Este será un sepelio extraño porque ya casi no hay cuerpos presentes. Los ataúdes son seis cajas que parecen diseñados para muñecos, cofres minúsculos que guardan en sus entrañas una que otra vertebra, algún diente, y un par de libras de tierra. Estos retazos de osamentas pasaron bajo tierra durante 34 años desde el día de la masacre, y cuando fueron exhumados en abril de 2015, por orden de un juez, fue con la intención de identificarlos plenamente, con nombre y apellido, gracias a muestras de ADN, y que fueran devueltos a las familias como un acto de reparación.
Pero algo falló: los forenses no determinaron ninguna de las seis identidades y los nombres de quienes una vez vivieron permanecen como un misterio. Que la teconología no ayuda, dijo el Estado, y por eso entregó las osamentas en calidad de depósito. Tal vez algún día la teconología ayude. Por eso hoy, en el sepelio, no habrá tumbas individuales, sino más bien una fosa común de tres metros de largo por uno de ancho, porque existe la posibilidad de que más adelante se practiquen más exámenes que determinen la identidad respectiva.
Pero la gente en La Joya ya se ha adelantado. Gracias a la lógica y al testimonio de sobrevivientes, los familiares creen haber descifrado la identidad de cuatro de las seis osamentas que les entregaron el sábado 9 de diciembre de 2017.
Por eso, después de dos noches en velación, los habitantes del cantón La Joya, en Meanguera, Morazán, deciden que es momento de enterrar estos huesos. Como es mediodía, esperan pacientes a que el reloj pase de las 12 y marque la 1, porque a las 12, dicen, el diablo anda suelto y su espíritu deambula por las veredas y cerros. Nadie mueve un paso hasta entonces, y mientras la hora buena no llega, una veintena de familiares se sienta a la sombra, platica, come galletas y recuerda historias de los niños de La Joya alrededor de la fosa donde serán depositados.
La comunidad está convencida de que son niños. Unos con edades demasiado tempranas como para que se les considere guerrilleros abatidos en combate. Niños, como los otros 457 niños inocentes que fueron ejecutados en la masacre de El Mozote y caseríos aledaños.
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Ana Marta Vigil, de nueve años, escucha los primeros balazos de fusil a las nueve de la mañana del 11 de diciembre, desde su vivienda en el caserío Los Martínez. Tres días antes, el ocho de diciembre, el ejército arrancó un operativo militar que devino en masacres en las montañas de la zona de Morazán. El Mozote ya ha caído. El día 11 le toca el fatídico turno a La Joya, y la niña Ana Marta todavía no se imagina su destino.
Se quedó junto a su mamá, Facunda, y tres de sus hermanos, de 12, seis y tres años de edad. Ninguno de ellos corre a los cerros porque ninguno se considera, no todavía, un objetivo militar. Es costumbre que hombres y adolescentes varones huyan al monte cada que los soldados aparecen en un operativo porque saben que a la menor oportunidad pueden ser capturados, desaparecidos o torturados, solo por vivir en regiones empobrecidas y rurales, donde a la guerrilla no le cuesta ensanchar su popularidad.
Por eso es que Meanguera, el municipio al que pertenecen La Joya y El Mozote, es, a finales del 81, un punto rojo en el mapa del Alto Mando del Ejército, porque creen que ahí no viven campesinos sino guerrilleros o combatientes en potencia. 36 años más tarde, sin embargo, quedará claro que de haberse sabido un objetivo militar del Ejército, todos los habitantes habrían huido al no más escuchar las primeras balas. Pero por ahora, en diciembre del 81, no es así; en la mente de los campesinos, los soldados disparan fusiles pero nunca cometen vilezas contra los ancianos, las mujeres o los niños.
Por eso es que Ana Marta está junto a su madre, escuchando los disparos a los lejos sin inquietarse demasiado. Ana Marta es delgada, chelita y pelo oscuro. Es la cuarta de seis hermanos, y la menor de las dos que son de sexo femenino. Su papá es un guerrillero del que casi no tienen noticias, mientras que Facunda es la que ha asumido el cuidado de todos. Los dos hermanos mayores se han ido a un refugio.
