Genaro Sánchez Díaz (66 años) y Lidia Chicas Mejía (68 años) esperaron más de 26 años para volver a declarar en el juicio por la masacre de El Mozote. Lo hicieron a inicios de los noventas, cuando el caso fue abierto en un país que todavía estaba en guerra. Lo hicieron de nuevo el pasado jueves 28 de septiembre, en el Juzgado 2° de Primera Instancia de San Francisco Gotera, en Morazán, en una nueva audiencia tras la reapertura del caso.
Ellos vieron a los comandos del Batallón Atlacatl y de otras unidades militares cuando atacaron en El Mozote y otros caseríos aledaños. Aquel fue el inicio una operación de “limpieza” que terminó con la muerte de sus familiares y de casi un millar de personas más, en su mayoría mujeres y niños. Las víctimas, tanto ayer como ahora, siguen siendo acusados de pertenecer a la guerrilla o de ser víctimas del 'fuego cruzado' en una zona de guerra en la que, al parecer, nunca se produjeran heridos en el bando del Ejército.
El de El Mozote es un juicio que se niega a morir. Los hechos que están siendo examinados fueron denunciados por primera vez en octubre de 1990, luego fueron objeto de investigación por parte de la Comisión de la Verdad, e incluidos en su informe publicado en 1993. Un año más tarde, aplicando la Ley de amnistía de 1993, el expediente judicial fue archivado por el juez de esa época. No fue sino hasta el 2010 que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se pronunció, señalando la responsabilidad estatal por las ejecuciones y desplazamientos forzados a que fueron sometidos los sobrevivientes. Ante la imposibilidad de llegar a una solución amistosa con las autoridades estatales, el caso fue presentado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, máximo tribunal de este tipo en el continente, donde se condenó al Estado salvadoreño, en octubre del 2012, por violar los derechos de las personas ejecutadas y de las sobrevivientes, ordenando la reparación material y moral para los familiares y la investigación de los responsables de los hechos cometidos.
Todo indica que los esfuerzos por hacer justicia tienden a prosperar fuera del país y a truncarse en la jurisdicción interna. En el país, la estructuras que sostienen la impunidad se mantienen como en el pasado: la falta de apertura de los archivos estatales, los privilegios para quienes estuvieron involucrados en tales hechos, así como la pobreza y exclusión de los testigos, son factores que limitan las demandas de las víctimas. La necesidad de hacer justicia, sin embargo, se mantiene en el ánimo de los sobrevivientes, y el interés de que estos tengan éxito también forma parte del derecho consuetudinario de los pueblos, que han desarrollado un derecho internacional de los derechos humanos, que considera esta clase de conductas como un crimen contra la humanidad y por lo tanto objeto de persecución internacional, imprescriptibilidad y posibilidad de ser sujetas a la jurisdicción universal.
El juicio por la masacre de El Mozote y caseríos aledaños es un evento particular que se rige por las reglas que se encontraban vigentes al momento de la masacre. Tras la derogación de la Ley de amnistía por la Sala Constitucional, en 2016, el juez del Tribunal de Segunda Instancia de San Francisco Gotera decidió reabrir el caso, amparándose en dicha sentencia, que abrió las puertas para que este juicio, el más simbólico de nuestro pasado más oscuro, retome el camino andado hasta la entrada en vigencia de la amnistía. Es decir que las masacres de El Mozote están siendo juzgadas con la vara del código procesal penal de 1973, que ahora se encuentra derogado.
La ley procesal de entonces no hacía referencia a “las víctimas”, como se hace ahora, para aludir a la persona que es titular de un “bien jurídico” como la vida, la integridad o la libertad; y que, por haber sido estos lesionados o puestos en peligro por un acusado, justifican el inicio y desarrollo de un proceso penal en su contra. En diciembre de 1981, cuando ocurrieron las masacres, la terminología jurídica era otra, ya que las leyes hacían referencia al “ofendido” y los juzgadores acostumbraban llamarlo también “el perjudicado”, para efectos de exigir la correspondiente responsabilidad civil o indemnización.
Por tratarse de un proceso “inquisitivo”, el papel del juez es distinto al que vemos en la actualidad. En aquella época, el acusado se presumía culpable y el mismo juez se encargaba de recabar las pruebas, valorarlas y pronunciarse sobre las mismas. El papel de la Fiscalía era secundario y la transparencia de los juicios estaba aún más limitada, porque todos los procedimientos se hacían por escrito. En suma, se trata de un proceso penal previo a la Constitución vigente desde 1983, en la que a partir de principios como la igualdad y el debido proceso, estos derechos son parte de las aspiraciones habituales de cualquier acusado. En Gotera se intenta juzgar un caso de violación de derechos humanos, con una ley que no tenía en cuenta todos los derechos humanos de los acusados y que le da al juez el protagonismo principal como dueño del proceso.
Este desequilibrio procesal seguramente será explotado por los defensores de los militares. Hasta ahora han intentado -sin éxito- dilatar la tramitación inicial del juicio, alegando incidentes de nulidad sobre diligencias de exhumación o cuestionando la competencia del juez de Gotera para conocer del caso o aplicar leyes derogadas. En este punto, la variedad de reglas aplicables, la complejidad de juzgar hechos ocurridos hace décadas y la ausencia de peritos militares -que respalden la causa de las víctimas, como sí se hizo en el Caso Jesuitas-, hará dificil que puedan individualizarse responsabilidades para los acusados y que se elaboren precedentes para el resto de casos en el futuro.
