“La calle de los turcos era otra vez la de antes, la de los tiempos en que los árabes de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el mundo cambiando guacamayas por chucherías hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su milenaria condición de gente trashumante”.
Cien años de Soledad, Gabriel García Márquez.
Nayib Bukele Ortez (1982, 24 de julio) es el político que hoy por hoy goza de mayor aceptación en El Salvador. Alcalde de la capital a los 32 años, hasta sus más acérrimos opositores —que no son pocos— admiten a regañadientes su popularidad, refrendada en cuanta encuesta se ha publicado en los últimos meses. Afuera tampoco le va mal: la prestigiosa revista Time lo incluyó en 2017 en su listado de ‘Líderes de la próxima generación’. Bukele es un millennial que aspira a convertirse en presidente de la República. Bukele es de ascendencia palestina.
Hoy, la tarde de un jueves de febrero del año 2017, va a recibir en su despacho de la exclusiva colonia Escalón, en San Salvador, a una delegación encabezada por Vera Baboun, la alcaldesa de Bethlehem (Belén), ciudad de la que migró la mayoría de los palestinos radicados en América Latina. Es un encuentro íntimo con una veintena de personas, gestionado por el Comité de Solidaridad por Palestina en El Salvador.
Vera Baboun está en una minigira centroamericana que la ha traído a Nicaragua —sede, por razones políticas, de la única embajada palestina en el istmo—, a Honduras y a El Salvador. Viene a despertar, estrechar y/o consolidar lazos para, entre otras cosas, tratar de que los nietos y bisnietos de quienes migraron hace un siglo tengan un papel más activo en el conflicto que enfrenta a Palestina con Israel.
La conversación es fluida y amable, de miradas sostenidas; parece que se han caído bien. La abuela paterna de Bukele era de Belén. Su apellido, Kattán, permanece entre los más sonados de aquella ciudad. Hablan sobre la arquitectura betlemita, sobre la ocupación israelí, sobre la restauración de la iglesia de la Natividad, sobre el artista Banksy… unos 40 minutos por todo. Al final, Bukele entrega a Vera Baboun un vistoso diploma que la reconoce como Huésped Distinguida de la Ciudad de San Salvador.
—La conexión con Belén no se puede medir con dinero ni con poder político, sino con sentimientos y amor —dice Bukele—. Es el lugar en el que nació nuestro señor Jesucristo y, en un ámbito personal, es donde nació mi abuela, que se vino a El Salvador con cinco años. La alcaldesa me ha contado que los Kattán son muy conocidos en Belén, y en mi familia ni sabíamos que aún había parientes con ese apellido en Belén. Es alegre saberlo.
Vera Baboun es católica y ha sido elegida por sus paisanos. Belén aún es la ciudad palestina donde viven más cristianos: unos 15 000. Pero tan sólo en El Salvador los miembros de la diáspora cuadruplican esa cifra, y la inmensa mayoría son cristianos. Aunque, claro, tal vez no sea esa su condición más significativa.
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Esto: los venidos de Palestina son poder en El Salvador. Poder. El país no puede explicarse a cabalidad sin los Handal, los Zablah, los Hasbún; sin los Simán y Salume; sin los Bukele. Pero ese poderío es relativamente nuevo: por demasiado tiempo, ser palestino era cargar en el apellido humillación y desprecio. Hace un siglo más o menos, cuando los abuelos o los padres de los abuelos embarcaron en Oriente Medio y desembarcaron de este lado del mundo, aquellos primeros palestinos eran migrantes pobres que ni siquiera podían desenvolverse en castellano. Vendedores ambulantes como primera opción, buhoneros. Pero ya eran lo que siguen siendo hoy: turcos.
“Era algo clásico el turco que llegaba en mula a los pueblos a vender sus productos”, dice Pedro Escalante Arce, historiador, exdirector de la Academia Salvadoreña de Historia.