Se dan las 10 de la mañana, y el sol se abre paso, vigoroso, entre los árboles del cantón. Los disparos continúan y Ana Marta y sus hermanos ven cómo un tío llega al caserío y saca a sus hijos de la casa y huyen a esconderse en las maicilleras aledañas. Parece que este no es un operativo ordinario y por eso es que cuando Marcial, el mayor de los hermanos que se quedaron, ve a su tío huir, decide marcharse junto a él y sus primos. Marcial es tres años mayor que Ana Marta.
Antes de abandonar el caserío, habla por última vez en la vida con su mamá y con sus hermanos:
—Vámonos con mi tío, mamá.
—No, no nos van a hacer nada, no creo que nos hagan nada –responde Facunda.
—Vámonos, mejor–insiste Marcial.
Al escuchar a su hermano mayor, Juan de La Cruz, el hermano de 6 años, se suelta de Facunda y le dice a Marcial que lo quiere seguir, que quiere huir del fuego junto a él. Facunda se opone:
—No, vos te quedás –le dice a Juan- Vas a andar llorando ay, entonces más ligero los van a hallar si se andan escondiendo, y ahí sí me los van a matar.
El pequeño Juan de La Cruz vuelve entonces al regazo de su madre sin mucho reproche, y como los soldados se van acercando y ya no hay tiempo, nadie se despide. Ana Marta ve cómo su hermano Marcial se marcha en dirección a los cerros.
Minutos después, Marcial, su tío y sus primos llegan a su primer escondite, una maicillera cercana, a unos 20 metros de distancia de la casa. La balacera continúa, y luego se escuchan las hélices de un helicóptero militar que aterriza en una planicie cerca del río La Joya. Marcial, sus primos y su tío, deciden aprovechar la bulla del helicóptero para alejarse corriendo aún más, pero antes quieren intentar llevarse a más parientes consigo, para intentar salvarlos. Pedro Chicas, uno de los adultos que lideran la desbandada, le dice a Entenada, una niña de cinco años, que ella, como es pequeña, que vaya a la casa donde se escuchan los alaridos de un bebé, que vaya, y que le diga a la mamá “que se venga”. Entenada sale caminando, presurosa, seria, pasitos cortos, llega a la fila de casas, se asoma, y se para en seco cuando ve a los soldados... Entenada se regresa de inmediato por donde vino, llora, dice que ya no hay nadie, que los soldados están quemando las casas. El grupo avanza hacia una segunda guarida, otra maicillera, que queda a unos 10 metros de la calle de tierra que hace las veces de vía principal del cantón. Desde ahí, Marcial y todos los demás ven cómo los soldados van y vienen con todo el ganado, gallinas y animales que se han robado.
Comienza a caer la noche y Ana Marta, su madre, y sus dos hermanitos se trasladan a una casa vecina donde vive una pareja de ancianos, Estanislao Díaz y Tomasa Echeverría. Facunda cree –así se lo dice a Óscar, un sobrino que logró escaparse a último minuto– que los soldados solo están asustando con los disparos, que dentro de la casa de dos ancianos, nadie se atreverá a tocarlos. Pero se equivocan. Los soldados sacan a todos de la casa y les ordenan que se acuesten en el suelo, boca abajo. Facunda debe levantarse y mostrarle a los soldados su propia casa, porque estos quieren llevarse las pertenencias más valiosas. Después, los soldados ordenan a todos que caminen un kilómetro calle arriba y, a la vera de un árbol de jocote, son fusilados con una metralleta que escupe balas de M-60, calibre 7,62 milímetros. El jocote morirá pronto, semanas más tarde, herido de tanto plomo. Los casquillos de bala quedarán regados cerca, como semillas estériles.
