El Ágora / Cultura

Claribel Alegría: “No le tengo ningún miedo a la muerte”

Desde el relato de la niña de nueve años que le pidió un beso a Salarrué hasta la escritora consagrada que confesó, a los 72 años, que no le temía a la muerte. En esta entrevista, el escritor Miguel Huezo Mixco rescata momentos íntimos y trascendentales en la vida y la obra de Claribel Alegría (1924-2018). La versión original de esta pieza apareció en la revista Cultura 76-77, publicada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONCULTURA).

INTI OCON
INTI OCON

Viernes, 26 de enero de 2018
Miguel Huezo Mixco

A Claribel Alegría la persigue una estrella, y desde hace unos meses también una amorosa sombra, la de Darwin Flakoll. Esa es una de las primeras sorpresas de nuestro encuentro en el aeropuerto internacional de El Salvador, el 21 de agosto: mirar la sombra de «Bud» Flakoll, su marido, muerto en abril de 1995, cuando nos saluda haciendo línea para chequear su equipaje. Esa mujer menuda, de una alegría y una vitalidad contagiosa, ha cumplido ya 72 años y es la escritora salvadoreña más conocida internacionalmente. Pero, por un incomprensible mecanismo «nacional», a menudo ni siquiera se la considera salvadoreña, sino nicaragüense. “Me ha dolido mucho ser más conocida en otras partes que en mi propio país”, confesará más tarde, frente a la grabadora.

Nacida en Estelí, Nicaragua, de padre nicaragüense y madre salvadoreña, Clara Isabel Alegría, vivió en El Salvador desde los 9 meses de edad. Esta mujer forma parte de la constelación de los principales autores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo, y su obra ha sido traducida ya a varias lenguas. Salarrué –en sus propias palabras, “uno de los más grandes narradores de América”– ejerció una influencia definitiva en su vida. José Vasconcelos la bautizó con su nombre de poeta, Claribel, cuando era todavía una niña. Él mismo prologó y publicó su primer libro de poemas. Y Juan Ramón Jiménez, el premio Nobel de Literatura, se convirtió en su «iniciador», sometiéndola a un magisterio duro y exigente. Carlos Fuentes la invitó a escribir sus obsesivos recuerdos de infancia en la convulsionada zona occidental salvadoreña, y de allí surgió Cenizas de Izalco, escrita al alimón con Darwin Flakoll, y que en 1962 le mereció el segundo lugar del celebrado premio convocado por la editora española Seix Barral. Precisamente, a raíz de la edición en El Salvador de esta novela, a instancias del poeta José Roberto Cea, inicié una verdadera persecución de aquella pareja a través de cartas y mensajes, hasta dar con ellos en Deià, Mallorca. Aquel acecho culminó con la publicación de Cenizas… en la Dirección de Publicaciones y un encuentro en San Salvador, en 1976. Dos años más tarde, su poemario Sobrevivo ganó el Premio Casa de las Américas de La Habana, Cuba. En la década de los 80, José Coronel Urtecho publicó un libro entero sobre su poesía, y Carlos Martínez Rivas hizo la selección de sus poemas para el libro «Este Poema Río». Claribel ha publicado más de una docena de libros de poesía, cuatro novelas cortas y un libro de cuentos para niños. En agosto de este año Curbstone Press publicó en Estados Unidos una edición bilingüe de su más reciente libro Umbrales. Y la Editorial Visor, de España, prepara la edición de ese mismo libro, el cual también será editado en San Salvador a principios de 1997. Ella tradujo al español la poesía del norteamericano Robert Graves, con quien estableció una entrañable amistad durante su vida en Dei à, como la tuvo también con Julio Cortázar, su mejor amigo de todos los tiempos, con Ítalo Calvino y Mario Benedetti. Viajera incansable, fijó residencia en ciudades como Washington, México, París, Mallorca, Buenos Aires, Montevideo y, desde 1982, en Managua. Cálida, amena, vital, Claribel nos da en esta entrevista un recorrido esencial a través de su vida.

Claribel Alegría. Foto Archivo El Faro | Mauro Arias
Claribel Alegría. Foto Archivo El Faro | Mauro Arias

Claribel Alegría, tu vida parece dividida entre dos o más « patrias». En Nicaragua se te considera nicaragüense. En El Salvador, salvadoreña. Tu obra aborda realidades, ficciones, testimonios y personajes de uno y otro lugar. ¿Cuál es tu relación con una y otra tierra? ¿Dónde están tus raíces? ¿En la tierra de tu niñez?, ¿en la de tu juventud?, ¿en la de tu madurez?

Bueno, mis raíces están en El Salvador, yo pienso que las raíces están donde ha transcurrido la niñez, donde ha transcurrido la adolescencia y parte de la temprana juventud. Yo amo a Nicaragua, allí nací, pero a los nueve meses de nacida me trajeron a El Salvador, por cuestiones políticas, porque a mi padre lo perseguían los norteamericanos que en ese momento ocupaban Nicaragua. Mi madre me contaba que una vez en Estelí, donde nací, ella estaba conmigo en brazos, y los yanquis por espantarla empezaron a tirar sobre nuestras cabezas. Claro, las balas volaban, y allí mi mamá le dijo a mi papá que ya no quería seguir en esa situación. Mi papá le dio toda la razón. Él hablaba y escribía mucho contra la invasión. No regresé a Nicaragua sino hasta cuando tenía cinco años, a ver a mi abuela y posteriormente volví hasta el triunfo de la revolución sandinista. Prácticamente desde entonces vivo allí y los nicaragüenses me han recibido con un gran cariño. Como yo digo a veces, tengo mi patria y mi matria. Mi patria es El Salvador y mi matria Nicaragua, pero soy sobre todo centroamericana, y si me empujás un poquito más, latinoamericana.

Tu padre, ¿se llamaba…?

