No tengo un dato exacto, pero no sería una locura afirmar que serán muy pocas mujeres en El Salvador las que no han sido víctimas de acoso callejero. Es por eso que sin temor a equivocarme diría que el #caminemossinmiedo es la fantasía de las mujeres. A la mayoría nos han tirado besos tronadores, hemos recibido miradas que se pierden en el escote, cientos de “qué linda, mi amor”, observado relamidas de labios de uno o varios hombres al pasar a su lado.
Yo me enojo, me indigno, rolo los ojos, pero nunca les contesto. Prefiero ir por ahí con los audífonos puestos para simplemente no escucharlos. Lo hago por miedo, prisa, por priorizar la estrategia de huida, por fastidio. Porque si me quejo públicamente nunca falta quien dice que así son las cosas, que es parte de la cultura, de la idiosincrasia. Y la verdad, ya estoy cansada de quedarme callada.
Yo me muevo principalmente en bus o a pie. Cuando voy camino a la oficina, casi siempre me encuentro a un grupo de hombres al que sin variación se le ocurre decirme “qué linda, chelita…” y tirarme besos. Generalmente murmuro para mí un insulto que nunca les digo.
Hubo un año, incluso, en el que al regresar de vacaciones me quitaron la paz: “Tenía días de no verla, mi amor. Ya la extrañaba”, me dijeron. No tengo un trabajo con horario fijo, de oficina. Ellos, sin embargo, me tenían bien controlada. Me llené de furia, pero también de miedo. Decidí hacer pública mi indignación en Facebook. Para unos fue motivo de risa, otros me llamaron exagerada, y hubo mujeres -¡mujeres!-, que me dijeron que cuál era la bulla, si eso es cultural.
Me pregunto si también fue cultural la nalgada que me dieron una vez a media calle. Estaba cruzando para llegar al centro judicial Isidro Menéndez, en San Salvador, y mientras esperaba a la mitad de la calle, al copiloto de alguien se le ocurrió golpearme en las nalgas. No fue nada halagador y “el caballero” que me la propinó se quedó muerto de la risa y se aseguró de que yo escuchara su sonora carcajada.
Ir en bus no es tampoco encerrarse en una burbuja. Moverse en transporte público es viajar con la incertidumbre de no saber si el que está a la par va a querer tocarme o masturbarse a mi lado o me va a seguir cuando me baje en mi parada.
No es exageración ni paranoia. A una amiga le pasó. Un tipo empezó a masturbarse a la par suya. Pidió ayuda, nadie hizo nada. Se bajó del autobús, él la siguió. El acoso acabó hasta que ella, montada en un segundo bus, le pidió a otro hombre que la ayudara. Ni siquiera hubo necesidad de que lo confrontara. El segundo hombre puso su brazo alrededor de mi amiga y eso bastó para que el acosador se bajara. No el reclamo de ella, ni la solicitud expresa de que dejara de tocarse, ni el grito que lo expuso ante los demás. Lo que funcionó fue el indique de “otro par” de que a quien perseguía era “suya”.
Vivo en una ciudad que es promocionada por su alcalde como una de primer mundo, algo alejado de la realidad, pero así son los políticos. En mi ciudad la paranoia igual te persigue, porque detrás de ella hay acosadores reales, de carne y hueso. Hace unos meses, de camino al gimnasio, un vehículo azul me siguió un par de cuadras. Eran las cinco de la madrugada –‘¡cómo se le ocurre caminar sola a esa hora!’, dirán algunos- y llevaba los audífonos puestos. Al llegar a un cruce de calle me sentí observada. Giré la cara y me enteré de la presencia del vehículo. Aceleré el paso y el carro conmigo. El conductor cruzó en otra dirección. Sentí algo de alivio hasta que vi que se había quedado detenido en la otra esquina.
Esta no era la primera vez que un hombre me seguía, tampoco la primera vez que alguien lo hace en un carro. Las calle están casi desiertas a esa hora de la madrugada y yo no tenía a quién acudir. Caminé más rápido, crucé la calle y alcancé a escuchar que el carro arrancó. Aceleré el paso de nuevo. Cuadra y media más adelante volví a sentirme observada. Se trataba del mismo vehículo azul. Para entonces, estaba muy cerca de una parada de buses donde ya había un grupo de gente esperando. Me apuré a llegar hasta ellos. El conductor me perdió de vista y aceleró. Cuando regresé a la ruta hacia el gimnasio, noté que el vehículo estaba estacionado dos cuadras más delante de mi lugar de destino. Pensé en lo lenta que fui al no memorizar o anotar el número de placa del vehículo. Entré al edificio e intenté, como siempre, olvidarme del episodio, pero no pude.
En el camino de regreso a casa pasé por las oficinas del Cuerpo de Agentes de Santa Tecla. La administración de Roberto d’Aubuisson se ha hecho mucha propaganda desde que llegó al poder. No ha parado de decir que gracias al sistema de videovigilancia esta ciudad ahora es más segura. Lógicamente pensé que me ayudarían a identificar el vehículo que me había seguido. Pero no.
El agente que me atendió me dijo que primero tenía que poner una denuncia en la Policía. Fui a la Oficina de atención ciudadana de Santa Tecla. Le conté a un agente todo lo que me sucedió y mientras veía su celular me preguntó:
—¿Y cuál es el delito?
—Eso es una forma de acoso...
—¿Los vio, le dijeron algo?
—Llevaba los audífonos puestos, no escuché si me dijeron algo.
—Bueno...
—¿Quiere decir que hasta que me digan cosas, me metan al carro, me violen y me dejen perdida por algún lado puede ser válida mi denuncia?
El agente me respondió con un gesto de 'ajá' y me dijo que así estaba establecido en la ley. No iba a lograr nada, así que me retiré indignada. Al llegar a mi casa revisé el código penal y corroboré que no existe ningún impedimento legal para que alguien me siga con su carro. No tenía caso.
Tuve que cambiar horarios, de ruta e idear una estrategia de reacción para saber qué hacer si alguien me intentaba subir a un carro alguna vez. Pero en realidad estoy harta, tan cansada, tan enojada de tener que cambiar mis horarios y mis rutas para moverme de un lugar a otro; tan asqueada por tener que seguir cuidando lo que me pongo para no “provocar” a nadie con la manera en que me queda la ropa.
Es absurdo pero esa es nuestra realidad, es lo que toca. Si no lo hago, cuando algo me pase dirán que yo ya estaba advertida, que yo debía tomar las precauciones necesarias, porque en estos casos, la víctima siempre tiene la culpa. Porque en El Salvador las mujeres no solo tenemos que “abstenernos” de hacer cosas para que nada nos pase, sino que, de ocurrirnos, sobre nosotras recae la responsabilidad de probar que no estamos mintiendo.