Marcial desconoce lo que ha pasado con su hermana Ana Marta, su madre Facunda, y sus dos hermanitos pequeños. Ha escuchado las balas, ha visto la humazón pero imagina que todavía están vivos. Así transcurre el día 11 de diciembre y buena parte del día 12, pero a la noche de ese segundo día, el grupo de 10 sobrevivientes sale hacia un lugar conocido como El Rincón, en el municipio aledaño de Jocoaitique. En el camino, escuchan voces, creen que son soldados, que han sido descubiertos, pero se alegran al reconocer que son también voces de sobrevivientes que vienen en sentido contrario y que han salido a buscar maíz para comer. Es un breve momento de alegría que se acaba cuando Marcial y sus primos escuchan a estos otros decir que sus familiares fueron asesinados. Ya los vieron, muertos, desangrados. Los más niños entonces comienzan a llorar, desolados, se imaginan lo peor. Los adultos piden silencio: “Hey, no lloren cipotes, porque aquí más luego nos van a escuchar, ¿no ven que los soldados ahí están en [el cerro] Los Quebrachos?”.
Al llegar a El Rincón, Marcial se encuentra a su tía Cristina y no puede reprimir el llanto. En realidad todos lloran: ahí hay 25 personas que acaban de sobrevivir la masacre que será recordada 36 años más tarde, lloran desconsoladas por la mutilación de sus familias. Ocho días más tarde, Pedro Chicas y un sobrino, Gregorio, se aventuran de noche para intentar enterrar a los masacrados. Los soldados aun están cerca, deben hacerlo en silencio, sin luz, ni ruido… Pedro Chicas y Gregorio no cavan profundo, pero logran cubrir los cuerpos con piedras y tierra. Algunos cuerpos ya solo eran huesos. 36 años más tarde, Ana Marta, sus restos, serán entregados a Marcial, su hermano que era tres años mayor. Era la que faltaba, porque los restos de Facunda, su madre, y sus otros dos hermanitos, de seis y tres años, se los habían entregado casi un año antes.
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Cecilia Maradiaga Martínez tenía 5 años cuando murió, asesinada por soldados, en el caserío El Potrero. Murió envuelta en una hamaca, al interior de su casa, porque el 11 de diciembre, nadie en su familia imaginó que los soldados se iban a ensañar con las mujeres y con los niños, que le iban a prender fuego a los ranchos, con todo y la gente adentro, después de dispararles.
María Gregoria Maradiaga, su madre, tenía de 28 años y fue una de las que quiso quedarse en casa, junto a sus hermanas, algunos sobrinos, y su propia mamá, Francisca, de 75 años. Todas ellas estaban decididas a esperar en casa a que la bulla de los soldados se terminara. “Goya” creía que durante los operativos eran los hombres los que más peligro corrían y por eso consintió que Vidal, su compañero de vida, se fuera a esconder a los mezcalares aledaños, los mismos donde ambos se habían enamorado, años atrás, mientras trabajaban la tierra y jalaban la fibra del henequén. Las cuatro hijas que engendraron, entre ellas Cecilia, se quedaron ese día con mamá, a esperas de que el acoso militar cesara en algún momento. Goya estaba embarazada de un quinto hijo, y aunque estaba por nacer, nadie supo si iba a ser niño o niña. La muerte llegó muy temprano para todo.
Horas antes de morir, Goya había hecho una última venta de queso cuajada. Las monedas que recibió a cambio de aquella libra, las dejó escondidas debajo de una olla, porque sabía que en tiempos de operativo, nada con demasiado valor debía quedar a la vista de los soldados, porque de lo contrario podrían llevárselo. “Carajo, así como escondió este pisto se hubiera escondido ella”, diría más tarde, Vidal, su cónyuge, el día que descubrió la bolsita de nylon entre las cenizas de la casa, unas semanas después de la masacre. El queso había llegado a la vida de los Maradiaga como una bendición: del trabajo con el henequén, Vidal había ahorrado lo suficiente para comprar un cerdo. Luego, de engordarlo lo suficiente, lo vendió, y con eso compró una ternerita que con el tiempo se convirtió en una vaca que les daba la leche para la venta de quesos y otros lácteos. “Éramos pobrecitos”, dice la cuñada de Goya, María del Rosario López, sobreviviente de la masacre. “Pero cuando ya tuvimos la vaca, la Goya me decía que podíamos decir que éramos riquitos, porque ya teníamos para vender queso”, agrega, Rosario, entre sonrisas.
