“Hay tres tipos de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”.
Mark Twain en ‘Chapters from my Autobiography’.
Los asesinatos en El Salvador bajaron en 2017 un 25 % respecto al año anterior. Cierto. El promedio de salvadoreños asesinados cada día descendió de 14 a 11. Cierto. En 13 de los 14 departamentos se reportaron menos homicidios. También cierto.
El Salvador fue en 2017 el país más violento de Centroamérica, la región más violenta del mundo. Cierto. Con ‘sólo’ 659 asesinatos al año, la salvadoreña ya sería una sociedad con epidemia de violencia en parámetros ONU, y 2017 lo cerramos con 3,954. Cierto. En los 17 años consumidos del siglo XXI, en 11 se cometieron menos asesinatos que los habidos en 2017. También cierto. En el último tercio de 2017 los asesinatos aumentaron respecto al último tercio de 2016. ¡Cierto!
Todas esas afirmaciones se desprenden de las mismas estadísticas sobre violencia homicida: las que la Policía Nacional Civil (PNC) registró en el año que recién terminó. Aunque al leerlas pueda inferirse que se trata de distintas realidades, todas son ciertas. Ni el más concienzudo ‘fact checker’ de la revista The New Yorker podría cuestionar la literalidad de cada una de esas frases, aunque parezcan contradictorias. Justo a eso se refería Mark Twain cuando escribió aquello de que las estadísticas son la expresión suprema de las mentiras.
De ahí la importancia del análisis, del contexto, de la interpretación, y no quedarse nomás con los datos fríos, mucho menos permitir que el gobierno, la oposición o grupos con marcados intereses por razones económicas o de activismo sean los que filtren esos números en función de sus intereses. Mucho menos en plena campaña electoral.
¿Hay motivos para la satisfacción?
La PNC registró en 2017 un total de 3,954 homicidios; en 2016 la cifra fue de 5,280; y en 2015, 6,656. El descenso es, en un nivel muy primario de lectura, poderoso y sostenido: hace apenas dos años, asesinaron a 2,700 salvadoreños más.
Pero quedarse nomás con esas cifras macro es simplificar en exceso la realidad. Los casi 4,000 muertos de 2017 representan una tasa arriba de 60 homicidios por cada 100,000 habitantes, una de las más altas del mundo, incluidos los países que sufren guerras abiertas.
Honduras reporta una tasa de 43 en 2017; Colombia, abajo de 30; Nicaragua, entre 7 y 8; y España o Italia, en torno a un homicidio por cada 100,000 habitantes. A pesar del invasivo discurso gubernamental de éxito en el tema de seguridad, los datos más frescos de violencia homicida en El Salvador serían motivo de sonrojo, de preocupación y hasta de dimisiones en otras latitudes.
La comparación con nosotros mismos tampoco es muy alentadora. Es cierto que en 2015 y en 2016 nos asesinamos más, pero a inicios del presente siglo raro era el año en el que se superaban los 3,000 asesinatos. Sin remontarse tanto, durante el período de mayor efectividad del proceso conocido como la Tregua (2012 y 2013) los homicidios rondaron los 2,500 al año.
Si me permiten el símil, mostrarse satisfecho con los datos de violencia homicida de 2017, como seguido se muestran los voceros del gobierno, es algo así como si a un estudiante le permitieran realizar dos veces el mismo examen, en el primero sacara un 1 sobre 10, y en el segundo un 2, y tratara de vender esa mejoría mínima como un logro incontestable.
Las pandillas aún marcan el ritmo
Cuando en enero de 2015 el gobierno optó por la guerra y la represión como las estrategias para afrontar el fenómeno de las maras, se nos dijo que vendrían algunos meses duros, pero que el resultado sería el desmantelamiento de las estructuras criminales y la recuperación para la ciudadanía de los territorios controlados por los pandilleros. El máximo responsable del gabinete de seguridad, el vicepresidente Óscar Ortiz, incluso se atrevió en mayo de 2016 a asegurar que en 12 meses derrotarían a las maras.