Daniel Alegría. Él está enterrado aquí en El Salvador. Me llevó a Nicaragua a conocer a mi abuelo cuando yo tenía apenas cinco años; para entonces Sandino ya andaba en Las Segovias. Mi papá era médico y sandinista, y lo llevaban a él a curar heridos de la guerrilla de Sandino. En su hacienda «Las Nubes» los sandinistas enterraban armas. Luego, como te he dicho, se vino a El Salvador, a vivir a Santa Ana donde ejerció su profesión. Mi padre era un enemigo tremendo de Somoza. Me acuerdo perfectamente una vez que llegó un señor a mi casa. Yo tenía unos doce años. A través de este emisario el general Somoza enviaba a decirle a mi padre que se dejaran de diferencias, que volviera a Nicaragua y que le dijera dónde quería ser embajador, si en Londres, en Washington o en París. Mi papá se puso colorado colorado –mi papá era muy blanco, como buen esteliano–, y le dijo: “usted se va de aquí inmediatamente”; y agregó: “jamás le voy a servir a un tirano y no quiero tener al lacayo de un tirano en mi casa”. A mi padre le pasó lo contrario que a mí: él se vino de Nicaragua a vivir a El Salvador y aquí murió; yo salí de El Salvador y ahora estoy en Nicaragua… mirá qué cosas.

Mi madre era una mujer maravillosa, muy culta; ella fue gran amiga de Claudia Lars. Las dos se graduaron juntas del colegio de La Asunción de Santa Ana. Tengo un retrato precioso de mi mamá y de Claudia Lars, las dos muy lindas. Mi abuelo se había educado en Francia y tenía una biblioteca maravillosa, toda en francés, así conocí desde muy temprano a los clásicos franceses. Mi mamá conocía todos los poetas del siglo de oro español. Yo tuve mucha suerte porque me crié oyendo a mi mamá recitando a San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús; y escuchando a mi papá, que me recitaba a Rubén Darío, y me llevaba obras de Gabriela Mistral y de Rómulo Gallegos. Mi mamá me leía la Biblia, en una edición muy hermosa, ilustrada por Gustavo Doré. Tuve una infancia y una niñez muy lindas.

Hablanos de tu formación personal como mujer, como escritora e intelectual. ¿Cuáles fueron tus lecturas o figuras tutelares? ¿Cuáles son los libros que te formaron e informaron?

Voy a empezar por contarte algo muy lindo, porque fue muy importante en mi vida: José Vasconcelos, el filósofo mexicano, pasó por El Salvador como en 1931, me parece; 1930 o 1931, antes de la masacre. Yo tenía unos 16 años. Y entonces mi papá, con el doctor Menéndez Castro, le habían organizado unas conferencias en Santa Ana, y yo oía decir siempre: “va a venir un gigante a la casa, va a venir un gigante a la casa”, y estaba maravillada con todos los cuentos que había leído antes sobre gigantes, y en eso va apareciendo Vasconcelos que era chiquitito. Ah, y yo con un desencanto terrible le dije: “me habían dicho que usted era un gigante”. Allí empezaron grandes momentos, yo le declamé a Rubén Darío y comenzamos a hacernos grandes amigos. Vasconcelos me dijo: “fíjate que tú vas a ser poeta, yo lo veo en tus ojos y no te vas a poner Clara Isabel, sino que Claribel. Va a ser mucho más lindo ese nombre de Claribel Alegría para tí como escritora”. Y ese día yo llegué a la casa saltando y bailando y diciendo: “no me llamo más Clara Isabel, me llamo Claribel”.

José Vasconcelos me bautizó, fue él quien hizo el prólogo de mi primer libro que salió en 1948, Anillo de Silencio, y siempre me siguió muy de cerca. Me hizo un bien increíble, tenía mucho como de abuelo para mí. Cuando yo pasé por México, él me hizo conocer a Alfonso Reyes…

¿Eso fue en los días de los amores de Vasconcelos con Consuelo Suncín?

No, para entonces eso ya había pasado. Consuelo Suncín fue otra amiga de mi mamá. Y te voy a contar una cosa: yo era muy inocente, pero rayando en la tontería. Vasconcelos era un señor de más de 60. Te juro que Vasconcelos por muy enamorado que haya sido, conmigo tuvo una relación paternal. Entonces estaban hablando de él y Alfonso Reyes y, en un momento, éste le dice a Vasconcelos: “veo que te siguen gustando los volcanes salvadoreños”. Y le digo yo: “Sí. Es que los tenemos maravillosos. El Izalco está siempre en erupción” (se ríe). Los dos se volvieron a ver como quien dice: “ay, que tonta” (se ríe). Fíjate, así le dije: “¡El Izalco está siempre en erupción!”. Bueno, entonces Vasconcelos fue alguien tutelar para mí, pero claro, yo lo veía muy de vez en cuando, nos comunicábamos casi siempre por cartas. Cabalmente, José Emilio Pacheco me pidió las cartas de Vasconcelos para un museo y se las presté.

Pero en El Salvador, en primer lugar está don Francisco Luarca, que daba clases en el colegio José Ingenieros. Yo lo menciono en C enizas de Izalco, no sé si te acuerdas, como el «indio» Luarca. El y su compañera Mercedes Maití, y luego mi tío Ricardo que era el director, un gran profesor también, dirigían el colegio. En ese colegio, sobre todo por Francisco Luarca, yo me empecé a dar cuenta de lo que era la vida salvadoreña, y él nos empezó a decir lo horrible que había sido la matanza de Izalco en 1932. Yo empecé a ver otras cosas, que no veía en mi medio. Además te voy a decir otra cosa: el colegio de Ricardo no era como el Colegio de La Asunción al que sólo iban las niñitas burguesas, sino que allí había de todo y eso para mí fue una cosa importantísima.

