No he escrito nada antes sobre el tema. Pasé años buscando las palabras adecuadas para decir lo que pienso y lo que siento. Hasta que hace unas semanas mantuve una discusión sobre el tema en redes sociales, una charla amable, con una excompañera de colegio a quien aprecio mucho.
Ella es católica y está totalmente en contra del aborto. Yo no soy católica, sí creyente, y apoyo el movimiento de mujeres que está luchando por la despenalización en El Salvador y la reforma del artículo 133 del Código Penal para que, con previo consentimiento de la mujer o de la niña (con autorización de los padres o tutores de la menor en ese caso) el aborto no sea punibe en tres supuestos: uno, cuando se realice con el propósito de salvar la vida de la embarazada y preservar su salud, previo dictamen médico. Dos, cuando el embarazo haya sido producto de una violación o de trata de personas. Tres, cuando exista una malformación del feto que haga inviable su vida fuera del útero (no incluye por tanto a niños con síndrome de Down ni otras malformaciones que permitan que el feto se desarrolle con vida fuera del útero).
La dicusión comenzó con un post de mi excompañera, en el que justificaba su postura en contra de la reforma, basada en el mandato de Dios. Yo le contesté con una pregunta:
—¿Y si yo no soy creyente? ¿Y si me violan?
Ella contestó con este párrafo:
—Marce, creo que tan grande es la marca de una violación como la de un aborto. La diferencia entre ambas radica en que en una no hay participación voluntaria y en la otra sí; es decir, el aborto sí es culpa de quien se lo realiza, porque lo hace consciente y voluntariamente. En caso de que la madre vaya a morir creo que hay mucha tela que cortar, pero lo resumo en que dejar vivir a ese bebé sería un total acto de amor de parte de la madre, donde deja de lado el egoísmo de pensar en ella, en su vida, para pensar en la de su bebé. Y creo que Dios, que es poderosísimo, podría hacer un milagro al ver la decisión de la madre... y permitirle vivir. Si ese no fuera el caso, ¿crees de corazón que la solucion es abortar al bebé? Yo no lo creo. Respeto tu opinión al respecto si difiere de la mía. Creo que abortar no soluciona absolutamente nada. Hay que ser bien egoista y fría para que eso no te marque de por vida y puedas seguir la vida como si nada.
A partir de este comentario le conté mi historia, que nunca había contado a nadie no por miedo o deshonra, sino simplemente porque no tenía claro si decir lo que viví hace más de diez años en otro país implicaba que podría ir a la cárcel en El Salvador. Ya investigué bien. Y puedo contarlo.
Yo aborté a los 24 años. La operación la realizaron doctores especialistas en un hospital público —no pagué nada por ello—, por supuesto en otro país, donde vivía para ese entonces.
Estudiaba y gozaba de perfecta salud. Era sexualmente activa. Tenía para ese entonces una pareja estable. Tomaba la píldora para no quedar embarazada, pues no quería hijos en ese momento. Quería terminar de estudiar, viajar, trabajar un poco y luego ser madre. Quería tener el derecho a decidir sobre mi vida, mi cuerpo y mi descendencia.
Después de un mes sintiéndome mal —mareos, dolor de estomago, falta de apetito— preocupada busqué un doctor. En menos de tres meses había pasado de pesar 116 libras a pesar solo 100. “Cáncer”, pensé yo.
Al llegar a la clínica el doctor me revisó, me hizo algunas preguntas y concluyó que estaba embarazada.
Yo le respondí que eso no podía ser, que tomaba la pastilla anticonceptiva y que había manchado cada mes. Muy poco, pero había manchado.
Él me hizo una ultra, que fue concluyente: tenía aproximadamente tres meses de embarazo. Quedé en shock, sin poder decir nada.
Una enfermera me preguntó si quería que intentáramos ver el sexo del feto. No fui capaz de contestar y ella tomó el silencio como un sí. Comenzó a mover el aparato sobre mi vientre como si quisiera atravesar mi piel y tocarle el sexo al feto. Yo no tenía muy claro qué estaba pasando en ese momento y mi mente se fue en otros pensamientos. En un punto de su recorrido, la enfermera se detuvo y puso cara de preocupación. Ver su cara me hizo volver a esa sala de ultrasonografía. Le pregunté si todo estaba bien. No me prestó atención, salió de la sala y regresó un rato después, junto con el doctor. Señaló, con preocupación, la pantalla.
Por supuesto, yo no entendía nada de lo que esa pantalla mostraba. Más tarde, en una imagen impresa de la ultra, logré ver algo parecido a un globo desinflado que salía de lo que, intuí, era la cabeza el feto.
El doctor me explicó que el feto tenía un coágulo de sangre que le salía de la cabeza y que lo más probable era que ese feto se desprendiera y me causara una hemorragia interna por la cual podía morir de forma casi inmediata.
Le pregunté qué podía hacer. No estaba asustada, pero no comprendía bien lo que estaba pasando. Todo había sido muy rápido.
El doctor me volvió a explicar todo y me dio dos opciones: una era intervenirme esa misma tarde y sacar el feto; la otra era acostarme por un mes para ver si se desvanecía el coágulo. Eso implicaba decidir ser madre cuando no lo había elegido, pero decidí acostarme el mes que me sugería el doctor.
Pensé tantas cosas durante el tiempo en cama... Me frustré, entré en pánico, dudé, dudé, dudé. Tras una semana acostada no me sentía mejor sino peor. Llegué de nuevo a la clínica y el doctor me ordenó otra ultrasonografía. El feto había formado otros coágulos.
