Vengo al país con mi familia cada año. Aprovecho las semanas de primavera en las que no tengo que dar clases de economía en la universidad de Berlín. Durante estas semanas, me da gusto ver a mi hijo gozar todo lo que no puede hacer en Alemania: correr detrás de sus primos mayores, saltar las olas cálidas del pacífico, y dejarse consentir por sus tíos y abuelos. Los fines de semana exploramos todos juntos las increíbles bellezas del país cuando mi esposa nos lleva a playas desiertas, a tomar café entre nubes, a nadar en lagos volcánicos y a cenar debajo de gigantescas ceibas.
Nos movemos en esta burbuja que es privilegio de los pocos que se lo pueden pagar en este país. Aun así, no escapamos del todo de la pobreza y la desigualdad. Y no siempre se presenta con la cara de un niño descalzo vendiendo dulces. A veces son mensajes más cotidianos y sutiles que nos recuerdan nuestra posición afortunada. Por ejemplo cuando tengo que manejar despacio para evitar atropellar a la gente que camina por el paso a desnivel que conecta Antiguo Cuscatlán con Multiplaza. Caminan en plena calle porque al planeador urbano responsable aparentemente se le olvidó que existen peatones (supongo que él no anda mucho a pie).
En otras ocasiones, la pobreza y desigualdad me espantan por su falta de descaro. Hace algunos días, pasamos una noche en el lago Coatepeque, un lugar que fue candidato a ser nombrado una de las nuevas maravillas del mundo. Es un patrimonio nacional del que pocos pueden disfrutar y admirar: un lago sin acceso público, totalmente rodeado por casas privadas vacacionales de fin de semana que no permiten el ingreso ni a los habitantes locales. Son propiedades de gente que además no paga por este privilegio ya que El Salvador es el único país de Latinoamérica donde no existe el impuesto predial (con excepción de Cuba, isla comunista socialista donde el impuesto a la propiedad privada tampoco no tendría mucho sentido).
Mi esposa me aconseja no hablar de política, ni de economía en ciertos ámbitos y con cierta gente. Pero a veces es imposible hacerle caso. En una de estas pláticas, mis interlocutores me compartieron su visión del país. Me dijeron que uno de los principales problemas de El Salvador “es la falta de educación de los pobres”. Me sentí aliviado. Pensé que al fin estábamos de acuerdo aunque sea en una cosa: todos los salvadoreños deberían tener derecho a educación de calidad que lamentablemente solo algunos colegios privados ofrecen.
Después caí en la cuenta de mi ingenuidad, al parecer lo que tienen en mente no es que todos deberían de tener acceso a una educación de calidad. Lo que ellos querían decir es que a los pobres les falta cultura y valores. Por esta razón los pobres no entienden que de sus magros ingresos tienen que ahorrar para que sus hijos algún día también puedan tener una casa bonita de en un condominio cerrado. Se esforzarían más, dejarían de tener tantos bebés y gastarían menos en teléfonos celulares. Entiendo que para ellos la pobreza es algo ‘cultural’, que el problema no son los obstáculos que enfrentan, sino cómo se comportan los pobres.
Hace poco estuve en una plática del economista Alberto Alesina, de Harvard. Mostró datos que señalaban que entre menos movilidad social experimenta una sociedad, la gente cree más en el “sueño americano”. Entre más sombrío el panorama, más expectativas de que con un gran esfuerzo individual se puede mejorar su situación y subir en la escalera de jerarquía social.
Esta paradoja de la que habló Alesina también se aplica a El Salvador: a pesar de su evidente incompatibilidad con la realidad de la gran mayoría de sus habitantes, no conozco otro país donde aún se cultive con tanto fervor el discurso fundamentalista del mercado de los años noventa.
Un discurso que va de mano con una narrativa individualista en la que todo privilegio se merece. Esto me quedó claro con los mitos que la propia clase media construye a su alrededor. Cuando estaba en una cena escuché como cada asistente contaba parte de su historia familiar. Aparentemente todos compartían haber tenido abuelas tortilleras y abuelos jardineros que gracias a su dedicación, ética de trabajo y ahorro habían logrado salir de la pobreza y habían llegado al lugar que están.
Sabemos que este mito de un “sueño americano” choca con toda evidencia empírica y hace burla de un país como El Salvador, que viene cargando una escandalosa desigualdad desde que vinieron los primeros españoles a sembrar café.
La curva de Kuznets se hizo famosa entre economistas cuando a finales de los años 50 postulaba la expectativa de que solo sería cuestión de tiempo para que las economías de mercado se transformaran en sociedades igualitarias. Lamentable, esta relación no existe y nunca existió.
En Europa y EEUU no disminuyó la desigualdad por las fuerzas de mercado, pero sino como resultado de la guerras mundiales y de una fuerte agenda redistributiva durante la post-guerra, algo prácticamente inexistente en Latinoamérica.
Cálculos del Banco Mundial demuestran que el índice Gini de desigualdad en Alemania y otros países europeos sería muy parecido a un promedio de Latinoamérica si no fuera por las intervenciones del estado. Mientras que en Latinoamérica los índices de Gini antes y después de la política fiscal son casi idénticas.
Más allá de la injusticia social que revelan estas cifras, la falta de movilidad social debería de ser una preocupación de interés nacional. La desigualdad no solo es una cuestión moral sino también de crecimiento económico. Muchos especialistas han afirmado que el éxito económico de un país está relacionado a la paz social y a una mayor igualdad, porque es eso lo que permite aprovechar el potencial productivo del capital humano. Un estudio reciente de economistas del FMI, por ejemplo, demuestra que las fases de alto crecimiento duran más en países sociedades más igualitarias.
A pesar de carecer de sustento empírico, es fuerte el poder de los discursos y de las ideologías. Es el lubricante que mantiene un modelo económico que perpetúa los privilegios de pocos, da la responsabilidad de ser pobre a los pobres y lo convierte en un problema de superación personal.
En nuestro camino de regreso de ese al lago sin acceso para pobres, pasamos por el bulevar Poma. Me pregunté si en las capitales de Europa hay alguna avenida de importancia que lleve el nombre de un empresario rico. No se me ocurre ninguna. Otro símbolo que refleja el discurso de un país cuyos héroes nacionales son los empresarios ricos, celebrados al grado de darle nombres a sus bulevares más bonitos, en lugar de honrar a los empleados que la han construido o las trabajadoras domésticas quienes nos permiten vivir en nuestras burbujas de clases acomodadas.
*Christian Ambrosius es doctor en economía de la Universidad Libre de Berlín y docente en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la misma universidad. Trabaja temas de migración, finanzas y de desarrollo económico. Visita El Salvador con frecuencia.