperando. Fue un anuncio de contraofensiva militar. Entonces entró el capitán (Carlos Fernando) Herrera Carranza, que era el jefe de operaciones. Dijo que había escuchado por la radio MX, que era la radio interna del ejército, que habían matado a Ellacuría después de que se resistió al arresto. Fue un gran shock.
Esta información contenía implícita una segunda, que todos los militares presentes entendieron de inmediato: resistirse al arresto es resistirse a la autoridad. Al justificar el asesinato a través de la radio interna del ejército, estaban confesando su autoría.
—¿Cómo reaccionó Guzmán Aguilar?
—No mostró ninguna sorpresa. Solo dijo: “Ya ven, ya comenzaron a pasar algunas cosas”. Algunos presentes en la reunión expresaron alegría. No es cierto que hubo aplausos, pero sí expresiones de alegría de algunos. El director de la Escuela Nacional de Inteligencia (el coronel Roberto Pineda Guerra) reaccionó distinto, diciendo que esto le podría costar la guerra a la Fuerza Armada. No recuerdo exactamente qué respondió Guzmán Aguilar.
Roberto Pineda Guerra es un militar graduado en la Escuela de las Américas al que servicios de inteligencia estadounidenses vincularon a finales de 1992 con una conspiración para derrocar al presidente Alfredo Cristiani. Pineda Guerra, quien también fue director de la Policía de Hacienda, fue detenido en San Salvador en septiembre del año pasado, por tenencia ilegal de armas. Continúa en prisión.
—Poco tiempo después Herrera Carranza regresó y dijo que al parecer los muertos eran ocho curas de la UCA. Allí pensé que algo distinto había pasado. Que no había sido por resistirse a un arresto. Allí mismo se desvaneció esa reunión —recuerda Parada.
Pocos días antes y debido a la situación de emergencia, el ejército había instalado en la Escuela Militar un Comando de Seguridad del Complejo Militar. Para ello había solicitado a la DNI cinco radios del sistema interno de inteligencia, los conocidos como MX. Las investigaciones posteriores no pudieron determinar si la información original sobre el asesinato de los sacerdotes salió de alguna de esas radios o del Estado Mayor.
—En 1991 declaraste que dos días antes del asesinato habías informado sobre la presencia de guerrilleros en la UCA.
—Yo trabajaba en la DNI, me saltaba un muro de la zona marginal y ya estaba en el parque de mi colonia, la Palermo. Me iba a pie. Iba a cenar con mi esposa esa tarde del 13 de noviembre cuando me encontré a mi vecina, la esposa del coronel Fermín Águila. Ella me contó que una amiga suya había visto a guerrilleros saltándose a la UCA. Regresé a la DNI y les informé. También les avisé por el teléfono militar de campaña al Estado Mayor. Lo creí pertinente, porque la UCA estaba muy cerca del Estado Mayor. Estábamos en plena ofensiva.
—Y después, esa misma noche, hubo un cateo en la UCA. ¿Creés que fue por lo que informaste?
—No lo puedo asegurar. Pero el cateo era justificado basado en la información que habían escuchado no solo de mí. El cateo se envió una hora después. Me pareció algo normal. Después, al considerar todos los elementos, me parece que ese cateo no era para ver si había guerrilleros adentro porque se fueron directamente a registrar la casa de los curas. Fue Herrera Carranza el que le pidió a (uno de sus subalternos, el teniente Héctor Ulises) Cuenca Ocampo que acompañara el cateo. Cuando me lo dijo me fui con uno de los analistas a incorporarnos al cateo. Llegamos hasta la entrada de la UCA pero a la entrada me dijo un oficial de la PH que daba seguridad que ya habían pasado hacía varios minutos y que estaba oscuro. Decidimos no entrar.
Héctor Ulises Cuenca Ocampo, otro graduado de la Escuela de las Américas, es también requerido por el juez Eloy Velasco en la Audiencia Nacional Española. Según la abogada demandante, Almudena Bernabéu, Cuenca Ocampo fue localizado trabajando en servicios de seguridad en el aeropuerto internacional de San Francisco, Estados Unidos, pero desapareció en cuanto se hicieron públicos los requerimientos del juez español.