El médico me recomendó interrumpir el embarazo esa misma tarde. Me explicó que un desprendimiento de feto me podía ocasionar la muerte, que en caso de desangramiento interno habría que intervenirme inmediatamente para salvarme la vida, que el hospital más cercano quedaba lejos.
Le hice muchas preguntas. Siempre he hecho muchas preguntas. Aquellas que recuerdo tenían que ver con lo peligroso de la intervención quirúrgica, con la posibilidad de que el feto sufriera, con poder tener hijos o hijas más adelante. Él se tomó su tiempo para explicarme que toda intervención quirúrgica, por pequeña que sea, tiene sus riesgos, pero que me la harían especialistas con mucha experiencia; me explicó que el feto antes de las 20 semanas o cinco meses de gestación no ha desarrollado aún receptores para percibir el dolor o sufrimiento y aún no tiene completas las conexiones con el sistema nervioso central; también me dejó claro que la intervención no me iba a dejar estéril, que podría tener los hijos o hijas que quisiera.
Ese mismo día me llevaron a un hospital público y me intervinieron. La operación duró poco más de una hora. Al salir me explicaron todos los cuidados que debía tener para que mi útero sanara bien. Con un abrazo me despedí agradecida de los médicos y las enfermeras que me atendieron. Me habían salvado la vida.
Después de un mes de cuidados estaba en excelentes condiciones.
Yo nunca había tenido una postura ante el aborto, así que no sentí culpa, no lloré, no me sentí mala persona. Ni mala madre, pues no había sido madre aún. Tampoco había elegido no ser madre; yo había elegido seguir viva y no perder la oportunidad de ser madre en un futuro.
Años después, con mi actual pareja, tuve a nuestra María. Por elección propia. Ella tiene casi cuatro años creciendo en una familia que la hace feliz.
Le conté esta historia a mi excompañera de colegio, de forma mucho más resumida. Su respuesta fue la siguiente:
—Creo que es un escenario distinto. Tu feto se desangró, y por lo tanto el tratamiento de elección era sacarlo para que tu vida no corriera peligro. Creo que el punto de muchos de los que no estamos a favor no se aplica en casos como el tuyo. Y por lo que pasó, lo lamento por tu pérdida y me alegra que salieras bien para tener a tu bella María.
Yo le comenté que esa es la lucha por la que estamos pidiendo la reforma. Por ese tipo de casos. Y le pregunté por qué mi caso le parecía distinto al de otras mujeres que quizá no tuvieron la oportunidad de ser tratadas a tiempo y murieron. Le pregunté por qué yo sí era digna de decidir y otras mujeres no.
Yo no soy distinta a esas mujeres. Solo soy distinta por mi clase social, pues esas mujeres pobres no tienen para pagar un pasaje de avión y abortar en un país donde sea legal. La actual, en El Salvador, sigue siendo una ley para criminalizar a las mujeres pobres. Las de clase media y las de clase alta sí tenemos opción.
Sólo siete países alrededor del mundo prohíben la interrupción del embarazo bajo cualquier circunstancia y establecen penas de cárcel para toda persona que realice, intente realizar o facilite la realización de un aborto: Ciudad del Vaticano, El Salvador, Chile, Malta, Nicaragua, Honduras y República Dominicana. ¿Será que todo el mundo está mal y sólo nosotros estamos en lo correcto?
La discusión de esta reforma no se puede basar en las leyes de Dios, pues no todos los ciudadanos y ciudadanas creen en Dios y las leyes deben estar hechas para legislar a todos y todas las ciudadanas sin importar su raza, condición social o creencias.
Si usted como católica no desea la reforma tiene todo su derecho, pero deje que las que no creen en Dios —o las que sí creemos— tengamos la opción de decidir. Si usted cree que se va a quemar en el infierno si aborta, no se queme, pero no nos imponga sus creencias a las que tenemos otras. Si usted quiere esperar un milagro que la salve de morir, espérelo, pero deje que las que no creemos en milagros optemos; por los hijos que ya tuvimos, por los hijos que queremos tener, o simplemente porque queremos vivir.
Yo aborté. Y el mío no es un caso aislado ni diferente al de miles de mujeres que se ven encerradas en estos tres tipos de situaciones urgentes y, en El Salvador, con la ley actual, no encuentran salida.
(Si usted, lector o lectora de cualquier nacionalidad, apoya la reforma del artículo 133 del Código Penal de El Salvador, puede firmar esta petición en línea y dejar su comentario: goo.gl/WkHxmH; la Asamblea Legislativa de El Salvador está analizando una propuesta de reforma y necesita escucharlo. Si usted está en El Salvador o en el extranjero y quiere contar una historia parecida a la mía o dar su opinión, también puede hacerla llegar a esta dirección de correo electrónico: [email protected]).
*Marcela Zamora es documentalista. Entre sus largometrajes más recientes están “Los ofendidos”, sobre las víctimas de tortura durante la guerra civil de El Salvador, y “El cuarto de los huesos”, sobre el trabajo de Medicina Legal para identificar los cuerpos de desaparecidos.
*Fe de errata: Por una confusión, una primera versión de este artículo no incluyó a Chile entre los países que prohíben la interrupción del embarazo sin excepciones. El Senado del país sudamericano estudia actualmente un proyecto de ley propuesto por el Gobierno, que permitiría el aborto en las mismas tres causales que se está tratando de impulsar en El Salvador.