El contraste entre los inicios sudados y los suntuosos presentes de algunas familias es tan brutal que hay descendientes que prefieren no hablar del tema. O, de hacerlo, lo hacen en clave de humor. Circula un chiste en la comunidad palestina que dice así: los primeros en llegar a El Salvador se apostaban en las entradas de los mercados de ciudades y pueblones para ofrecer su venta. Allí, con conocimientos raquíticos de español, trataban de llamar la atención de quien pasara. No pocos salvadoreños, al entrar o al salir, decían al extraño: “Con su permiso, con su permiso”. Un día, intrigado de escuchar siempre lo mismo, uno de aquellos pioneros regresó al hogar y le dijo a los suyos, en árabe: “Tenemos que conseguir consupermiso; los salvadoreños piden mucho esa mercadería”.
El chiste es malo, pero los palestinos lo siguen contando porque quizá ilustra el espíritu primigenio con el que se abrieron paso en una sociedad que al inicio los menospreció, luego los etiquetó para la eternidad con el nombre despectivo de turcos, más tarde los reprimió jurídica y socialmente, y sólo muy al final terminó aceptándolos, de a poco y recién cuando algunos de esos apellidos habían amasado fortunas intimidatorias.
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Turcos les dicen por el Imperio Turco-Otomano.
A finales del siglo XIX, agonizaba uno de los más formidables y longevos imperios que conoció el Viejo Mundo. Durante cuatro siglos, Palestina y buena parte de Oriente Medio fueron gobernadas desde Constantinopla, hoy Estambul. Al son de las crisis político-social-religioso-económicas que precedieron el colapso de 1922, cientos de miles de seres humanos oriundos de las actuales Siria, Líbano y Palestina abandonaron sus tierras para procurarse un futuro. América Latina devino un destino prioritario para esas personas, que entraron en los países con un pasaporte distintivo: el turco-otomano.
Los turcos es una amplísima categoría bajo la cual coexisten no menos de 20 millones de latinoamericanos de origen árabe. Ahí están Shakira, Carlos Slim, Miguel Facussé, Salma Hayek, los presidentes Carlos Menem, Michel Temer, Julio César Turbay, Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad. Los países que en términos absolutos más integraron a los turcos son Brasil, Argentina, Colombia, Venezuela, México y Chile. Una significativa proporción del gran empresariado brasileño y mexicano es de origen libanés, y el mayor productor de carne de Argentina, Alberto Samid, tiene sus antepasados en Siria. La gran mayoría de esos 20 millones de latinoamericanos son sangre de la sangre de quienes huyeron entre 1880 y 1922, las décadas previas a la desaparición del Imperio Turco-Otomano.
Libaneses y sirios fueron los pueblos más afectados por el éxodo. Los académicos han tratado de explicar semejante flujo en tan poco tiempo con un combo de razones. Destacan dos: por un lado, la crisis económica y social propia del colapso; por otro, el desarrollo del nacionalismo turco, que se cebó contra las minorías cristianas, obligando a los jóvenes a enrolarse en el ejército imperial. Quien no quería tomar las armas no tenía otro camino que irse. Por eso es cristiano el mayor porcentaje de los árabes emigrados a América Latina.
En el caso particular de Palestina, su diáspora latinoamericana está cifrada en medio millón de personas. Casi todos salieron de una región minúscula —Belén y sus alrededores—, pródiga en cristianos. Hay comunidades de palestinos regadas por todo el hemisferio, pero tres fueron los destinos preferidos: Chile, Honduras y El Salvador. En estos tres países los palestinos se convirtieron en la primera minoría de origen árabe, muy por encima de libaneses y sirios.
La migración palestina a Chile fue tan numerosa que permitió crear en Santiago un competitivo equipo de fútbol, el Club Deportivo Palestino, dos veces campeón nacional. La hondureña generó algunos millonarios y políticos resonantes. Los que se enraizaron en El Salvador —a pesar del indisimulado racismo de las élites criollas— eran también casi todos palestinos y betlemitas y cristianos. Sus descendientes hoy se estiman en unos 65 000 hijos, nietos y bisnietos en un país de seis millones y medio de personas.
