La Hna. Maura Clarke, M.M. fue una de las cuatro estadounidenses asesinadas por la Guardia Nacional al comienzo de la Guerra Civil de El Salvador. Ita Ford, Dorothy Kazel, Jean Donovan y Maura Clarke habían llegado al país para acompañar al pueblo salvadoreño y su muerte las unió a 75.000 salvadoreños que murieron durante la guerra. En 2015 el Estado declaró como Bien Cultural el sitio donde se encontraron sus cuerpos en Santiago Nonualco.
Un nuevo libro, A Radical Faith: The Assassination of Sister Maura , explora las fuerzas personales, religiosas y políticas que llevaron a Clarke a El Salvador. Cuenta la historia de cómo su concepto de fe cambió desde su niñez en la ciudad de Nueva York, pasando por los años que vivió en Nicaragua trabajando en la iglesia popular, hasta los últimos meses de su vida. Este fragmento del libro comienza en octubre de 1980, con la hermana Maura en una clase de primeros auxilios en Chalatenango.
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En un lugar apartado donde se habían reubicado las familias de refugiados, la hermana Betty, una enfermera, impartía la clase de primeros auxilios. Maura prestaba mucha atención, practicando cuidadosamente cómo suturar una herida. Le impresionaba la actitud estudiosa del joven a su lado, ambos querían estar listos para dar tratamiento a quien necesitara ayuda, fuera combatiente o civil.
De repente, se suspendió la clase y todos se dispersaron. Alguien había oído que se acercaba la Guardia Nacional. Maura y Betty regresaron a la parroquia de Chalatenango. En el camino tenían que pasar una casa donde se creía que había miembros de ORDEN, sentados, mirando desde el corredor frente a la casa. Maura trató de controlar las piernas, pero temblaban violentamente y le resultaba difícil caminar. Lograron regresar a la casa parroquial, y esa semana llegó una visitante muy querida. Peg Healy, la buena amiga de Maura de los tiempos que estuvo sirviendo en Nicaragua, estaba en El Salvador para recopilar datos sobre la represión en el país.
Junto a Maura, Peg, Betty, Peter, e Ita, otra hermana Maryknoll y compañera de trabajo de Maura, se sentaron en la bodega esa noche. Se sentía olor a gasolina. ¿Era que alguien había derramado combustible alrededor de su casa, listo para encender un fósforo y darles fuego? Maura se apresuró a salir con los demás, a caminar alrededor del edificio. No, debía de haber sido el motor de un coche que goteaba. Volvieron a entrar, temblando. Era difícil no estar asustado todo el tiempo. Pocos días antes la Policía Nacional había rodeado la casa de un párroco en San Salvador y lo había arrestado. Al día siguiente encontraron su cuerpo a las afueras de la ciudad. Le habían disparado en la boca y en el pecho.
Maura e Ita trataban de bromear con viejos amigos que entendían los riesgos que enfrentaban. “Probablemente así moriremos”, reían, señalando los enormes sacos de frijoles y arroz almacenados en el entretecho poniendo demasiado peso sobre las vigas, “quedaremos aplastadas bajo cincuenta libras de arroz”.
Además de entregar comida y transportar a los refugiados a sitios seguros, Maura e Ita documentaban el horror que presenciaban. Recibían declaraciones de las víctimas y frecuentemente enviaban informes a Socorro Jurídico, la oficina de asistencia legal establecida por Monseñor Romero cinco años antes. Roberto “Beto” Cuéllar Martínez, el abogado encargado de la oficina, las consideraba casi como colegas. Ellas se encontraban entre un puñado de los documentadores más activos de violaciones de derechos humanos, parte de una red de monjas y sacerdotes interesados y gente de la iglesia en todo el país que recogían pruebas específicas de la represión militar. Maura e Ita llegaban frecuentemente a las oficinas de Socorro Jurídico con testimonios escritos, nombres y fechas para agregar al catálogo del terror. El objetivo de anotar las atrocidades, mantener registros, encontrar nombres y hacer declaraciones juradas era crear un registro. Algún día sería posible llevar a juicio estos horrores. Por el momento, se contabilizarían y Socorro Jurídico seguiría los recursos legales disponibles.