—¿No te pareció raro que enviaran en plena ofensiva a una parte del Batallón Atlacatl a realizar el cateo?
—No. No me pareció raro que enviaran a la sección de reconocimiento del Atlacatl, por la cercanía con el Estado Mayor. No sé cómo coordinó Herrera Carranza con el Atlacatl para enviar a Cuenca Ocampo. Lo debe haber enviado por interés propio de nuestra unidad militar, porque estaba muy cerca de nosotros. No era descabellado pensar que se habían metido guerrilleros allí. Cuenca Ocampo me contó que Ellacuría se había molestado por el cateo, que le pidió su nombre para reportarlo. Cuando me dijo eso le dije: “¿Por qué no lo amarraron, pues?” Por eso primero pensé que lo habían matado por resistirse al arresto. Hasta que supe que eran ocho los muertos.
Seis sacerdotes jesuitas más dos mujeres fueron asesinados por soldados del Batallón Atlacatl en la madrugada del 16 de noviembre de 1989. Pero algunas horas más tarde, cuando los primeros informes llegaron a la Dirección Nacional de Inteligencia, que compartía oficinas con la CIA, los oficiales recibieron el reporte de “ocho curas muertos”. Los agentes estadounidenses de inteligencia, según Luis Parada, no sabían nada. En medio de aquel desconcierto, Parada decidió ir a la UCA a ver qué había pasado. Uno de los agentes norteamericanos se unió a la exploración.
—Yo decidí ir con Herrera Carranza a la UCA. El jefe del equipo de la CIA, que se llamaba Amado —identificado en el libro de Doggett como Amado Gayol—, se vino con nosotros. Amado estaba afuera de la reunión y fui yo quien le dije que viniera con nosotros. Él no sabía qué había pasado. Yo se lo conté. Él vio que había conmoción —dice.
Si la versión del excapitán Parada es cierta, el jefe del equipo de agentes de inteligencia destinados a la DNI, Amado Gayol, supo pocas horas después de la masacre quién la había cometido. Por boca del propio Parada.
—Es decir, hablaste con él después de que tú ya habías concluido que (a los sacerdotes jesuitas) los había matado el ejército, por lo de la radio MX.
—Así es.
—¿Le contaste (a Gayol) lo que había pasado en la reunión?
—Así es. Cuando llegamos vimos los cuerpos. Deben haber sido como las 7:30 de la mañana. Había ya gente de prensa tomando fotos, así que Amado se fue de regreso con Herrera Carranza. Me quedé solo ahí. Yo había ido por curiosidad, porque quería saber qué había pasado. Había tensiones en el ejército, en la DNI hubo insubordinaciones durante toda la ofensiva. Yo estaba muy afectado. Era evidente que los había matado el ejército.
—¿Por qué era evidente?
—Si en la radio interna nos dicen que fue “por resistirse al arresto”… En la cadena radial había escuchado que le estaban echando la culpa al FMLN.
La masacre de la UCA fue un crimen premeditado. El cateo realizado dos días antes en la casa curial estuvo a cargo de los mismos soldados que llevaron a cabo los asesinatos en la madrugada del 16 de noviembre: el Batallón Atlacatl de Fuerzas Especiales. Algunas de sus unidades habían sido movilizadas justo esos días hacia la Escuela Militar, donde recibieron las órdenes para llevar a cabo ambas acciones. El coronel Carlos Camilo Hernández Barahona, entonces subdirector de la Escuela Militar, confesó en una entrevista haber entregado un rifle tipo AK-47, que era de los que usaba la guerrilla, a oficiales del Batallón Atlacatl, para que con ese rifle asesinaran a los sacerdotes. De esta manera podrían responsabilizar al FMLN del crimen.
—Me regresé después a ver a Herrera Carranza. Le reclamé que cómo era posible que estuviéramos encubriendo el hecho. Ya habíamos hablado de lo estúpido de intentar encubrir este tipo de hechos un año antes, cuando la masacre de San Sebastián.