Esos 12 meses se cumplieron en mayo de 2017.
Cuando se pasa la lupa sobre la distribución de los 3,954 homicidios, se aprecia que los intervalos más tranquilos fueron enero y febrero, cuando la Mara Salvatrucha (MS-13) planteó en una entrevista concedida a El Faro una oferta de diálogo a la sociedad, que vino acompañada por un cese unilateral en la violencia homicida que genera este grupo criminal.
Por el contrario, los meses más violentos fueron septiembre y octubre, justo cuando las pandillas quisieron mostrar músculo. Durante algunas semanas se promediaron arriba de 20 asesinatos diarios, promedio por encima incluso del habido en el terrorífico año 2015.
Consumados tres años de guerra, los datos robustecen la idea de que, lejos de estar derrotadas como se prometió, las pandillas sigue siendo estructuras poderosas, capaces de imponer a voluntad su capacidad homicida, y de marcar la agenda nacional y el diario vivir de cientos de miles de salvadoreños.
Otro detalle importante: entre enero y abril de 2017 el promedio de asesinatos cometidos cada día fue 9.2; entre mayo y agosto subió a 10.8; y entre septiembre y diciembre saltó a 12.4. Una tendencia que permite cuanto menos poner en cuarentena el optimismo en la estrategia guerrerista del gobierno del FMLN.
Redistribución territorial
Este análisis sobre la violencia homicida margina voluntariamente temas trascendentales como las violaciones a los derechos humanos, las ejecuciones extrajudiciales cometidas por policías, el impacto de la militarización de la seguridad pública, o las consecuencias negativas que la guerra está teniendo en la PNC como institución. Este análisis se centra en los números y en su distribución tanto temporal como geográfica.
Ese punto en particular, el dónde están muriendo los salvadoreños, es quizá el que más variantes presentó en 2017. La represión contra las pandillas se acentuó en municipios y microrregiones tradicionalmente violentos, y esto ha tenido algunos impactos numéricos positivos. Lugares como Quezaltepeque, Cojutepeque, Opico o Zacatecoluca, que por años tuvieron un lugar casi reservado en el listado de municipios más violentos, presentaron en 2017 cifras de violencia homicida por debajo del promedio nacional.
En general, la zona paracentral del país fue contra todo pronóstico la menos violenta: Chalatenango siempre ha estado entre los ‘afortunados’, pero extraña ver que San Vicente, La Paz y La Libertad tienen una tasa, como departamentos, abajo del promedio nacional.
Pero la presión –y la represión– en lugares puntuales contras las pandillas no supone per se la eliminación del fenómeno. Visto lo ocurrido en 2017, gana enteros la teoría del trasvase de pandilleros dentro del territorio nacional, en busca de zonas más tranquilas cuando se sienten presionados en sus feudos.
Amplias zonas del occidente del país no reportaron descensos significativos en sus cifras o incluso las aumentaron respecto a 2016. Ahuachapán representa el paradigma de la redistribución de la violencia homicida. Los asesinatos aumentaron de 201 a 219, y la cabecera departamental, que hasta 2016 era una de las más tranquilas de El Salvador, tuvo en 2017 una tasa superior a la de Soyapango, Apopa o Ilopango.
Lo de Ahuachapán no es una caso puntual-anecdótico. Siempre en el occidente, Metapán, Chalchuapa, Acajutla e incluso Santa Ana, Ciudad Arce y el eje Coatepeque-El Congo presentaron en 2017 cifras alarmantes de asesinatos en relación a 2016.
En el otro extremo del país, en la zona oriental, sucedió algo parecido. El otrora ‘tranquilo’ departamento de Morazán dejó de serlo en 2017, sobre todo en su mitad sur. Si hace tres años alguien me hubiera dicho que La Paz tendría una tasa de homicidios inferior a la de Morazán, me habría arrancado una sonrisa burlona. Pues bien, La Paz cerró 2017 con una tasa 47; y Morazán, con 58.