Cuando tenía ya nueve años, llegó Salarrué a ese colegio. Y entonces don Francisco, que era nuestro profesor de literatura, nos dijo que hiciéramos algo para que Salarrué lo viera. A saber qué es lo que hice, pero fue algo que a Salarrué le cayó en gracia. Entonces me mandó a llamar y me dio un gran abrazo, y yo me enamoré de Salarrué. Pero es verdad, me enamoré de Salarrué. Llegué a la casa; yo sentía oleadas frías y calientes (se ríe), tenía 9 años; oleadas frías y calientes en el corazón; yo sentía que las mejillas se me ponían rojas de sólo verlo y pensar en él. ¿Te das cuenta qué maravilla? Yo decía: ¿cómo hago para que Salarrué venga a la casa? Mis padres ya lo habían conocido en casa de Alberto Guerra, pero yo ni siquiera lo sabía; porque Alberto y su mujer Margoth Turcios eran grandes amigos de mis padres. Margoth era íntima amiga de mi madre desde que fueron chiquitas. Entonces yo dije: “¿Cómo hago dios mío?”. Salarrué se quedó como dos o tres días en Santa Ana, entonces llegué al colegio, y le digo: “Salarrué, dice mi mamá que si por favor se puede ir a tomar café a mi casa el miércoles a las cinco de la tarde”. “Claro”, me dijo, “dile que con muchísimo gusto”. Entonces me fui corriendo para la casa y le digo: “Mamá, dice Salarrué que le encantaría venirse a tomar un café con usted”. “¿Cómo, hijita?”, me dijo, “¿de verdad?”.

–Sí –le dijo mi papá–, ¿no te acuerdas que lo conocimos donde Alberto Guerra? Dile que con muchísimo gusto, que venga.

Y así fue que Salarrué llegó a la casa por primera vez. Lo horrible fue que no me dejaron que estuviera con ellos sino que me mandaron a que jugara. Para mí fue espantoso, porque yo seguía con el gran amor por Salarrué. Cuando ya se iba a ir de Santa Ana yo no sabía qué hacer. Entre corriendo a la Dirección del colegio y entonces le dije: “¡Salarrué, deme un beso!”. Mi tío se me quedo viendo con ojos de rabia, porque no sólo era el Director sino también mi tío. Era peor. Entonces Salarrué me dijo: “Claro mi amor”, y me dio un beso en la frente. “¡No!”, le dije, “¡béseme en los labios!” (se ríe). ¡He sido enamorada! ¿Viste? Mirá qué terrible, a los nueve años; él se moría de la risa después, recordando, porque entonces me hice muy amiga de las hijas de Salarrué que son de mi edad: la Olguita, la Tere y Aída. Yo creo que Aída todavía vive en México…

Claribel, Aída ya murió…

¡No me digas! ¡No me digas que se murió Aída! ¿Y la Tere, la monja, se murió?

Maya (Tere) Salarrué también murió…

¡No me digás!, ¡qué barbaridad! Yo no sabía. ¿Únicamente Olga está viva? Cuánto lo siento. Maya estuvo en Washington con nosotros. Sus conductas eran… ¿Cómo decirte?... Por ejemplo, ella salía y no quería tocarnos la puerta. Y de repente Bud y yo abríamos la puerta y allí estaba la Maya, y la encontrábamos, muerta de frío. Y le decía: “mi amor por qué no nos tocaste la puerta”. Tan linda…

Bueno, entonces hubo una amistad muy bella con Salarrué. Cuando llegaba a Santa Ana, iba mucho a mi casa y él era una de las pocas personas, como Francisco Luarca, Serafín Quiteño y Alberto Guerra después, a quienes les enseñaba lo que escribía. Salarrué me alentaba. Tengo cartas bellísimas de Salarrué, me alentó muchísimo, me daba a leer cosas increíbles, él me regaló libros maravillosos, mágicos. Tuvo una influencia muy grande en mi vida…

¿Qué visión mantienes de aquel grupo «privilegiado» de escritores salvadoreños que surgen a la literatura en los alrededores de los años 30?

Son una maravilla. Hay un romance muy lindo de Claudia en el que habla de todos ellos, ¿te acuerdas?, de Serafín, Alberto y Salarrué. A Claudia la conocí menos. Fíjate que la ví mucho menos, pero a Serafín, a Salarrué y Alberto, muchísimo. Serafín se casó con una tía mía. Este no influyó mucho en mi poesía, porque era muy distinta su visión y a veces hasta chocábamos. Cuando yo tenía unos 16 años él me llevaba al mercado para que yo viera el colorido, y a mí me fascinaba verlo, pero no tenía ganas de escribir sobre eso. Mi onda era otra, y Salarrué entendía más mi onda.

Alberto Guerra también influyó mucho. Él era una maravillosa persona y tenía una mente privilegiada. Yo tuve una gran dicha, porque cuando tenía unos 16 o 17 años, por un año entero Alberto Guerra fue a vivir a Santa Ana y llegaba a la casa a almorzar todos los días, más o menos en el año 1942…

Ese año, justamente en Santa Ana, Alberto Guerra dictó su conferencia, que luego se publicó como separata, «Poesía versus Arte»…

Exactamente. Era un hombre de una cultura enorme. Y además la sabía dar, compartir, Alberto llegaba siempre con los libros, me recomendaba lecturas, me hizo ver muchas cosas, porque yo no sabía nada de museos, no había salido de Santa Ana, casi nunca, pero él tenía libros de arte maravillosos. Cuando yo llegué a los Estados Unidos y fui a los museos, los pude ver mejor por Alberto Guerra. Estaba empezando a escribir los poemas de este libro que te digo que va a cumplir 50 años, Anillo de Silencio; se los enseñaba a Alberto y él me hacía observaciones. Era un hombre de una gran generosidad. Considero un privilegio enorme haber estado tan cerca de todas estas gentes. Claudia fue a la única que no la veía porque casi no llegaba a Santa Ana, pero Claudia también era de una generosidad enorme. Me acuerdo que cuando Dora Guerra y yo empezamos a escribir –porque Dora Guerra y yo somos de la misma edad, María Teresa Guerra es un año mayor– Claudia Lars escribió algo que yo tengo allí todavía. ¿Y sabes lo que decía con esa gran generosidad?: “estas dos muchachitas escriben ahora mejor de lo que yo escribía a esa edad”. ¿Te imaginás?...

