Dada la notable resolución de la guerra civil de El Salvador, es fácil comprender por qué tantas personas concluyeron que la resolución del conflicto parecía ser una victoria para los Estados Unidos en una de las últimas batallas de la Guerra Fría. Washington invirtió una década, y proporcionó grandes cantidades de recursos al gobierno de El Salvador para garantizar que los guerrilleros marxistas no tomaran el poder. Sin embargo, ¿hasta qué punto es posible atribuir el resultado a la intervención de Estados Unidos? Además, ¿qué lecciones se pueden aprender sobre la eficacia y las limitaciones de la intervención de Estados Unidos en guerras indirectas durante la Guerra Fría? Una década después, esas preguntas se habían convertido en un tema de interés más que histórico. En los tiempos más sombríos de la guerra de Irak, varios legisladores y comentaristas estadounidenses analizaron las lecciones de El Salvador para trazar un camino para enfrentar una insurgencia violenta que parecía estar ganando.
Para el vicepresidente Dick Cheney y muchos otros, la campaña en El Salvador representó para los Estados Unidos uno de los éxitos más impresionantes de la contrainsurgencia y la construcción nacional en la época de la Guerra Fría. Según esta versión de la historia, en cualquier momento dado había en El Salvador no más de algunas decenas de asesores militares no combatientes de los Estados Unidos para ayudar a profesionalizar las antiguas Fuerzas Armadas. La estrategia tuvo como resultado una reducción de las violaciones de derechos humanos y un “éxito definitivo” contra los guerrilleros en el campo de batalla. Además, Washington promovió agresivamente unas reformas políticas y económicas, incluyendo una serie de “elecciones libres respaldadas por la mayoría de los ciudadanos”, que demostraron al mundo que los insurgentes marxistas tenían poco apoyo, y que el gobierno de El Salvador era legítimo.
Las políticas económicas, como el apoyo a la nacionalización de los bancos y un ambicioso programa de reforma agraria, eran sorprendentemente “izquierdistas”, debido a que la motivación de Estados Unidos para intervenir en El Salvador era el deseo de salvar el país del comunismo. Según esta interpretación, estos tipos de reforma últimamente empujaron a los guerrilleros a “conseguir la victoria por medio de una solución política”, dado que una victoria militar ya no era posible. En efecto, se consideraba que la campaña en El Salvador fue tan exitosa que se convirtió en el modelo “anti-Vietnam”. Consistía en el uso de una presencia ligera de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos para entrenar las fuerzas domésticas para que estuvieran a cargo del verdadero combate, y la legitimización de gobiernos locales clientes por medio de reformas económicas y la democracia. El Pentágono fue la institución que le dio nombre a este modelo: la “Salvador Option.”
En contraste con la interpretación lisonjera de Dick Cheney, muchos críticos de la Salvador Option cuentan una historia menos honrosa, llena de algunos de los peores casos de violencia y abuso de la Guerra Fría. Desde este punto de vista, Estados Unidos deliberadamente apoyó, o convenientemente ignoró, los brutales escuadrones de la muerte del gobierno de El Salvador que persiguieron a ciudadanos inocentes. En vez de alentar un acuerdo negociado entre las facciones enfrentadas, que hubiera puesto fin a la guerra poco después de su inicio, Washington adoptó una “solución militar” que empeoró la violencia y el sufrimiento. Por medio de métodos que frecuentemente eran nefastos y engañosos, los oficiales estadounidenses tomaron una insurgencia doméstica y popular que estaba luchando contra un gobierno represivo respaldado por Washington, y la representaron como una insurgencia marxista producida por Moscú y la Habana.
En mi libro The Salvador Option, sostengo que la larga campaña de Washington en El Salvador se basaba en la creencia dominante de que esta intervención prolongada fortalecería los elementos militares y civiles moderados en El Salvador a expensas de los oligarcas derechistas y los escuadrones de muerte por un lado, y de los insurgentes marxistas por otro. Para sus defensores, esta estrategia de ‘sonreír y aguantar’ – lo que se puede denominar un “compromiso” – fue vista como una opción “menos mala,” en comparación con una multitud de alternativas poco atractivas, que incluyeron una misión estadounidense de combate directo, o el abandono, que dejaría el país a su suerte. Del mismo modo, lo que condujo a la administración de George H.W. Bush a intentar desvincularse de esta campaña, que cada vez más se consideraba una úlcera en Centroamérica, fue el desmantelamiento de la Guerra Fría en los años 1989 y 1990.
Esto no quiere decir que la intervención siempre fue eficaz, o moralmente o estratégicamente adecuada. Sin embargo, una comprensión de la lógica de la Guerra Fría – que, para la mayoría de los oficiales de las tres presidencias, era una dicotomía axiomática de lógica de “nosotros y ellos” – nos permite situar la Salvador Option dentro del necesario contexto histórico, ideológico, e incluso psicológico durante este prolongado periodo.
El libro sostiene que, de hecho, gran parte de la implementación de las políticas estadounidenses en El Salvador fue realizada de una manera ad hoc, en un país que carecía de una orientación estratégica de Washington. No obstante, aunque la Salvador Option nunca fue una verdadera “estrategia”, si se la define como un plan específico de acción, la intervención de Estados Unidos ocurrió dentro del marco global de referencia anticomunista de la Guerra Fría que llamamos contención.
Además, la Salvador Option fue parte de la época pos-Vietnam – cuando hasta las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos se mostraban reacias a repetir una guerra tan prolongada, cara y polémica. Esto ayuda a explicar por qué Washington optó por una intervención moderada, contrainsurgencia, y la construcción nacional por delegación, en vez de una campaña en gran escala. Sin embargo, como vemos todavía, había oficiales y agencias estadounidenses que no estaban de acuerdo sobre cómo se debería implementar la Salvador Option. Los escépticos no estaban convencidos de las declaraciones interesadas de Washington que intentaban justificar la pura ambición de Estados Unidos, lo que Charles de Gaulle denominó, “poder disfrazado de idealismo”.
En una ocasión el embajador Robert White preguntó retóricamente refiriéndose a El Salvador: “¿Cómo es posible que un país del tamaño de Massachusetts – donde se puede ver al país entero desde un helicóptero a una altura de 9,000 pies – cómo es que una revolución local en ese país puede amenazar la seguridad de los Estados Unidos?” Es una pregunta legítima que se podría haber aplicado a numerosos casos de intervención estadounidense en los escenarios geopolíticos de la Guerra Fría.
La respuesta parcial es que, sea justo o no, toda una legión de legisladores estadounidenses creían que los “Salvadors” del mundo eran importantes para los intereses estratégicos mundiales de Estados Unidos – especialmente tan cerca de sus fronteras. Si definimos el éxito de una manera limitada, no cabe duda de que la “Salvador Option” logró sus objetivos estratégicos durante la Guerra Fría. Sin embargo, es mucho más difícil determinar el precio humano – un precio pagado sobre todo por salvadoreños, y no por estadounidenses.
*Russell Crandall, The Salvador Option: The United States in El Salvador, 1977-1992 (NY: Cambridge University Press, 2016). Crandall es profesor de ciencias políticas en Davidson College, Carolina del Norte. Esa entrega ha sido traducido por Dr. Stephanie Aubry, Department of Spanish and Portuguese, Ohio State University. Editor responsable: Erik Ching.