San Miguel destrona a Cuscatlán como el departamento con las cifras de violencia homicida más elevadas del país. Y la microrregión que conforman los municipios migueleños de Chapeltique, Lolotique, Moncagua, Quelepa, San Jorge, El Tránsito, Nueva Guadalupe y Chinameca se presenta como la más violenta de El Salvador.
Ninguno de esos municipios marcados a fuego por la muerte, por cierto, está incluido entre los 50 priorizados en el Plan El Salvador Seguro (PESS), que se seleccionaron en función de las cifras delictivas de 2014 y 2015, que poco tienen que ver con las de 2017.
El caso de San Salvador
Entre las ciudades salvadoreñas con más de 50,000 habitantes, la capital de la República, San Salvador, presentó la tasa más elevada, 97 homicidios por cada 100,000, por delante de San Martín, Izalco y San Pedro Perulapán.
Sin embargo, en la capital hubo 432 en 2016 y se bajó a 231 en 2017. Una reducción del 47 % en apenas un año, pero que no ha impedido que San Salvador aparezca como la ciudad más violenta del país. Incluido desde 2015 en la ‘Fase 1’ de los municipios priorizados en el PESS, y con un ambicioso plan de seguridad implementado por el gobierno desde septiembre, bautizado como Plan San Salvador, ser la ciudad más violenta podría considerarse un fracaso, pero hay atenuantes que ameritan ser explicados.
El primero es el más obvio: por su importancia comercial, industrial y aun política, San Salvador cada día se convierte en lugar de trabajo o de paso para docenas de miles de personas que no son residentes de la capital. La tasa de homicidios se calcula en función de la población residente, no de la que se mueve por la ciudad, y esto perjudica sus números.
El segundo atenuante es que las proyecciones de población que el gobierno a través de la Digestyc elaboró en 2014 a partir del censo de 2007 son especialmente crueles con San Salvador. Según el informe oficial, la capital tenía 363,000 habitantes en 2005 y tiene 229,000 en 2018. Cada año pierde, según la Digestyc, unos 10,000 vecinos; se trata de una estimación pero, sea cierta o no, es la oficial, y la tasa se calcula sobre esa cifra.
En 2018, San Salvador ya es una ciudad menos poblada que Soyapango, Santa Ana y San Miguel, según las estimaciones del gobierno. Pero seguramente le sorprenderá aún más saber que para 2025 la capital será superada por Apopa, Colón y hasta por Tonacatepeque. O que a partir de 2022 San Miguel será la ciudad más populosa de El Salvador.
Estos datos, que podrían pasar como curiosidades demográficas, tienen incidencia directa en la tasa de homicidios, y maltratan sobremanera San Salvador.
Para finalizar, una pequeña reflexión sobre la importancia de contextualizar, de diseccionar y de dar la relevancia debida a las cifras de violencia homicida en un país como El Salvador, eso a lo que algunos con tono despectivo se refieren como el muertómetro. Monitorear, ponderar y analizar los asesinatos es un insumo de primer orden para establecer políticas públicas atinadas. El gobierno prefiere las lecturas parciales y sesgadas, hechas a conveniencia. Por eso en estos primeros días de 2018 están repitiendo hasta la saciedad que en 2017 hubo un 25 % menos de asesinatos que en 2016.
Eso es cierto. Pero tan cierto como que enero, febrero y marzo de 2016 fueron tres meses ultraviolentos, que el primer trimestre de 2017 resultó especialmente tranquilo, y que el descenso que el gobierno atribuye con malicia a todo el año recién finalizado se concentró solo en ese primer trimestre.
Todo indica que en enero y febrero de 2018, en plena campaña electoral –cuando más duele–, el gobierno tendrá que reportar alzas en las cifras de asesinatos que se cometen en El Salvador al confrontarlas con los mismos meses del año pasado, para regocijo de sus adversarios políticos. Es lo que sucede cuando, como señaló en su reporte sobre El Salvador que en diciembre presentó el International Crisis Group, un tema tan importante como la seguridad pública los partidos lo han convertido en un arma política arrojadiza.
* Roberto Valencia es periodista de la Sala Negra de El Faro.