El día de la masacre, el tío de Cecilia, Santos López, había intentado sacar del caserío a la familia. Un día antes, el jueves 10, él y el abuelo Ismael habían tenido noticias, por parte de guerrilleros, de que el operativo militar venía fuerte. El aviso fue tomado con cierto escepticismo, sobre todo por las mujeres del cantón, entre ellas Goya, quienes en los últimos meses habían visto que los soldados ya habían pasado patrullando y nada terrible había pasado.
A la mayor parte de mujeres, muchas de ellas primas, abuelas y tías de Cecilia, las sacaron de la casa y las hicieron caminar unos metros calle abajo, hacia la sombra de un árbol de mango. Ahí las mataron, al pie de una cuesta que va hacia donde ahora está la ermita del cantón. En la casa quedaron otros familiares, entre ellos la misma Cecilia. La casa estaba construida con troncos de ocote, y prendió fuego muy rápido. Priscila Sánchez, otra tía de Cecilia (hermana de Rosario), también murió en ese lugar, y aunque ella vivía en San Salvador, el destino quiso que ella viajara desde la capital unos días antes, con Wendy, una bebé de ocho meses en brazos, con la idea de convencer a todos que se salieran del cantón por los peligros que suponía la guerra. Priscila trabajaba como empleada doméstica y se había casado en la capital, pero sus días terminaron al pie de una enorme roca. Cuando los sobrevivientes la encontraron, Priscila, de 22 años, tenía el vestido levantado y su blúmer descansaba sobre la roca contigua. 'Me da pena decir esto pero es la realidad. Supuestamente fue violada y después matada', dirá 36 años después, Rosario, su hermana, al borde del llanto.
Cinco días después de la masacre, Cecilia y el resto de mujeres fueron enterradas, a salto de mata, en silencio, sin pompa, por hombres que reprimieron su llanto por miedo a los soldados que aún estaban cerca. Fueron Santos y Eustaquio, tíos de Cecilia, quienes la enterraron junto al resto de niños y niñas. Santos recuerda el olor profundo y dulzón de los cadáveres en descomposición, un hedor de muerte que se había acentuado con el paso de los días. Santos, Eustaquio y un vecino de nombre Domingo Márquez se escabulleron una noche y colocaron los cuerpos dentro de la fosa tan rápido como pudieron. Algunos cadáveres, ya podridos, se deshacían en sus manos y se convertían en masa. Santos dice que Dios le ayudó a soportar la pestilencia, que no la sintió, dice. “Caían en la fosa unos encima de otros, los niños cabían bien, y lo que hice fue aventarles las cobijas encima y quizás por eso no se pudrieron tanto”, recuerda Santos, 36 años después. En esa fosa, Santos sepultó a 11 de los familiares que perdió. En total perdió 24 parientes. Veinticuatro.
Después de la masacre, el papá de Cecilia y de las otras tres niñas asesinadas (cinco, incluyendo al feto que estaba en el vientre de Goya) cayó en depresión y murió “de pena moral”, un año más tarde, a finales de 1982. Vidal había perdido a su esposa y sus hijas. Su hermana, Rosario, cuenta que en sus últimos días ya no podía ni comer. Cuando falleció, ella lo lloró largamente, por 40 días con sus noches, hasta que una madrugada soñó con Goya, su cuñada preferida. “'Ya no llore, Rosaria’, me dijo la Goya. ‘Nosotros ya estamos reunidos, usted a saber qué más irá ir a ver, pero nosotros ya estamos reunidos’”. Rosario no había derramado lágrimas por ellos desde entonces; lo había logrado durante más de tres décadas... hasta ahora que responde a preguntas de este periodista. Rosario se queda en silencio unos segundos. Se recompone, avienta mocos al suelo y sigue su relato.
