Columnas / Violencia

La ley de la selva

Las más recientes manifestaciones armamentistas de autoridades responsables de mantener el Estado de Derecho evidencian que nos acercamos rápidamente a la institucionalización de las ejecuciones extrajudiciales en El Salvador.

Jueves, 11 de mayo de 2017
El Faro

Las más recientes manifestaciones armamentistas de autoridades responsables de mantener el Estado de Derecho evidencian que nos acercamos rápidamente a la institucionalización de las ejecuciones extrajudiciales en El Salvador.

Desde la masacre de San Blas, la primera conocida de varias cometidas por policías contra pandilleros y civiles, perpetrada hace dos años y aún negada por las autoridades, hasta la semana pasada, hay un meteórico avance en el discurso oficial y en la práctica de estímulo a la comisión de ejecuciones al margen de la ley.

El director de la Academia Nacional de Seguridad Pública, Jaime Martínez —cuyo único trabajo es garantizar la debida formación de los cadetes y agentes policiales de acuerdo con los requerimientos acordados desde la creación de la Policía Nacional Civil (PNC)—, dijo la semana pasada a 107 agentes que acababan de tomar un curso de especialización que “la legitimidad plena” del Estado y la responsabilidad de “conservar la Policía” estaba en sus manos. “Ahí que no les tiemble la mano”, dijo, “Ahí no hay manera en estar pensando que hay derechos humanos de por medio.”

La incorporación de la formación en derechos humanos como parte integral de los cursos policiales fue uno de los mayores triunfos de los Acuerdos de Paz. La historia de todo el siglo XX nos dejó suficientes lecciones como para establecer la necesidad de que una nueva seguridad pública respetara los derechos más elementales de los salvadoreños. Fue un gran paso hacia el progreso y la civilización; la declaración unánime de que los cuerpos de seguridad pública tenían la obligación de proteger el imperio de la ley y los derechos de los ciudadanos, de que esta, y no otras ligadas a intereses o coyunturas, es su razón de ser.

25 años después es justo el responsable de la formación policial quien desestima estos avances, y lo ha hecho frente al director mismo de la PNC, Howard Cotto, que avaló esas palabras con su silencio. Posteriormente, Martínez fue también respaldado por el ministro de Seguridad, Mauricio Ramírez Landaverde.

Pocos días después el presidente de la Asamblea, Guillermo Gallegos, admitió haber ayudado a un grupo de vecinos a obtener armas para su autodefensa. Asfixiados por las pandillas, los habitantes de la comunidad San José de la Montaña decidieron tomar la justicia por cuenta propia, es decir, al margen de la ley. Y para ello han contado con apoyo moral, económico y burocrático del presidente del órgano encargado de redactar las mismas leyes.

Enfrentamos, pues, un abierto apoyo a este tipo de acciones por parte de altas autoridades nacionales; un gravísimo retroceso a los días anteriores a los Acuerdos de Paz; una traición a aquellos acuerdos.

Si las irresponsables palabras y acciones de estos funcionarios encuentran algún apoyo popular, es debido a la desesperación en que la violencia generada por las pandillas mantiene sumida a la población; y a la incapacidad recurrente de las mismas autoridades para resolver el problema. Los múltiples planes para combatir a las pandillas —Mano Dura, Súper Dura, Tregua, etc…— fracasaron porque fueron diseñados, cada uno de ellos, como soluciones mágicas que brindarían resultados inmediatos a un problema complejo y estructural, cuando no como simples maniobras de propaganda cuya intención real poco tenía que ver con resolver el problema. Dos décadas después y debido a la falta de atención a las causas profundas de la violencia en el país, la actual administración busca nuevas salidas falsas.

En un giro alarmante, mientras simulan buscar Justicia, funcionarios y agentes estatales están cambiando de bando en la lucha de la ilegalidad contra el Estado de Derecho. Una justicia funcional debería capturar a los asesinos, llevarlos ante los tribunales y aplicarles los castigos contemplados en la ley. Y esa ley, la nuestra, como la de cualquier país que aspire a ser una democracia moderna, no distingue entre asesinos con tatuajes y asesinos con uniformes.

Habrá que repetirlo las veces que sea necesario: la comprensible desesperación de algunos ante las crueles acciones de las pandillas no puede condonar que las autoridades busquen soluciones fuera de la ley. Suficientes lecciones tiene nuestra historia como para prever qué sucede cuando se suelta la rienda de las armas y se recurre a estas medidas. Son, en todos los casos, medidas contrarias a los intereses del Estado.

Los derechos humanos son una conquista del progreso de la humanidad que tardó varias décadas en llegar a El Salvador. Muchos salvadoreños, y no pocos de ellos revolucionarios, militantes de un FMLN que dio paso al que hoy gobierna, dieron su vida para que fueran respetados. Para que ningún cuerpo de seguridad se tomara la Justicia por su mano y decidiera in situ quién era criminal, quién no y qué castigo merecía. Para eso están hoy las instituciones. Pendientes de ser mejoradas, reforzadas, pero no descartadas.

Negar los derechos humanos o, peor aún, como ha hecho el presidente de la Asamblea, armar a ciudadanos comunes para su autodefensa, es admitir que el Estado no funciona. Es capitular. Cuando eso sucede, el país queda abandonado a la ley de la selva.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.