¿Cuál es el principal legado de estos señores y señoras?

Creo que fue por ellos que nosotros empezamos a ver que hay que escribir bien. Nos enseñaron a escribir bien, nos enseñaron a ver también nuestro paisaje; pero nos enseñaron a ver no sólo los cerros, sino nuestro paisaje humano. Espino, por ejemplo, y por supuesto Salarrué, que para mí es de los grandes cuentistas de toda América. Es un gran legado porque yo pienso que ese grupo fue privilegiado. Quizás no hemos tenido otro grupo, como grupo, que se compare a ése; y como te digo, yo me siento privilegiada porque goce mucho, estuve muy cerca de ellos.

¿Y aparte de él? ¿Cuáles son los escritores salvadoreños que te influyeron?

¿Sabes quién fue determinante? Rilke. Yo tenía unos doce o trece años, cuando cayó en mis manos Cartas para un joven poeta, y me hizo una impresión tan enorme que yo bajé por el jardín de la casa en la noche y decía para mí: “Sí, eso es lo que yo quiero ser, no importa que sea difícil: yo quiero ser poeta, yo quiero ser poeta…”. Rilke me impresionó enormemente. Creo que ese fue el libro más determinante para mí vocación de poeta. También Dostoievsky, sobre todo cuando yo era adolescente. Dostoievsky me hizo mucha impresión, me acuerdo que hasta me dio fiebre. Más tarde, el Quijote. No lo leí entonces completo, pero leí pasajes que me impresionaron muchísimo…

Claribel Alegría es entrevistada en su residencia el 18 de mayo, luego de ser anunciada como la ganadora de Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. AFP PHOTO / INTI OCON
Claribel Alegría es entrevistada en su residencia el 18 de mayo, luego de ser anunciada como la ganadora de Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. AFP PHOTO / INTI OCON

Tu salida del país, ¿cuándo ocurrió y a dónde te llevó?

Sí, mirá, mi salida del país ocurrió en el año 43, a principios del 43 y cabalmente fue Vasconcelos –porque mis padres querían que yo fuera a estudiar a una cosa que fuera buena y segura– quien recomendó un colegio muy pequeñito, muy lindo, en Hammond, Louissiana, y mi hermano y yo nos fuimos para allá.

Mi madre me fue a dejar y me quedé allí para aprender el inglés. Cuando estaba aprendiendo el inglés –ya me había bachillerado en El Salvador– supe que Juan Ramón Jiménez vivía en Estados Unidos, en Washington, y como te digo que yo era una ingenua, le escribí una carta a Juan Ramón Jiménez. Y cuál no va siendo mi susto cuando Juan Ramón me contestó. Juan Ramón me escribe y seguimos carteándonos, y fijáte la casualidad, las grandes casualidades… Te voy a contar: yo en El Salvador no publicaba nada porque en esos tiempos era horrible que una mujer, una muchacha, empezara a hacer versos; te veían como loca. Temía que mis amigas me dijeran que yo era una pedante y que mis amigos no me sacaran a bailar. Y yo les decía a todos ellos, a Salarrué, a Serafín, a don Chico Luarca, que no le dijeran nada a nadie. Pero Chico Luarca era amigo de Joaquín García Monge que en ese tiempo era el director del Repertorio Americano y le mandó mis poemas, y don Joaquín García Monge, publicó mis poemas en Repertorio Americano.

¿Has tenido mucha suerte…?

La verdad es que sido muy suertuda. Por eso te digo, nací con buena estrella, nací parada. De verdad nací parada, de verdad (risas). Pobrecita mi mamá, pero así es, nací parada. Bueno, y entonces Juan Ramón se acordaba de mis poemas y dice Zenobia que empezó a buscar los poemas, porque él se acordaba de mi nombre que le gustaba, Claribel Alegría, y entonces me dijo que le interesaría, que le gustaría conocerme. Yo me había ganado una beca para estudiar cuatro años en la Universidad Loyola. Entonces me voy con mi hermano para Washington, y nos reciben Juan Ramón y Zenobia, y nos hospedan en su apartamento. Juan Ramón empieza a hablar conmigo y me dice: “Claribel, yo quiero ser tu mentor, pero te tienes que vivir aquí”. Y yo le digo: “ay, Juan Ramón, y yo cómo hago. Fíjese que tengo una beca…”, entonces me dice que eso no importa: “yo te voy a conseguir un trabajo de medio tiempo porque tengo muchos amigos en la Unión Panamericana. Tú ya sabes bastante inglés”. Entonces me consiguió un trabajo de secretaria haciendo traducciones por medio tiempo. Abandoné mi beca y lo que ganaba me servía para pagar mi universidad. Tenía 20 años. Mi universidad me la pagaba yo y mi papá me mandaba para pagarme la Casa Internacional de Estudiantes, pero ya era mucho más poco. El aprendizaje con Juan Ramón fue algo maravilloso. Fueron tres años. Ellos vivían en el número 16 de Dorchester House, todavía me acuerdo, en Washington D.C., y yo iba dos veces por semana a casa de ellos. Acaba de salir en España un diario de Zenobia donde habla de ello.