Las telas que Santos colocó en la fosa junto a sus familiares, fueron exhumadas con algunos de los cadáveres en abril de 2015, y la comunidad decidió sepultar esas telas nuevamente, en noviembre de 2016, en una de las esquinas del monumento de La Joya, construido en 2012, donde están grabados en piedra los nombres de 166 víctimas del cantón. Cinco de los nombres en el memorial, grabados uno junto al otro, son los de Gregoria y sus hijas: Bernarda, de 12 años; Esther, de 9; Cecilia de 5 años, y una cuarta, de cuyo nombre hablaremos más adelante. El feto en el vientre de Goya, que estaba por nacer, era la quinta hija de Goya y Vidal.
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A José Aníbar Martínez, de ocho años, le gustaba que le contaran cuentos antes de dormir. José Santos Ramírez, su papá, no era un gran narrador pero se las arreglaba para contarle, cada noche, una cosa distinta: cosas de su infancia, inventos, aventuras… Era gordito y enérgico, y era, también, el penúltimo de los seis hijos de Santos y su esposa Vicenta Torres. Le gustaba jugar escondelero y luchas con sus hermanos mayores, y cuando no estaban estudiando, o trabajando la milpa, ayudaba a sus padres en la elaboración de jarcias y matatas con henequén.
José Aníbar no sabía nada de la guerra, estaba muy pequeño, aunque también podía ser que sus padres lo habían querido mantener ajeno a toda tragedia, como recuerdan los hermanos que le sobrevivieron. Por eso es que a las cuatro de la madrugada del viernes 11, la sorpresa de Aníbar cuando vio a los soldados en los cerros frente del caserío Los Martínez fue grande. Muy pronto se empezaron a escuchar balazos y la familia decidió dividirse en dos. José Aníbar se quedó junto a su mamá, Vicenta, y sus hermanas Dora Alicia, de seis; y Liliam, de cuatro. José Santos, mientras tanto, se escabullía hacia los cerros aledaños con los hijos mayores, Juan Evangelista, de 15, y Ernesto, de 14. Este último es el que narra los últimos momentos de su familia, 36 años después. “Algunos que eran opinados decían que nada les iba a pasar, y otros que éramos más miedosos nos salvamos”, dice Ernesto.
La separación de la familia ocurrió a las cuatro de la tarde del 11 de diciembre, y para ese entonces, la información de que una masacre estaba en progreso no era conocida por casi nadie.
El grupo en el que estaban José Aníbar, su madre y hermanas se acompañó con otros parientes (la familia de Ana Marta Vigil, la niña de 9 años que escuchó a hermano rogarle a la madre que escaparan) y todos ellos se parapetaron en la casa de Estanislao Díaz y Tomasa Echeverría, los dos ancianos en el caserío Los Martínez de La Joya. Creyeron que estaban a salvo hasta que una cuadrilla de soldados los alcanzó. Todos fueron obligados a acostarse boca abajo y a esperar mientras los soldados registraban las casas en búsqueda de objetos valiosos. Luego vino el fusilamiento del cual solo un niño, de nombre Óscar Martínez, de 10 años, se salvó.
Óscar, hermano de José Aníbar, logró escapar de los soldados cuando su familia estaba acostada boca abajo en el suelo. Esta es una escena que también cuentan los sobrevivientes de la familia Vigil. Cuando los militares ordenaron a Facunda, tía de Óscar y mamá de Ana Marta, que los condujera a su casa para registrarla, Óscar levantó la vista para ver si había chance de escapar. No vio a nadie y se aventó a los matorrales lo más rápido que pudo y corrió y corrió hasta salvarse. Óscar se encontraría con la mitad sobreviviente de su familia un mes más tarde, y al principio sería confundido con un espanto, pues lo habían dado por muerto.
Fue Óscar quien, en los días posteriores a la masacre, detalló a sus parientes los últimos minutos de vida de José Aníbar y el resto de personas: el susto, el encuentro con los soldados, estos ordenando que se acostaran boca abajo… Óscar solo escuchó los disparos a lo lejos pero nunca supo si fueron los que aniquilaron a su familia.