Maura e Ita estaban ansiosas por ayudar, quizás era fuente de alivio el hecho de que al menos podían llevar un inventario de las atrocidades que quemaban sus ojos y sus corazones. Cuéllar también investigaba los crímenes que cometía la izquierda. Hubo secuestros y asesinatos de informantes. Cuando las guerrillas ponían bombas en edificios del gobierno o secuestraban autobuses, morían civiles. Pero hubo mucho más terrorismo militar. Socorro Jurídico estaba bajo vigilancia constante de parte del ejército. Su trabajo, que completaba cuidadosamente un cuadro de represión que podría llevarse a las Naciones Unidas o a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hacía que la institución fuera particularmente peligrosa para los militares.
No importaba que Socorro Jurídico no tomara parte en la emergente guerra civil y mantuviera una neutralidad invariable. El mandato de la organización eran los derechos humanos, no la revolución. En el verano la oficina fue allanada y saqueada, luego, en septiembre, le pusieron bomba. En 1980, Cuéllar y otros miembros del personal recibieron amenazas a muerte casi continuas de parte de los militares.Para entonces, él había dejado de vivir con su familia. No quería que su presencia los pusiera en peligro. No funcionó. En abril, la derecha descubrió donde vivían su esposa e hijos y llegaron a su casa con una amenaza. Miembros de un escuadrón de la muerte llevaron tres ataúdes: uno de tamaño regular para la esposa de Cuéllar, dos pequeños para sus hijos.
Cuéllar consideró necesario recordar a Maura e Ita que Socorro Jurídico era neutral. Estas monjas no tenían gran amor a la guerra, pero querían ver que estos salvadoreños ganaran. Estaban comprometidas con la posibilidad de un país donde la gente tuviera derechos básicos, donde los agricultores poseyeran la tierra que cultivaban y los trabajadores recibieran una recompensa salarial justa. Maura hablaba sobre estos temas con Miguel Vásquez, un seminarista que estaba haciendo su último año de formación en Chalatenango. Había sido un privilegio estar con el pueblo nicaragüense, organizar y compartir su sufrimiento y esperanza, le dijo Maura a Miguel. Allá se había sentido querida, parte del pueblo. Ahora que los nicaragüenses habían triunfado, parecía correcto estar con la gente que todavía luchaba en El Salvador. Estaban siendo crucificados. Podía estar con ellos ahora, tratar de demostrar que Dios no los había abandonado.
Pero todo este trabajo y la amenaza constante de la violencia cobraron su precio en Maura. Por primera vez en su vida, la gente la describió como callada, reservada. Siguiendo el hábito que su madre había desarrollado cuando era niña en Irlanda del Norte, tenía cuidado de no decir nada inapropiado, de no revelar un hecho o una impresión que pudiera poner a alguien en peligro. Había adelgazado, su rostro estaba demacrado. Aparecieron círculos oscuros debajo de sus ojos. Alfredo Rivera Rivera, el adolescente que vivía con las hermanas y los seminaristas, notaba que Maura con frecuencia caminaba sola, con la espalda recta y pasos largos. Caminar siempre había aclarado su mente, la llevaba de regreso a sus paseos infantiles en el malecón al borde del mar en Nueva York. Ahora parecía estar en conversación con Dios, tratando cuidadosamente de acercarse al dolor y al amor con el que había luchado cuando decidió venir a El Salvador. Esperaba que todas estas personas —los niños, las mujeres, los hombres que caían— tuvieran la misma promesa de vida nueva que la crucifixión de Cristo. No sabía lo que traería cada nuevo día, pero estaba aprendiendo a aceptar la incertidumbre. “Estoy en paz aquí y buscando, tratando de comprender lo que el Señor está pidiendo”, le dijo en octubre a una vieja amiga en una carta.
*Eileen Markey es una periodista independiente especializada en política pública urbana y temas culturales y religiosos. El trabajo de Markey ha aparecido en The New York Times, New York Daily News, y el Wall Street Journal. Su último libro es A Radical Faith: The Assassination of Sister Maura (New York: Nation Books, 2016).