Juan Ramón fue muy duro conmigo, no te imaginas, pero pienso que me hizo un bien. En primer lugar, me dijo que yo era muy ignorante, que toda mi cultura había sido de aquí y de allá, porque no había tenido una cosa cronológica ni nada. Y entonces empezó por hacerme leer desde los Mester de Juglaría y los Mester de Clerecía, hasta él. Después me llevaba a los museos, me enseñaba a ver la relación que había entre la poesía y la pintura, y allí Alberto me había enseñado mucho ya. Me hacía oir música, me hacía escribir, me decía, por ejemplo: “¿Qué es lo que más te gusta?”, “El verso libre”, le decía yo, “a mí no me interesan los versos rimados”; era una pedante. Me dijo que si iba a estudiar con él tenía que ir por todo: por las silvas, por los romances, por las décimas, por los sonetos, por todo, y estuve llevándole poemas dos veces por semanas. Nunca me dijo “este poema es bueno”, nunca. Yo llegaba llorando a mi cuartito y me acordaba de Rilke, porque Juan Ramón me decía: “esto es vulgar, esto es un lugar común, esto es tal cosa”, muy duro. Hasta que un día Juan Ramón y Zenobia me reciben con una sonrisa pícara. Me dicen: “te tenemos una sorpresa”. Juan Ramón había hecho una selección de todos mis poemas que había escrito en esos tres años para hacer un libro. “Ahora”, me dijo, “tienes que ver tú quién te lo publica, pero esta es mi selección”. Así nació Anillo de Silencio. A mí se me ocurrió escribirle a Vasconcelos, a ver si se podía publicar en México, y Vasconcelos me dijo que lo publicaba con una condición: él quería hacer el prólogo, y salió publicado en su editorial, Botas de México, y Vasconcelos hizo el prólogo.

¿Me dijiste una vez que habías ido con Juan Ramón Jiménez a ver a Ezra Pound al manicomio…?

Sí, Juan Ramón me llevó a Saint Elizabeth, que es donde estuvo recluido Ezra Pound. Te estoy hablando del año 44-45, uno de esos dos años. Yo no conocía a Ezra Pound. Juan Ramón me hizo conocer la poesía de Pound, y me contó su tragedia. Era un manicomio horrible, Pound hablaba un poquito de español y a mí me causó un dolor… Él me dijo “ven a verme otra vez”, pero no volví, no volví.

¿En qué momento de tu vida aparece Darwin Flakoll? ¿Cómo aparece?

Yo estaba estudiando Filosofía y Letras. Lo conocí un 13 de septiembre. En realidad, yo era la novia de un amigo de Bud. Pero este muchacho había salido, lejos, y conocí más de cerca a Bud. Allí fue que me enamoré. “Este es”, me dije para mis adentros. Quince días después me estaba proponiendo matrimonio, y dos meses después nos estábamos casando. Nos casamos, prontísimo. Bud y Salarrué con el tiempo se hicieron muy amigos. Yo escogí a Salarrué para que me entregara en matrimonio, pero no pudo llegar porque una tormenta de nieve espantosa paró el tren y no pudo llegar a tiempo, pero él fue el elegido. Me casé el 29 de diciembre de 1947. Cuando llegó ya se había hecho la boda porque no había tiempo que esperar. Nos dimos un gran abrazo y le dije: “no importa, usted fue el que me entregó, usted fue mi papá”. Yo a Bud lo molestaba porque le decía: “me enamoré de ti porque te pareces a Salarrué” (se ríe). Salarrué en ese entonces vivía en Nueva York y estaba muy enamorado de una escultora, Eleonora. Salarrué no era ningún santón. Te quiero contar que una vez Bud le dijo a Salarrué: “ya me contó mi mujer que a los nueve años le pidió a usted un beso en los labios”. “Sí”, le respondió, “lo malo es que lo hizo a los nueve y no a los 18”.

Nos quedamos viviendo un año y medio, como dos años, cerca de Washington, yo estaba desesperada, no me gustaba allí, era otra ya mi vida, me había graduado, ¿o no? Déjame ver… Ah, sí. Me gradué en el 48, estando embarazada de mi primera hija, Maya. Nació mi hija y, después del 50, quedé embarazada inmediatamente otra vez y nacieron gemelas. Y bueno, nosotros éramos pobres y no teníamos quién me ayudara, y a mí no me quedaba tiempo de escribir; aquello era un desastre. Pero entonces Bud consiguió un empleo en México como editor del Daily City News, que era un periódico que salía junto con Novedades, y nos fuimos a México en el año 51, y eso fue una maravilla.

Allí sentí que otra vez volví a renacer, que mi idioma volvía a nacer, que descubría de nuevo mi idioma. Fue maravilloso, hicimos amigos entrañables, y allí estaba otra vez Vasconcelos, que ya para entonces era muy reaccionario, pero nos invitaba todos los domingos a su casa a almorzar.

En México tuvimos una gran suerte, mirá: allí conocimos amigos que son hasta ahora entrañables, a Tito Monterroso, por ejemplo en el año 53, a Juan José Arreola que llegaba todos los días a jugar ajedrez con Bud, y hacían avioncitos de papel y los ponían a volar, y a Juan Rulfo, que llegaba a la casa todo el tiempo. Nunca se me va a olvidar que Juan llegaba con sus manuscritos de El llano en llamas. Nos leía sus cuentos y nos maravillábamos, y le decíamos: “Juan, esto es una maravilla, una verdadera maravilla…”.

¿Tienes idea cómo conoció Rulfo la obra de Salarrué?

No sé, pero le tenía una gran admiración a Salarrué. No sé cómo llegó a sus manos, nunca le pregunté. Yo sé que ellos se vieron en un Congreso en México, pero fue mucho después que nosotros nos habíamos ido de México. En México me puse a escribir. Allá nace Vigilias. Bud trabajaba en las noches en el periódico y se levantaba como a las 11 o a las 12 de la mañana, y después llegaban los amigos en la tarde y él se iba al periódico como a las 8 de la noche. ¿No te parece increíble? Todos estos escritores tan maravillosos entonces eran jóvenes totalmente desconocidos fuera de sus países. ¿Quién los iba a conocer? Nadie.

Bud me dijo un día: “No te gustaría que hiciéramos una antología de todos estos escritores desconocidos fuera de sus países”. Así comenzó nuestra colaboración con Bud. Entonces se nos ocurrió la idea de la antología de poetas y de cuentistas jóvenes. Tardamos como cuatro años en hacerla y luego decidimos irnos a Chile porque ya conocíamos mucho todo el ambiente de México, pero no conocíamos casi nada del Cono Sur. Y nos fuimos para Chile, con las tres niñas, y con mi hijo Erick, que nació en Chile, en mi barriga. En Chile pasamos más de tres años haciendo la antología. También allá hicimos amistades entrañables, porque viajamos a Buenos Aires y a Montevideo. En Montevideo conocimos a Mario Benedetti. Luego en Argentina estaba de visita Julio Cortázar, y de ese año, 1953 o 1954, data nuestra gran amistad con Julio Cortázar. Y viviendo en Chile, hicimos amistad con Manuel Rojas, Pepe Donoso, Nicanor Parra… ¿Viste?, así que ha sido una vida muy rica…

¿Y cómo se costeaban esos viajes?