La dinámica de esta clase de audiencias es siempre la misma: el testigo es identificado por el juez, para que luego responda preguntas de la parte acusadora, luego la Fiscalía y finalmente los abogados defensores. Todas las preguntas se hacen a través del juez y se limitan a la ampliación de los hechos que ya han sido relatados anteriormente por los testigos. No se aportan hechos nuevos y la interlocución entre las partes involucradas es nula. El juez es el mediador, el árbitro y el vigilante de todo cuanto acontece en “su” tribunal, muy distinto al proceso penal en la actualidad, donde la igualdad entre las partes se considera una garantía constitucional.
En la audiencia, las personas llamadas por el juez para ampliar su declaración de 1991 suman varias “calidades” procesales: son testigos, sobrevivientes, pero a la vez los “ofendidos” por la pérdida de familiares o de sus bienes al producirse los hechos que hasta ahora se están juzgando.
El la penúltima audiencia del caso, el primero de los testimonios estuvo a cargo del señor Genaro Sánchez Díaz, poblador del cantón “La Joya” en 1981. Él explicó la forma en que llegaron las tropas del ejército y cómo los interrogatorios y acusaciones contra la población civil fueron dando paso, desde el 10 de diciembre, a los disparos de armas de fuego y a la destrucción de las casas y muerte de los animales de granja que sus vecinos poseían. Él recuerda el vuelo de helicópteros militares que aterrizaron en el cantón Arada Vieja y el miedo que lo forzó a esconderse en el campo durante siete días, regresando a un poblado destruido, con decenas de vecinos y familiares asesinados, con evidencias de disparos de armas de fuego en cadáveres de adultos y de niños. Además: “había señoras boca abajo, con balazos y hasta un lazo tenía una amarrado…”.
La señora Lidia Chicas Mejía hizo un relato similar, pero difereciado por el hecho de que su relato narra la pérdida de 55 familiares asesinados por el ejército, un número que llevó a muchos en la audiencia a comparar disimuladamente los apuntes y grabaciones, para constatar si semejante número era el correcto. Y lo era. En el caso de los helicópteros que desembarcaron personal militar en la zona, la señora Chicas fue contundente al afirmar que había visto cuatro aeronaves “color verde olivo” sobrevolando la zona, así como un gran número de soldados que se acercaron al cantón La Joya, de donde también es originaria, al igual que el otro testigo y sobreviviente. El testimonio de la señora Chicas no solo incluyó el del asesinato de casi todos sus familiares, sino que narró además cómo mataron a una vecina embarazada, que estaba a punto de dar a luz; cómo encontró el cadáver de una de sus hermanas, en un escenario que apuntaba además a una violación; y el relato de cómo terminó aquellos días enterrando sola, con su esposo, a quienes hacía pocos días habían sido parte de su vida cotidiana.
La apuesta de los defensores de los militares busca hacer prevalecer la forma sobre el fondo: abren el debate sobre la nulidad de las exhumacionen de los cadáveres de las víctimas de la masacre, sobre el supuesto incumplimiento de formalidades propias de los juicios penales en 1981, e incluso objetan “la aplicación directa de la Constitución” por parte del juez. Un principio del que sobra jurisprudencia aplicable a lo largo de la última década. Las objeciones son rechazadas una a una, dejando una sensación de desasosiego evidente en las expresiones de quienes las alegan. El juez hasta los reprende cuando los pilla en murmuraciones y en gestos de desaprobación.
La estrategia de la defensa de los militares tiene varias aristas. Ante su fracaso inicial en la intención de lograr que se declarara la nulidad de todo lo actuado, para ganar tiempo y así volver a comenzar el juicio, lanzan preguntas cuyo objetivo es demostrar que la mayoría de los hechos que narran los ofendidos en realidad nunca los atestiguaron. Como los testigos dicen haberse escondido, luego de las guindas, los defensores apuntan a este contexto para tratar de evadir el fondo: que luego de los disparos, los gritos y el vuelo de los helicópteros, los testigos regresaron y se encontraron con sus familias masacradas.
De igual forma, los defensores buscan dejar patente el desconocimiento de los testigos acerca del origen e identificación de las tropas y sobre la ubicación de las bases de despegue de las aeronaves que sobrevolaron la zona, así como el nombre de las unidades que participaron en esta. Uno de los defensores, quien además de abogado es coronel retirado de la Fuerza Aérea salvadoreña, llegó incluso a preguntarle al primero de los testigos sobre la longitud de un helicóptero militar: “¿Cuántos metros miden los helicópteros que vió?”, le dijo. “¡No me acerqué a medirlos!”, le respondió Genaro Sánchez.
Con su interrogatorio, los abogados pretenden hacer de los sobrevivientes simples testigos “de oídas”, así como asignarles un papel beligerante que justifica las acciones militares en su contra. Ejemplo de esto fueron las preguntas sobre la ubicación de los cadáveres, la distancia (en metros) desde la cual transmitía la radio de la guerrilla o el día de la semana al que correspondía el 10 de diciembre de 1981.
Queda una decena de testigos más por interrogar. El juez de esta causa ha demostrado su intención de controlar la conducta de las partes en el proceso y de mantener una 'deferencia humana' con los testigos, pero esto no basta para que se haga justicia. El juez debe aplicar leyes derogadas que no se caracterizaron por garantizar los derechos de los imputados, pero a la vez, ha declarado su intención de aplicar la Constitución vigente, que reconoce como el fin principal de la actividad estatal a la persona humana. Lograr el equilibrio entre ambas visiones jurídicas no será facil. El juez transita por una cuerda floja. Y en este sentido, las intervenciones del ministerio público y de los acusadores no se han visto coordinadas, y las preguntas formuladas por estos últimos parecen más orientadas a demostrar el daño causado en 1981 que a dejar en evidencia la cadena de mando que conduce a la responsabilidad de la cúpula militar de la época.
La impunidad sigue siendo una posibilidad real para este juicio, pese a la valentía de los ofendidos.