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—A mí no me ofende que me digan turco —dice Bukele—, aunque sé que algunos continúan usando la palabra de forma peyorativa.
Turcos . Incluso la Real Academia consigna en su quinta acepción —como americanismo— que turcos son los “árabes de cualquier procedencia”. El diccionario terminó validando un uso que en la mayoría de las sociedades latinas tiene inequívocas connotaciones racistas. Los turcos, en términos generales, no fueron bienvenidos en América Latina, como sí lo fueron en aquellas mismas décadas los migrantes de otras latitudes, sobre todo de Europa.
El Salvador no es el único país donde las élites mostraron de forma explícita su racismo contra la migración árabe, pero es posible que sea uno de los pocos, si no el único, donde, entreguerras, se legisló contra su presencia.
En 1921, una reforma a la Ley de Extranjería calificó como “perniciosos” a los chinos y a “los individuos de la raza árabe, conocidos en el país con el nombre de turcos”. En 1933, ya con el dictador genocida Maximiliano Hernández Martínez como jefe de Estado, fue aprobada una Ley de Migración que prohibía el ingreso al país de negros, de asiáticos y —reza de forma explícita el artículo 16— “de nuevos inmigrantes de Arabia, Líbano, Siria, Palestina o Turquía, generalmente conocidos con el nombre de turcos”.
El racismo institucionalizado no era nomás el desvarío de un dictador sino la cristalización de sentimientos muy arraigados entre las élites criollas. “Hay que conocer cómo se formaron estos países hispanoamericanos, donde el componente étnico fue muy fuerte”, dice el historiador Pedro Escalante. “En El Salvador ha sido siempre muy importante tener una fisonomía lo más europea posible, unido a que acá no había clases sociales, sino estamentos. Y ahí viene el origen de por qué a los palestinos les costó ser aceptados”.
Para el momento de la aprobación de las leyes de segregación, cientos, tal vez miles de palestinos formaban parte de la sociedad salvadoreña, algunos desde hacía tres décadas. Había incluso casos de notables fortunas amasadas. Sin embargo, en 1936, una ley reguladora del comercio prohibió abrir nuevos “almacenes, tiendas, pulperías, talleres, fábricas industriales e industrias agrícolas” a toda familia de origen árabe que ya viviese en el país. Sólo quedaban exceptuados aquellos negocios que ya estaban en operaciones; nada nuevo con olor a turco podría crecer en El Salvador.
Las leyes se abolieron a los pocos años, pero el racismo latente que las propició se mantuvo vigoroso por décadas. En los setenta, la comunidad palestina aún tenía prohibido el ingreso a los clubes sociales regentados por y para la oligarquía cafetalera y rentista, como el Casino Salvadoreño o el Círculo Deportivo Internacional.
Así no sea el caso de Bukele, hay descendientes palestinos que aún consideran que la palabra turco es el más grave de los insultos. Razones tienen. El racismo que sufrieron fue asfixiante y prolongado.
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La hoja de vida del descendiente de árabes Héctor Samour (1952, 19 de septiembre) dice que ha sido viceministro de Educación, secretario de Cultura, decano en una de las universidades más prestigiosas, colaborador estrecho de Monseñor Romero… Puro trabajo académico-intelectual: ni comerciante ni empresario.
Samour nació cuando las leyes contra los turcos habían sido derogadas, pero los sectores pudientes de la sociedad aún los miraban con desprecio.
—Somos siete hermanos —dice en su despacho de la Universidad Centroamericana, la UCA—, y sólo yo me dediqué a la academia; los demás, a los negocios. Me miraban raro. En mi familia, todo lo que no sea comercio o negocio lo ven como pasatiempo. Yo estaba dando clases y me decían: “¡Es que vos no trabajás! Por eso no tenés pisto”. Trabajar para ellos es el comercio: generar, generar y generar.