Cuando nos fuimos para Buenos Aires fue por una beca, pero después fue por un concurso, porque ya no sabíamos qué hacer. Regresamos a Estados Unidos para publicar el libro. Entonces hubo un concurso para el Departamento de Estado y Bud lo ganó. Así llegó a ser Secretario Segundo de la embajada de Buenos Aires. En Buenos Aires y en Montevideo. Del año 58 al 60 estuvimos en Montevideo, y del 60 al 62 en Buenos Aires. En Buenos Aires escribí Huésped de mi tiempo. Pero te voy a contar algo. Por ese tiempo escribía casi solamente acerca de mí. Cuando gana Fidel Castro, Bud y yo lo celebramos. Recuerdo que estábamos en Punta del Este, pero Bud comienza a enfriarse con Fidel. Yo al contrario. Y allí sí tuvimos momentos muy difíciles. Esos fueron los años difíciles de nuestro matrimonio. Recuerdo que Bud estaba representando en ese momento al gobierno de los Estados Unidos, y nos peleábamos mucho por toda esa situación. Estuvimos a punto de divorciarnos, pero nos amábamos demasiado. En 1962, cuando estábamos ya en Buenos Aires, fue la invasión de Bahía Cochinos. Allí Bud se decepciona del gobierno de Estados Unidos y renuncia a la diplomacia. Entonces nos regresamos a los Estados Unidos, donde Bud tenía muchos conectes, sobre todo en el campo del periodismo. Y consigue un empleo de corresponsal y nos vamos a París. Fue maravilloso. Allí nos encontramos con muchos amigos que habíamos conocido en el Cono Sur. Allá vi a Julio Cortázar con su mujer Aurora. Ellos llegaron a ser íntimos amigos nuestros, verdaderos hermanos. Allí estaban Mario Benedetti y Carlos Fuentes, grandes amigos nuestros. Allí nace la idea de Cenizas de Izalco, que luego voy a contarte. Nos reuníamos, claro. Pero a Julio no le gustaba invitar a mucha gente. Nos reuníamos los cuatro casi siempre, además de una amiga muy querida de Aurora, Chichita, que se casó con Italo Calvino. Calvino era un hombre muy silencioso y muy culto. Las tres parejas nos reuníamos muy a menudo, ya fuera en mi casa o en la de los Cortázar. Y llegaba de vez en cuando Miguel Ángel Asturias. Nuestra amistad con los Cortázar era fantástica. Recuerdo muy bien que una vez daban el Marat-Sade en Londres, y hasta allá nos fuimos, los cuatro, en barco, y comenzamos a comer, y en eso Julio se enferma. Te imaginas aquel gigantón con mareos. Julio terminó vomitando. Aurora y yo también nos enfermamos. Y Bud, el lobo de mar, estaba muerto de la risa. Como sabes, Bud había sido marinero en la segunda guerra mundial.

Cuando murió mi padre en 1965, Bud andaba de viaje y Julio venía a la casa a hacerme compañía, a jugar con Erick de carritos, tirado en el suelo cuan largo era. Era una maravilla Julio. A él fue la primera persona a quien le di Cenizas de Izalco para que la leyera. Pero, ¿querés que te cuente como nació Cenizas…?

Estábamos en París, y a mí los acontecimientos de Cuba me abrieron puertas en la conciencia. Me decía: si los cubanos pudieron, ¿por qué no podríamos hacerlo también los salvadoreños? Hasta Cuba, yo pensaba que los dictadores en Centroamérica eran interminables que iban a seguirse uno detrás del otro y que no se podía hacer otra cosa. Entonces se me aflojaron los recuerdos de mi infancia. Y comencé a hablar casi de manera obsesiva de mis recuerdos del 32, cuando yo apenas tenía siete años. Y no sólo lo hablaba con Bud sino también con mis amigos. Nunca olvidaré que fue Carlos Fuentes quien me dijo: “Claribel, tienes que escribir esto”. Le respondí que no, porque consideraba que no tenía oficio de narradora. A mí Juan Ramón Jiménez me había inculcado mucho que el oficio era algo muy importante. Allí saltó Bud, quien tenía mucho oficio como periodista, y me dijo: “Bueno, por qué no lo escribimos los dos”. Así fue que empezamos los dos. Ya habíamos trabajado juntos en una antología y en traducciones. Hicimos un plan. Saqué todos mis recuerdos de infancia. Entonces urdimos la historia de amor. Al principio el acuerdo fue que yo escribiría de la novela lo que correspondía al personaje femenino, y Bud lo del personaje del gringo. Pero él escribía en inglés y yo se lo traducía al español. Hacíamos cosas tremendas. Uno agregaba y la otra cortaba, y allí venían los pleitos. Literalmente, casi nos tirábamos los platos a la cabeza. Hasta que al final dijimos: vamos a trabajar juntos por el hijo, que era la novela, tenemos que ser más humildes. Esta actitud nos ayudó muchísimo. Y entonces, te juro, una vez el libro estuvo terminado, nos asombrábamos y nos preguntábamos el uno al otro, ¿quién escribió esta parte?

Le mostramos el manuscrito a Julio, y a Julio le gustó. Él fue quien me propuso que la enviáramos al concurso de Seix Barral. Y lo enviamos, y quedó en segundo lugar. Otro de los grandes amigos que estaban allí, y que sigue siendo un gran amigo a pesar de que políticamente somos muy distintos, es Mario Vargas Llosa. Mario nos llamó por teléfono a París, muy contento, cuando supo que nos ganamos el premio. Entonces –y esto lo digo cada vez que me preguntan por este libro– Cenizas… se publicó por primera vez en España, en 1966, y por ti en El Salvador, diez años después, en 1976. Yo creía que nunca se iba a publicar en mi país. Todavía me parece increíble.