Antes de que Óscar reaparecia, José Santos, el papá de José Aníbar y de aquellos niños, ya había confirmado la bajas en su familia. Él había intentado rescatar a su esposa Vicenta y al resto de sus hijos a eso de 8 de la noche el 11 de diciembre. Junto a Ernesto, el hijo mayor, José Santos volvió a la casa con la intención de llevarse a los que había dejado atrás pero una patrulla de soldados en pleno tropel le frustró el intento. José Santos y Ernesto regresaron a su escondite, y nunca tuvieron la certeza de si pudieron haberle salvado la vida a Vicenta y al resto de niños. En ese momento, no sabían que la mujer y los niños habían salido de la casa para refugiarse en otra junto a los ancianos Estanislao y Tomasa.
José Santos encontraría luego los cadáveres de todos, a la par de un árbol de jocote, contiguo a la calle principal del cantón. Desde el escondite, en El Rincón de Jocoaitique, todos vieron a los helicópteros sobrevolando la zona en los días posteriores. Por la presencia militar enterraron los cadáveres muchos días después de las masacres.
Cuando los soldados abandonaron la zona, unos 15 días después, Ernesto y Juan Evangelista, junto a su padre José Santos, regresaron al cantón para seguir con su vida. Pero algo por dentro los estaba haciendo añicos. En el lugar donde antes había un hogar no había nada, y la mitad de su familia estaba bajo tierra. Todo alrededor estaba destruido, y la amenaza de nuevos operativos los inquietaba mucho. “A pues me incorporé a la guerrilla, en ver a esas cosas que hicieron ellos, pues, para vengar la muerte de ellos, la mera neta que eso fue… Da cólera, da furia ver por que murieron los niños, ¿por qué no se agarraban con los que estaban armados?”, dice Ernesto.
Pregunto a Ernesto si considera que vengó la muerte de sus hermanos. Calla por unos segundos y luego responde que sí, que vengó la muerte de sus seres queridos con creces. ¿Valió la pena la guerra? Ernesto responde casi de inmediato: “La verdad es que no, la guerra es un negociazo solo para unos y los que perdemos mucho somos todos nosotros”.
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Tres décadas y media después de la masacre, el Estado revictimiza a los sobrevivientes. Previo a la conmemoración del aniversario de la matanza, en Morazán, el sábado 9 de diciembre de 2017, el Órgano Judicial entregó a las víctimas seis osamentas que habían sido exhumadas en abril de 2015 como un acto simbólico de reparación. Sin embargo, y pese a que algunos familiares como Rosario López brindaron palabras de agradecimiento y contaron parte de sus testimonios de sobrevivencia, las seis osamentas que el Estado entregó con bombo y platillo a los familiares de las personas asesinadas en 1981 no están plenamente identificadas.
Las familias que, según el acto oficial que hizo el Estado, recibieron los restos de sus parientes, en realidad no saben si esos huesos pertenecen a sus seres queridos. Entre la gente de La Joya hay coincidencia sobre quiénes podrían ser cuatro de las víctimas, pero hay una gran disyuntiva sobre la identidad de la quinta y la sexta osamenta. Hay cuatro posibilidades de nombres para dos cuerpos y todo depende del lugar donde se hicieron las exhumaciones, algo que tiene que esclarecer el Instituto de Medicina Legal: podrían tratarse de Cristina Martínez Romero, fallecida a los 26 años, en el caserío Los Martínez; o podrían ser el hijo en el vientre Gregoria Maradiaga y Vidal López (tenía ocho meses de gestación, según sobrevivientes); o bien cualquiera de los siete hijos de Eustaquio Chavarría y Reinelda López.
Krissia Moya, representante de las víctimas de El Mozote en el Consejo del registro de víctimas, asegura que la falta de identificación de las osamentas ocurrió porque Medicina Legal solo envió las osamentas con códigos, y no informó sobre la ubicación exacta de dónde fueron exhumadas. Wilfredo Medrando, de Tutela Legal María Julia Hernández, y quien ha acompañado a las víctimas en los procesos de exhumación impulsados desde hace más de un lustro, respalda el señalamiento de Moya. “Yo esperaba que en el informe de Medicina Legal dijera que por la larga data de los huesos les había sido imposible efectuar el examen de ADN, pero no, lo que decían era que no había familiares disponibles y eso provocó mucha molestia en las comunidades”, dice Medrano.