Sus abuelos paternos nacieron en Palestina. Samour de un lado y Batarse del otro, dos apellidos que el salvadoreño promedio relaciona sin esfuerzo con corbatas de seda y camionetas de lujo.
El padre de Héctor Samour nació en El Salvador, pero viajó de joven a la capital de México a probar suerte. Conoció a su esposa en el hotel donde se hospedó. Libanesa ella y su familia. Un matrimonio prudente para la época.
—No sé explicar por qué los árabes se casaban entre ellos cuando llegaron —dice—, Quizá sentían más seguridad, más estabilidad en el matrimonio, para los negocios… no sé. Quizá creían que era más confiable alguien de la misma etnia que los locales.
La idea de los matrimonios endogámicos no es exclusiva de los palestinos. Sucedió con la migración italiana en Argentina y en Brasil o la francesa en Uruguay y, en general, con casi todo grupo migrante. Este tipo de casamientos están muy arraigados en las primeras generaciones, que buscan cercanía a lo que conocen —el pasado común, su cultura, su gente— mientras intentan integrarse. Con el tiempo, esos agrupamientos se diluyen. Héctor Samour, por ejemplo, no se casó con una mujer de su comunidad étnica. Entre los descendientes de palestinos sesentones, como él, hacer lo que hizo todavía no era lo habitual, pero tampoco una rareza.
—La idea de casarse entre árabes se fue rompiendo.
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No son muchos los estudios serios sobre las fortunas salvadoreñas y sus propietarios, pero alguno hay.
Se escribió en los sesenta, pero “La crisis de integración nacional en El Salvador, 1919-35”, del estadounidense Everett Wilson, delinea una oligarquía eminentemente cafetalera, con tentáculos en el azúcar, el henequén, la banca y la exportación-importación. Eran los años de la primera generación de árabes salvadoreñizados, con fortunas aún incipientes. Absolutamente todos los apellidos mencionados en la investigación son criollos y/o europeos: Araujo, Ávila, Belismelis, Deininger, De Sola, Dueñas, Duke, Guirola, Hill, Interiano, Llach, Meardi, Meléndez, Quirós, Regalado, Salaverría…
En 1977 se publica “Fundamentos económicos de la burguesía salvadoreña”, de Enrique Colindres. El estudio consigna una mayor diversificación de las fortunas (la banca y el comercio ganan peso e irrumpe la industria), aunque buena parte de los apellidos dominantes son los mismos que medio siglo atrás. Se suman Poma, Meza Ayau, Dutriz, Sol, Mathies, Freund, Kriete, Borgonovo, Eserski y Cristiani y, por primera vez, aparece un puñado de apellidos palestinos: Simán, Safie, Gadala María y Saca.
En los ochenta y noventa se suceden estudios —la mayoría con sello de la UCA— que tratan de radiografiar la composición de la alta burguesía, como los firmados por Manuel Sevilla, Aquiles Montoya y Dolores Albiac. En sus cuadros de grupos familiares poderosos se consolidan Simán, Safie y Saca como referentes de la comunidad palestina, y se agregan otros apellidos de influencia y poder crecientes, como Bahaia, Hasbún, Handal, Nasser, Salume y Zablah.
Ya en el siglo XXI, en el año 2002, ve la luz “El bloque empresarial hegemónico salvadoreño”, de Carlos Paniagua, quizá la investigación más ambiciosa y ordenada. Como novedad, se detallan las alianzas empresariales entre criollos y palestinos, como la existente entre las familias Cristiani y Bahaia. Sin embargo, los imperios empresariales de apellidos como Salume y Zablah Touché, y sobre todo Simán, llevaron al autor a presentarlos en capítulos independientes, etiquetados como el “sub-bloque árabe” dentro de los bloques empresariales dominantes.