En septiembre de 1988, en San Sebastián, San Vicente, soldados de la Quinta Brigada, bajo las órdenes del mayor Mauricio Beltrán Granados, ejecutaron a 10 campesinos previamente capturados y sometidos y plantaron evidencia para responsabilizar de los homicidios a fuerzas guerrilleras. Solo tras una visita del vicepresidente estadounidense, Dan Quayle, en febrero de 1989, en la que exigió castigo a los responsables, fue investigada la masacre. El prestigio del ejército quedó muy dañado, particularmente en Estados Unidos, que era el país que proveía la mayor parte de la ayuda militar a El Salvador. El 16 de noviembre de 1989, apenas horas después de la masacre de los jesuitas, la operación de encubrimiento ya había iniciado.
—En la tarde hubo otra reunión de oficiales —sigue Parada—. El coronel Roberto Pineda Guerra nos dijo que ya la investigación estaba en manos de la Comisión de Investigación de Hechos Delictivos y que no habláramos con nadie. Yo supuse que se refería a que no le dijéramos a nadie lo de la mañana. Que especialmente no habláramos con los norteamericanos. Pensé que lo decía porque mi esposa era capitán del ejército estadounidense y trabajaba en la parte administrativa del MilGroup (la sección de militares estadounidenses) de la embajada. Toda la DNI sabía que había sido el ejército pero nadie hablaba de ello.
—El 9 de diciembre, el presidente Cristiani ofreció 250 mil dólares a quien diera información sobre los autores de la masacre…
—¿De qué te sirven 250 mil dólares si estás muerto?
Pocas semanas después, y ya ascendido a capitán, Parada fue asignado a la agregaduría militar en Washington, junto con el coronel Carlos Armando Avilés, miembro del Estado Mayor Conjunto, y el capitán Salvador Giralt Barraza, los tres bajo las órdenes del general Adolfo Blandón.
—A mediados de diciembre, estábamos preparándonos para el viaje a Washington con el coronel Avilés y el capitán Barraza. Él (Avilés) había estado a cargo de la Comisión de Investigación de Hechos Delictivos (que ya había iniciado las investigaciones de la masacre de los jesuitas) algún tiempo antes y nos dijo que pasáramos a visitarlos. No estaba el comandante y era su fiesta navideña. Avilés les dijo unas palabras, les dijo que era importante que investigaran bien el crimen. Uno de los investigadores le preguntó que qué pasaría si las investigaciones apuntaban a la Fuerza Armada. Él les respondió que era necesario que la verdad saliera a relucir. Otro día Avilés nos hizo un comentario que había escuchado que Benavides estaba involucrado. Yo le dije que en la DNI desde el primer día manejábamos que había sido la Fuerza Armada. Todo mundo sabía pero nadie quiso decir nada. Por temor, por incertidumbre.
El coronel Avilés ya no se fue a Washington. Pocos días después de aquella visita a la CIHD, un mayor estadounidense llamado Eric Buckland, que había estado asignado en El Salvador como asesor del comando de Operaciones Sicológicas del Estado Mayor Conjunto que dirigía el coronel Avilés, dijo haber escuchado del propio Avilés que tropas del Batallón Atlacatl, obedeciendo órdenes del director de la Escuela Militar, el coronel Guillermo Alfredo Benavides, habían cometido el asesinato. Los asesores militares estadounidenses y los agentes de inteligencia de ese país, al parecer, oficiaban abiertamente en todas las instalaciones militares. Tenían también oficinas en el Centro de Operaciones Conjuntas de la Fuerza Armada y, justo en los días del asesinato de los jesuitas, varios asesores militares estadounidenses estaban impartiendo entrenamiento al Batallón Atlacatl. Los aparatos nocturnos que los asesinos utilizaron la noche del crimen pertenecían a los asesores norteamericanos. Según Doggett, uno de ellos dijo después que se los habían llevado sin permiso.
Buckland estaba fijo en las oficinas del Estado Mayor y según él mismo declaró tenía una relación muy cercana con el coronel Avilés. En su primera declaración, incluso dijo que días antes del asesinato había acompañado al coronel Avilés a visitar al coronel Benavides a la Escuela Militar, y aunque no participó en la reunión testificó que Avilés le contó que Benavides quería asesinar al rector de la UCA. Posteriormente Buckland se retractó de esta parte de sus declaraciones, pero sostuvo las demás.