Tu obra literaria es muy variada: poesía, narrativa, testimonio… Cuéntanos algo sobre tus procesos creativos. ¿Se te imponen? ¿O tú los buscas?

En general, los libros de poesía se me imponen. La idea viene de repente. Por ejemplo, mi último libro Umbrales: estábamos en casa de mi hija con Bud enfermo, y yo también me puse muy enferma; me dieron una dosis extremadamente alta de cortisona y me puse a delirar, y en mi delirio vi el libro. Cenizas… fue más bien una obsesión que me vino a raíz de la revolución cubana.

Los libros que he buscado han sido los testimonios. Y sobre esto quiero dejar una cosa muy clara: los testimonios los hicimos Bud y yo, juntos; y Bud es el piloto. Pero Bud fue tan maravilloso que nunca quiso protagonismo. Me decía: “tú tienes que firmar primero, porque tú eres latinoamericana, y éstos son temas latinoamericanos”. Pero me parece justo que esto se sepa. Y bueno, las novelas, como la que tiene lugar en Mallorca, Pueblo de Dios y de Mandinga, pues eran cosas que ocurrían allí. Bud también colaboró conmigo en esta novela sugiriéndome cosas…

¿Cómo vas a parar hasta Mallorca? Me parece que tu estadía en Mallorca es una de las etapas más espléndidas de tu vida…

Sí y la más productiva…

¿Cómo llegaron hasta allá y montan la famosa «Vieja Casa Azul»?

Bueno, por Bud, que tenía economizada alguna plata, y había conocido a un señor que le ofreció un trabajo para remodelar casas viejas en Mallorca. Cuando vivíamos en París habíamos ido a veranear y a Bud le fascinó. Y nos vamos para allá, en el año 1966. Nos instalamos en Palma Nova, en dos apartamentitos, porque mi madre estaba viviendo con nosotros –mi padre para entonces ya había muerto– además de nuestros cuatro hijos. Pero Palma Nova comenzó a ponerse de moda y a llenarse de gente que le gusta la bulla y todo eso, y entonces nosotros comenzamos a buscar una casa. Y fueron mis hijos quienes encontraron ese pueblecito maravilloso de Dei à. Un pueblo maravilloso, de pescadores, que queda entre el mar y la montaña. Vendimos los apartamentos. Y al fin encontramos una casa deshabitada hacía setenta años, que había sido guarida de marihuaneros, pero Bud, con un ojo tremendo, de remodelador de casa, me dice: “con esta casa se puede hacer una cosa maravillosa”. Eso fue en 1969 que tuvimos, como tú dices, nuestra «vieja casa azul». La compramos por dos mil dólares. ¡Imaginate! Una casa de piedra, antiquísima, con más de trescientos años. Todavía conservo la casa. Ahora la alquilo y creo que tengo que venderla…

¿Por dos mil dólares?

(Se ríe)… Cuando la remodelamos nos llegó a costar mucho más. Bueno. Hicimos nuestra casa. En Dei à el clima es muy lindo, aunque para mí es muy frío en el invierno porque las casas no están preparadas. En la casa de nosotros, Bud hizo una chimenea en cada cuarto. Ya por último instalamos una de esas estufas alemanas que calientan toda la casa. Era una casa de tres pisos, con una terraza bellísima, que miraba a toda la montaña. Cuando nosotros llegamos allí había muchos poetas, sobre todo ingleses y norteamericanos, y pintores. Ahora no. Se ha convertido en una cosa, como dicen, de moda. Y allí, en Deià, vivía Robert Graves. Hace una semana he recibido una carta de su viuda. Entonces nos hicimos muy amigos de Robert Graves. Nunca olvidaré cómo fue. Estábamos asomados al balcón de lo que iba a ser nuestro dormitorio, que por entonces no estaba terminado, cuando en eso veo venir a un viejo con «shorts», con una cesta colgada al hombro y con un enorme sombrero cordobés. Lo veo pasar y le digo a Bud: “ese debe ser Robert Graves”. Bud era mucho más cauteloso, yo no, era mucho más aventada. Y le digo, desde un segundo piso: “¿usted es Robert Graves?”. Y él se me queda viendo y me dice: “Yes. ¿Who are you?” (ríe). Entonces lo invitamos a tomarse una copita de vino, entró a la casa y allí comenzó una gran amistad. Robert iba casi siempre a mi casa a tomarse una copa de vino. El y Bud se ponían a cantar canciones de la guerra. Su mujer, Beryl, una maravilla, también llegaba a la casa. Pero cuál no fue mi sorpresa, cuando un día yo venía con mi cestita al hombro, ya años después, y me encuentro con Robert que me dice que vayamos a mi casa que tiene algo muy importante que decirme. Entramos y me dice: “mira, en España yo no soy muy conocido como poeta. Ahora me quieren publicar en España, y yo les he dicho que sí con la única condición de que tú seas la traductora, y nadie más”. “Robert, le digo, eso es demasiado para mí. Yo no voy a poder”, porque su estilo era muy diferente al mío; el suyo era un estilo clásico, dificilísimo. “Ah, entonces será tu culpa de que no se me conozca en España”, me dice. Al fin acepté, con una condición: de que fuera yo quien eligiera los poemas. Escogí cien poemas. Y le dije a Bud: “amorcito lindo, aquí necesito tu colaboración también, porque yo sola no puedo”. Me pasé casi tres años traduciendo a Robert. Primero lo traducía directamente. Luego me paseaba leyéndolo en voz alta, para oír si el ritmo iba bien. Un trabajo tremendo. Bud me hacía miles de sugerencias. Robert todavía estaba bueno de su cabeza. Ese libro lo editó Lumen (y ya lleva tres ediciones), y cuando salió publicado Robert ya casi no nos reconocía a nadie. Bud y yo lo fuimos a ver, con el libro. Robert, sin hablar, se puso a mirarlo, hoja por hoja, después nos agarró a Bud y a mí las manos, y se echó a llorar.