“En El Salvador, la unidad fundamental de los ‘grandes negocios’ es el núcleo familiar empresarial”, afirma Paniagua en sus conclusiones, y remata: “En el caso de los núcleos empresariales de origen árabe, su integración al bloque empresarial hegemónico se explica a partir de las alianzas de negocios; esto significa que las alianzas matrimoniales en este sector no tienen mayor influencia”.
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José Jorge Simán Jacir (1936, 1 de febrero) es el hijo mayor del hijo mayor de José Jorge Elías Simán y Natalia Jacir, una joven pareja que a inicios del siglo XX se embarcó en un puerto del Imperio Turco-Otomano, desembarcó en Colombia y probó suerte en Honduras antes de recalar en un ignoto país llamado El Salvador. Con los años, José Jorge Elías y Natalia devinieron patriarca y matriarca de una vasta familia que porta dos de los apellidos más influyentes de la comunidad palestina y de la sociedad salvadoreña. Simán suena a prosperidad, a éxito, y a oligarquía, aunque tras cinco generaciones que se traducen en más de 200 simanes emparentados con la pareja inicial, los grupos familiares han tenido una lógica dispersión, y la fortuna no está —ni mucho menos— repartida de manera equitativa entre todos.
José Jorge es un Simán y es un Jacir, sangre azul, pero parece sentirse más cómodo cuando le dicen Don Pepe, sin más. Quizá lo explique que haya sido alguien muy cercano a Monseñor Romero, su amigo.
La adolescencia y juventud de Don Pepe se desparraman entre los años cuarenta y cincuenta.
—En aquellos años —dice—, se trataba como a enemigos a los chinos, a los turcos y también a los judíos, aunque menos porque eran poquitos. Al comerciante se le veía de menos porque este era un país cafetalero. Esto era un finca, que es la gran tragedia que seguimos teniendo, porque seguimos teniendo una finca, no un país. Y si eras turco, ¡olvidate! Te creían ladrón, contrabandista… Había que defenderse.
—¿Defenderse de quién?
—De Maximiliano Hernández, porque él era el que estaba en el poder.
—Pero eso apenas lo vivió. Usted tenía ocho años cuando él dejó el poder.
—Pero viví las consecuencias de aquel racismo.
—¿Cuáles consecuencias?
—Yo estudié en el Liceo Salvadoreño y todo era “turco mira aquí, turco mira allá, turco come-berenjena”. Así me decían algunos compañeros, y yo hasta dejé de comerla porque creía que, cuando la comía, se me quedaba el olor de la berenjena.
Un día de mediados de 1947, Jorge José Simán, primogénito del patriarca y padre de Don Pepe, tuvo un accidente cerebral cuando regresaba de Puerto Cortés, en Honduras. Para entonces, se había cumplido ya un cuarto de siglo desde la apertura de la piedra angular de la fortuna familiar, el almacén José J. Simán e Hijos, ubicado en el centro de San Salvador.
Los Simán buscaron la mejor atención y Jorge José fue enviado a Rochester, Minnesota, para ser atendido por los especialistas de uno de los centros hospitalarios más prestigiosos del mundo, el Mayo Clinic. “Lo operó el doctor que inventó los aparatos para operar el cerebro”, dice Don Pepe, en alusión a Alfred Washington Adson.
—La familia decidió que yo, que tenía 11 años y era el hijo mayor, debía ir a verlo desde El Salvador después de la operación para alegrarlos, a mis padres y a mis abuelos. Recuerdo que, por ser niño, no me dejaron usar el elevador y tuve que subir escaleras hasta el sexto piso, donde estaba el cuarto de mi papá. Subí, toco la puerta, abro y encuentro a los cuatro llorando. Y yo, un bichito de 11 años: “¿Qué pasa?” Ese día habían dividido Palestina. Imaginate lo que me afectó a mí ver a los cuatro llorando.