El traslado del coronel Carlos Avilés a Washington se suspendió y se quedó en San Salvador para negar las declaraciones de Buckland. Parada y Barraza sí se unieron a la agregaduría militar de la embajada, en enero de 1990.
Parada dice que, casi un año después, durante un viaje a San Salvador, encontró a Herrera Carranza atemorizado:
—En un viaje a San Salvador me encontré con Herrera Carranza, y me pidió que si me llamaban a declarar dijera que él se había enterado a través de la radio comercial, no de la radio interna. Tenía miedo. Pocos días después lo trasladaron a Morazán. Lo mandaron a Gotera con un grupo de soldados, cosa que no era usual. Fue el único muerto. Me dijeron que de un tiro en la espalda. Muy raro.
En marzo de 1991, Parada fue llamado a declarar ante la Comisión de Investigaciones de Hechos Delictivos. Antes de viajar a San Salvador, y conociendo el destino del capitán Herrera Carranza, dejó escrito su testimonio con una nota al final: “ESTA INFORMACIÓN PARA SER REVELADA SOLAMENTE EN CASO DE QUE MI MUERTE O DESAPARECIMIENTO IMPIDAN MI TESTIMONIO PERSONAL”. Dos meses después volvió al país para declarar ante el Juzgado Cuarto de Paz, que llevaba el proceso. Para entonces, dice Parada, el embajador estadounidense William Walker, ante la falta de colaboración del ejército para esclarecer el crimen (y es posible que Walker desconociera la información que tenían agentes de inteligencia de su país), comenzó a presionar para investigar el encubrimiento.
—Volví en mayo a San Salvador a declarar otra vez ante el juez Zamora. El embajador Walker me pidió que le llevara un mensaje al coronel René Emilio Ponce: que estaba cansado de la falta de cooperación del Alto Mando y que quería resultados. Se lo dije a Ponce. Me dijo que era la segunda vez que le enviaba este mensaje —recuerda.
Casi tres décadas después el crimen continúa impune. Ante los esfuerzos de la Audiencia Nacional de España y las órdenes internacionales de captura contra 17 militares salvadoreños a los que acusa del crimen, cuatro de ellos fueron detenidos en territorio salvadoreño en febrero de este año. Uno más, el coronel Inocente Orlando Montano, guarda prisión en Estados Unidos por violaciones a las leyes migratorias y aguarda resolución del pedido de extradición del juez Eloy Velasco, de la Audiencia Nacional de España.
El capitán Luis Parada obtuvo su baja del ejército el 31 de octubre de 1994, pero se quedó en Estados Unidos junto a su esposa. Allá obtuvo un doctorado en derecho internacional. Posteriormente fue contratado por el despacho norteamericano Foley Hoag. Como miembro de ese despacho, el abogado Luis Parada se subió el pasado 4 de noviembre a una tarima de la plaza central de Sensuntepeque, para hablar ante unas 200 personas reunidas para celebrar el triunfo judicial de El Salvador contra la compañía Pacific Rim —hoy Oceana Gold— y sus aspiraciones de explotación minera en Cabañas.
El exmilitar es hoy el jefe del equipo de abogados que representó a El Salvador ante el CIADI, un centro internacional de arbitraje del Banco Mundial en el que la minera interpuso su demanda. A Sensuntepeque llevó copias de la sentencia para entregarlas a manera de reconocimiento a la Mesa Contra la Minería y a familiares de activistas cuyos asesinatos han sido vinculados a su oposición contra la explotación minera en Cabañas. Fue vitoreado. Respondió sonrojándose.
Aun en medio de los festejos por el triunfo salvadoreño ante Pacific Rim, Parada encontró espacio para repetir lo que viene diciendo desde hace un cuarto de siglo: “Quienes cometieron ese crimen deben ser juzgados”.
*Fe de errata: En la versión inicial de este artículo se decía por error que el Fiscal General en 1989 era Manuel Colorado. El nombre correcto es Mauricio Colorado.