A bordo de un bus de la ruta 5, en San Salvador, Cecilia Ramos se dio cuenta en julio de este año que su hijo no exageraba cuando le contaba lo peligroso que estaba la ciudad. “Pido una cora ($0.25) o un dólar. No quiero robar, pero si no me lo dan, les robo”, dijo un joven a bordo del bus. “Wow, es verdad -pensó Cecilia- mi hijo ya me había contado”.
Cecilia tiene 46 años. Es originaria de Tejutepeque, Cabañas, pero vive en Los Angeles, California desde agosto del año 2000. Viajó tres semanas a El Salvador este año pero no tiene planes de regresar permanentemente. Pero Cecilia quizá tenga que hacerlo: es beneficiaria de un programa que la administración de Donald Trump está a punto de eliminar: el Estatus de Protección Temporal, TPS, por sus siglas en inglés.
El actual TPS para los salvadoreños está vigente desde marzo de 2001, a raíz de los terremotos de enero y febrero de ese año, y, aunque las cifras varían entre el gobierno salvadoreño y estadounidense, se estima que unos 200 mil salvadoreños están acogidos al programa. El TPS les permite tener permisos de trabajo, un número de seguridad social y obtener licencias de conducir. Saca de las sombras y del miedo a los migrantes. Los beneficiarios deben renovar su permiso cada 18 meses y quienes aplican no deben tener condenas criminales, ni representar un peligro a la seguridad nacional.
—¿Qué va a hacer si quitan el TPS, Cecilia?
—Creáme que me hago esa pregunta. No sé si de inmediato lo van a deportar a uno. Si lo quitan, pues que nos den otra oportunidad.
Cecilia es un buen ejemplo de quienes son los ‘tepesianos’ de Centroamérica: adultos, trabajadores, padres. Un estudio de mayo de este año de la universidad de Kansas encontró que el promedio de edad de los beneficiarios es 42 años, lo que significa que han pasado al menos un tercio de su vida en Estados Unidos. Ese mismo estudio revela que el 94 % de los hombres con TPS tiene trabajo, por un 82. 1 % de las mujeres. Otro estudio, del Center for American Progress, calcula que los tepesianos son padres de unos 275 mil niños estadounidenses.
Este 3 de noviembre, el Washington Post reveló una carta que el secretario de Estado Rex Tillerson le mandó a Elaine Duke, la secretaria interina del departamento de Seguridad. Tillerson piensa que las condiciones en Centroamérica y Haití ya no justifican el TPS, y lo vuelven innecesario.
El canciller salvadoreño, Hugo Martínez, se reunió con la secretaria Duke este 3 de noviembre, según un comunicado que el ministerio de Relaciones Exteriores hizo llegar a El Faro. “Este ministerio no acostumbra hacer comentarios sobre posibles comunicaciones entre las agencias gubernamentales norteamericanas”, dice el comunicado, aludiendo a la publicación del Washington Post.
En total, hay cerca de 350 mil personas con TPS que viven en Estados Unidos y el segundo mayor grupo es de hondureños, con unos 61 mil receptores. El TPS fue asignado en distintos momentos para cada país. El permiso para hondureños y nicaragüenses vence el próximo 5 de enero y, por ley, el Departamento de Seguridad debe anunciar que sucederá con el permiso 60 días antes. Por eso los calendarios están marcados para este 5 de noviembre y se espera un anuncio oficial este lunes 6.
La administración de Donald Trump y buena parte de la cúpula del partido Republicano -derecha- tiene una marcada política antimigrante. Más temprano este año, John Kelly -exsecretario de Seguridad, ahora jefe de gabinete de Trump- anunció la extensión por seis meses del TPS para Haití, que vencía en julio. Kelly dijo que durante ese tiempo los haitianos con TPS deben prepararse para viajar de regreso a su país. Activistas a favor de los migrantes, como ven en el anuncio sobre Haití un posible escenario de lo que pasará con los centroamericanos.
Pero migrantes como Cecilia no están pensando en irse.
En su reciente estadía en El Salvador, Cecilia comprobó una gran diferencia respecto del país que es hoy al que ella dejó hace 17 años. “Antes donde yo vivía podíamos estar a las 10 de la noche en la calle, aunque ya empezaba a haber tiroteos”, dice Cecilia, sobre la colonia Monserrat, en San Salvador. “Hoy no se puede, por el temor. Cuando pasan los muchachos corriendo, uno se encierra en su casa”. “Los muchachos” es un eufemismo que muchos salvadoreños utilizan para referirse a las pandillas, uno de los principales factores que generan violencia.