El 29 de noviembre de 1947, Naciones Unidas aprobó la Resolución 181, que recomendaba la creación de dos estados en la Palestina histórica y que otorgaba a Israel la mayor parte del territorio aunque dos de cada tres ciudadanos eran árabes.
La escena que narra Don Pepe da para incontables interpretaciones. Una es que para finales de los cuarenta, en tiempos en los que subir a un avión era una rareza, los Simán habían amasado ya una fortuna suficiente que les permitía ser atendidos por los mejores médicos del mundo en una de las mejores clínicas del mundo. Otra es que, ante el riesgo de la muerte de uno de ellos, la familia lloraba la muerte de la patria.
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El 21 de enero de 2004, en la exclusiva colonia Escalón de San Salvador, se inauguró la plaza Palestina, financiada con aportes de miembros de la comunidad, en materiales o en metálico. La placa de agradecimientos exhibe la mayoría de los apellidos de origen árabe más renombrados de la sociedad salvadoreña: Hasbún, Saca, Handal, Bukele, Simán, Safie, Kattán, Nasser... La plaza Palestina está construida a menos de 200 metros de la plaza Estado de Israel y tiene un gran mapa plateado de la “Palestina histórica”, su principal reclamo visual.
Ese mapa atizó la polémica: el embajador de Israel en El Salvador protestó airadamente y medios de comunicación israelíes se hicieron eco de la noticia. Pero aquella controversia apenas resultó un entreno de la que ocurriría año y medio después, cuando en un extremo de la avenida Jerusalén de San Salvador quedó inaugurada la plaza Yasser Arafat, con busto incluido, financiada también por prominentes palestinos.
Cuesta hallar elementos que permitan afirmar que los 65 000 descendientes de palestinos que, se estima, viven en El Salvador son parte de una misma comunidad. Uno de esos tenues hilos es un conflicto político irresoluble que se cocina a 12 000 kilómetros. “Definitivamente, el apoyo al Estado de Palestina es un elemento de cohesión”, dice, enfático, el historiador Pedro Escalante.
Decía Gunter Grass que la patria es algo de lo que sólo te das cuenta cuando lo pierdes. Oriente Medio encontró también un espacio para las batallas milenarias en las plazas de San Salvador.
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Suhair Barake Bandak (1962, 29 de septiembre) habla árabe a la perfección: es su lengua materna, la que usó hasta bien entrada la adolescencia. Su castellano es correcto, pero un acento marcado delata que debió aprenderlo. Eso, ser una palestino-salvadoreña que habla la lengua de sus antepasados, vuelve a Suhair una rareza incluso en la comunidad.
Suhair nació en la Palestina sometida por Israel y vivió en Belén hasta finales de los setenta. Salir de su país no fue su decisión. Sus apellidos habían viajado a El Salvador con las primeras oleadas y triunfaron; aquí, los Barake son una familia influyente. La llegada de Suhair se explica por un fenómeno popularizado en los sesenta-setenta dentro de los sectores de la comunidad más propensos a mantener la menguante tradición de los casamientos entre árabes: su familia pactó su matrimonio con un Suadi nacido y radicado en El Salvador, con raíces firmes en el departamento de Sonsonate.
Un día, cuando Suhair tenía quince años, le dijeron que debía casarse con un salvadoreño descendiente de palestinos que le doblaba la edad. A su hermana le hicieron lo mismo, sólo que el marido que buscaron los padres estaba en Chile.
—Los papás decidían por uno —dice Suhair—. Me casé con las costumbres árabes y me vine casada a El Salvador. Yo no quería dejar Belén ni Palestina, pero el destino me trajo. Lloré mucho. Terminé resentida con la persona que me trajo, porque él tenía 33 años, sabía lo que hacía, y yo era una niña inocente.