Yo he vuelto a Dei à de vez en cuando. La última con Bud, en 1994. Y ya no quiero ir más. Tengo miedo de ir sin Bud, no quiero…

¿Por qué salen de Deià?

Bueno, por la revolución sandinista. El 17 de julio de 1979, que es el Día de la Alegría, se va el hombre este, Somoza, para Miami. Y es Bud el que me dice, siempre con sus cosas de periodista: “¿Qué te parece si vamos a Nicaragua, a escribir un libro sobre la Revolución? Un libro testimonial que comience con William Walker y termine con el triunfo sandinista”. Y yo le digo: “Vámonos unos seis meses y volvemos a Dei à a hacer el libro”. Este libro lo publicó luego la editorial Era, de México. Ese día, 17 de julio, llega a la casa Julio Cortázar, a quien ya nosotros esperábamos, con su tercera esposa, no, su segunda esposa, Carol, que es la que murió. Ellos no se habían dado cuenta de la huida de Somoza, porque habían estado viajando y todo eso. Fuimos a la terraza de nuestra casa. Nos hemos tomado no sé qué cantidad de vino y champagne. Y dice Julio: “pues si ustedes van, nosotros vamos a visitarlos”. Nosotros nos fuimos en septiembre para Nicaragua, y en noviembre llegó Julio con Carol a visitarnos. Y le fascinó Nicaragua. Julio se enamoró de la revolución nicaragüense, y pasó gran parte de su vida en Nicaragua.

Nosotros nos regresamos a Mallorca para escribir el libro, pero ocurre algo. Me invitan a La Sorbona y cuando yo preparaba en París mi recital, me llama Roberto Armijo y me dice: “Claribel, han asesinado a monseñor Romero”. Me quedé en una pieza. Y Bud me dice: “tú no vas a dar un recital, tú vas a hablar sobre ese crimen”. Carol, la mujer de Julio, hizo la traducción para que yo leyera mi texto en francés. Allí fue que yo comencé a tomar conciencia de mi pueblo, de mi El Salvador. Casualmente, en 1975, también fue Roberto Armijo el que me llamó a Deià para decirme que habían asesinado a Roque Dalton.

En 1981, voy a Managua a escribir mi libro No me agarran viva, que es el libro con el que yo más he aprendido a conocer cómo son las mujeres salvadoreñas, la maravilla, la valentía de la mujer salvadoreña.

A lo largo de su vida, Claribel Alegría cosechó amistad con grandes figuras de la poesía latinoamericana. Carlos Fuentes y Julio Cortázar fueron los grandes impulsores de su carrera literaria. AFP PHOTO / INTI OCON
A lo largo de su vida, Claribel Alegría cosechó amistad con grandes figuras de la poesía latinoamericana. Carlos Fuentes y Julio Cortázar fueron los grandes impulsores de su carrera literaria. AFP PHOTO / INTI OCON

Vamos de regreso: tu relación con El Salvador. ¿Qué hilos sostienen tu relación con el país durante el largo período de la guerra?

Mira, antes volvía todos los años, pero después que empecé a hablar de monseñor Romero y de la situación del país, mi primo hermano –que era en ese tiempo ministro de Defensa– Eugenio Vides Casanova, me mandó a decir que no volviera a El Salvador. Y no pude volver, ni siquiera cuando murió mi madre, a quien yo adoraba. Yo estaba en Nicaragua en 1982. Fue un dolor espantoso. Regresé a El Salvador hasta un poco antes de los Acuerdos de Paz, cuando me invitaron a dar un recital en el Teatro Nacional.

Vamos ahora a Nicaragua: ¿Qué haces allí? ¿Quiénes te frecuentan?

En 1982, volvimos a Nicaragua y decidimos quedarnos. Y desde entonces hemos estado viviendo allá. La gente ha sido maravillosa. Tú no sabes el despliegue de amor que hubo cuando murió Bud. Ahora, quien más me frecuenta, de los salvadoreños, es Jacinta Escudos. También Ernesto Cardenal. Antes Coronel Urtecho, cada vez que venía a Managua. Con Sergio Ramírez y Tulita nos vemos de vez en cuando. Con Lisandro Chávez Alfaro y su mujer, mucho. No me dejan sola, siempre me caen, a eso de las seis de la tarde.

¿Tus proyectos? ¿Tus éxitos interiores?

Mirá, yo soy una mujer que necesita mucho cariño. Y cuando me doy cuenta de que me quieren, es una alegría enorme para mí. Ese es un éxito interior muy importante para mí.

¿Insatisfacciones?

Que no he dado todo mi aporte en lo que yo hubiera querido dar como persona y como escritora. Debo decirte que me ha dolido mucho ser más conocida en otras partes que en El Salvador.

¿Proyectos?

Sigo escribiendo. Y he vuelto a la poesía. ¿Ves? Es como un círculo. Empecé por la poesía hasta que en el 64 me meto a la prosa y hago mis novelas y libros de testimonio. Y luego, con una gran fuerza, la poesía me llama. Mi proyecto no está terminado; yo me tardo bastante en los libros. No te estoy hablando de Umbrales, que saldrá publicado, sino de lo que estoy escribiendo ahora: son poemas de la muerte, muy del amor, de la soledad. Esos son mis temas, que ahora sí los hablo con conocimiento de causa.

Mis proyectos son seguir escribiendo, seguir queriendo mucho, rodeada de amigos. Francamente pienso que ya terminé con mi vida, pero sigo viviendo cada día con plenitud, pero ya no me importaría morirme hoy, en absoluto. Si por ejemplo ahora viene alguien con una pistola para matarte a vos, yo me pongo enfrente, ¿ves? (ríe y solloza). No le tengo ningún miedo a la muerte. Sé que debo seguir escribiendo, no me importa si publicando, porque ahora me he vuelto más severa conmigo misma.

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