En 2000, El Salvador no es que era pacífico pero estaba mejor que ahora. Ese año el país tuvo una tasa de 45 homicidios por cada 100 mil habitantes. Tras años de políticas de mano dura, en 2016, la tasa fue de 81 por cada 100 mil. Aunque las cifras han bajado este año, en medio de una nueva ofensiva de mano dura, la tasa de 2017 rondará los 58 por cada 100 mil.
Hace unos años, Cecilia trajo a su hijo adolescente a vivir en Los Ángeles. Al principio, le costó adaptarse. “Cuando íbamos caminando veía unos muchachos y se hacía para atrás. Yo le preguntaba que por qué hacía eso
—Mamá, es que pueden tirar barrio (hacer las señales de las pandillas) y si se enojan…
—Aquí no hay maras, le decía yo
Pero la violencia en El Salvador no solo la generan las pandillas. “Mi hijo me dice que él estaba jugando fútbol y llega la policía a acosarlo: ‘hey bicho y vos de qué mara sos’, le preguntaban”. Recientemente, The Economist reconoció a la policía salvadoreña como la más asesina del mundo. Ese es un país al que Cecilia no quiere mudarse.
Estados Unidos pierde millones sin los ‘tepesianos’
Cecilia trabaja en el restaurante Doña Bibi’s, especializado en comida hondureña, en el número 2400 de la calle 7, frente al parque MacArthur, en Los Angeles, California. Esa es una zona repleta de negocios centroamericanos y mexicanos, donde hay servicios de remesas, de encomiendas, y hasta un Pollo Campero.
Cecilia empezó en Doña Bibi’s lavando trastes y ahora es cocinera. Se ríe cuando cuenta que no puede hacer comida salvadoreña, porque en El Salvador trabajaba en una máquila. Pero ahora domina las técnicas para cocinar baleadas, tortillas, sopa de caracol y tapado, un platillo con guineo verde y maduro, leche de coco y carne. “Me encanta, ahora ya puedo cocinar. Y si no, a veces busco en Youtube”, dice Cecilia.
El estudio de la universidad de Kansas encontró que un 6.5 de los receptores de TPS trabajan en la industria de la cocina, con los porcentajes más grandes repartidos entre contrucción (12.7%) y limpieza (11.5 %). Los números más grandes apuntan a que, sin los trabajadores salvadoreños, hondureños y haitianos, la economía estadounidense perderá 164 billones de dólares de su Producto Interno Bruto (PIB), en la próxima década, de acuerdo con el Center for American Progress.
Sectores más conservadores apuntan a dos explicaciones para justificar la decisión de la administración Trump. Uno, la naturaleza temporal del programa. El TPS, como su nombre lo indica, no fue diseñado para dar una solución permanente ni una vía a la residencia legal para estas personas. El segundo argumento es más rebatible y tiene que ver con los costos para Estados Unidos de tener a estas personas.
Steven Camarota, director de investigación del Centro para Estudios de Inmigración -una organización de corte conservador en Washington D.C.- le dijo al periódico Newsday que trabajadores como los tepesianos ponen “una enorme carga en los sistemas de salud y en las escuelas, y no hay manera de que estos individuos paguen suficiente en impuestos, por su perfil económico”. Sin embargo, la organización Center for American Progress cifra en $6.9 billones la reducción a las contribuciones para Seguridad Social y Medicare durante una década, sin los trabajadores de TPS.
En este parque se planea una concentración de migrantes tras el anuncio oficial sobre el TPS. Cuando eso suceda, Cecilia estará trabajando y probablemente podrá ver la manifestación frente a la calle. Pero ella no está interesada en hacer activismo. “Lo único que hago es que en la madrugada le pido a Dios. Me hinco y pido: tocale el corazón al presidente (Trump)”, dice. Cecilia tampoco ha hecho planes en caso de que pase lo peor. “Le mentiría si le digo que me he preparado en algo. El que pueda casarse con un estadounidense que se case. Ah, eso, casarse sería algo que puede hacerse”, dice. Y se ríe.