Ahora Tutela Legal y la Asociación Pro Derechos Humanos de El Mozote dicen que enviarán un escrito a la Corte Suprema de Justicia para que se les indique cuáles son las fosas de las que sacaron las seis osamentas. Medrano incluso dice que existe la posibilidad de que se “reinhumen” los restos una vez más, y que por eso es que se le pidió a la comunidad de La Joya que si enterraba los ataúdes no fuera en la tierra sino en una fosa revestida de concreto. Rosario tuvo que vender un torito a 450 dólares, y con eso pagó los 340 dólares que le costó construir la fosa y los cientos de tamales que se repartieron en los dos días de vela.
Quizás por la incertidumbre de no saber quiénes son las osamentas es que el entierro, ocurrido dos días después del acto pomposo de Casa Presidencial, transcurre como con desgano e incomodidad. Marcial Vigil, Ernesto Martínez, José de Los Ángeles Mejía (esposo de Rosario) y Santos López (hermano de Rosario) descargan los pequeños ataúdes de un pickup, los colocan uno a uno dentro de la pequeña fosa al pie del monumento de La Joya, colocan dos pequeños huacales (prestados de la ermita) con flores, encienden dos que tres velas y eso es todo. La ceremonia dura 15 minutos.
Terminado el ritual, la gente comienza a retirarse, como si estuvieran hastiados.
Los únicos que se quedan unos minutos más son Rosario López y su hermano Santos, los que perdieron 24 familiares en la masacre, incluyendo a las cuatro sobrinas (cinco, incluyendo un bebé en gestación) que son hijas de su hermano Vidal y de su cuñada Gregoria Maradiaga. Rosario es la referente local para todos los asuntos relacionados con la reparación a las víctimas desde la muerte de Pedro Chicas en abril de 2013. Ambos testimonios fueron claves para que la Corte Interamericana condenara al Estado por la violación de los derechos humanos en El Mozote y los lugares aledaños. Rosario es menuda, morena y ya con canas en el cabello, y a pesar de sus 70 años, es enérgica e incluso habla a veces como impartiendo regaños, como si estuviera al borde de perder la paciencia, como si el olvido estuviera siempre al acecho. Cuando cuenta su testimonio, Rosario se muestra segura y es capaz de relatar lo ocurrido aquellos días de 1981 una y otra vez, sin titubear.
Pero a pesar de su fortaleza, después de 36 años, hay destinos que Rosario no ha podido evitar. Ella, toda una guerrera de la memoria histórica, no ha podido reconstruir el nombre de su sobrina-víctima y cuya osamente, se supone, recibió de manos del Estado. Quizá que sus muertos sean 24 tenga mucho que ver. Quizá el dolor, recargado en el tiempo. Se trata de la penúltima hija de su hermano Vidal y su cuñada preferida, Goya: la niña que tenía tres años cuando el Batallón Atlacatl la asesinó en las mismas circunstancias que su hermanita Cecilia, de cinco. Cecilia y esta niña sin nombre tuvieron el mismo fin. Y eso es lo único que se sabe de la niña sin nombre. O es lo único que se sabía hasta el 26 de diciembre de 2017, y eso le daba un gran pesar a Rosario.
En el monumento a las víctimas en La Joya, la gente decidió identificar a esta niña sin nombre con las palabras “Niña Martínez”, acaso para protegerla del olvido que todos seremos algún día. Los seres que más la amaron en este mundo, su familia, no podían recordarla. Esculpieron su nombre, el de la inocente Niña Martínez, con las pocas certezas que después de 36 años habían podido recabar. Pero 16 días después, Rosario habla por teléfono emocionada. Ante la insistencia y las preguntas buscó y buscó en su memoria y en sus pertenencias hasta que encontró un cuaderno viejo en el que apuntó alguna vez los nombres de sus víctimas. En una de lás páginas encontró una verdad. La niña 'se llamaba Máxima'.