Matrimonios concertados como el suyo hubo varios; el patriarcado ha marcado todas las culturas, y la árabe no es vanguardia en equidad de género ni en liberación de la mujer. Lo reseñable en la historia de Suhair es que tomó las riendas, se separó cuando ya sus hijos estaban grandes, logró rehacer su vida y hoy, entre otras funciones, preside el Comité de Solidaridad por Palestina en El Salvador.
A corto o mediano plazo se ha propuesto despertar entre los descendientes de Palestina el interés por el idioma árabe. Hoy no tiene con quién hablarlo.
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Descendientes palestinos fueron los dos candidatos con posibilidades reales en las presidenciales salvadoreñas de 2004: por un lado, el derechista Elías Antonio Saca González, bajo la bandera de Alianza Republicana Nacional (Arena); por el otro, el comunista Schafik Handal, líder histórico del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Ambos apellidos salieron de Belén y prosperaron en la ciudad de Usulután, en la zona oriental de El Salvador.
Dos turcos candidatos presidenciales. No es poca cosa para una comunidad que ni siquiera representa el uno por cierto de la población y que apenas medio siglo atrás aún era objeto de un profundo racismo desde las élites económicas, y fuera de ellas.
El hito no cayó del cielo. Las candidaturas de 2004 son la concreción de un empoderamiento iniciado décadas atrás. Alberto Hirezi fue alcalde de Zacatecoluca a inicios de los cincuenta. El productor Ernesto Kury devino una pieza importante dentro del oficialista Partido de Conciliación Nacional a finales de los sesenta. Salvador Simán Jacir —tío de Don Pepe— presidió en 1973 la Cámara de Comercio e Industria. Y como ellos, tantos más.
Todo el proceso reflejaba un progresivo acoplamiento: los turcos crecían generación tras generación, se organizaban y apoyaban, se hizo imposible negarles presencia social, adquirieron un peso económico insoslayable. Y si el Estado es donde se expresan las batallas por el poder, finalmente han trabajado su lugar para disputar hasta las presidencias.
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Héctor Dada Hirezi (1938, 12 de abril), con una notable carrera política en el Partido Demócrata Cristiano, se adelantó a Elías Antonio Saca como el primer salvadoreño de ascendencia palestina en una jefatura del Estado. Ocurrió en 1980: Dada Hirezi integró la Segunda Junta Revolucionaria de Gobierno, sucesora de la que un año antes había derrocado al general Carlos Romero.
—Mis abuelos paternos migraron a Nueva York y fue allí, después de dos años, cuando oyeron hablar de El Salvador por unos anuncios que el gobierno colocaba en The New York Times para atraer la migración —dice Dada Hirezi—. Mi abuelo comenzó vendiendo en mula, y así estuvo un par de años, hasta que abrió un almacén en San Vicente.
Descendiente de griegos radicados en Palestina —Dada— y de palestinos —Hirezi—, creció también en los cuarenta y cincuenta, cuando la arabofobia gozaba de excelente salud entre las élites salvadoreñas. Aún cuando su familia era de clase media-alta o alta, Dada Hirezi tuvo una infancia estándar para un descendiente de árabes: siempre fue el turco Dada, más de una vez no pudo ir a la fiesta de cumpleaños de algún amigo porque sus padres no querían a turcos en la casa, y consumió la juventud sin poder entrar en el Club Salvadoreño o en el Internacional, donde iban sus compañeros del Externado San José pero no podían pasar los turcos.
Era normal en aquellos años y Dada Hirezi le resta importancia cuando lo cuenta, quizá porque hoy es consciente de que el racismo venía en retroceso. Su padre, el prestigioso doctor Miguel Dada Vasiliadis, nacido en Jerusalén y llegado de niño a El Salvador, lo pasó mucho peor que él.
—Mi padre sufrió discriminación en la Facultad de Medicina de la Universidad de El Salvador, y por eso se fue a estudiar a París. La Facultad de Medicina, una de las mejores de toda América Latina, era muy elitista; ya podrás imaginar quiénes estudiaban en aquellos años. Y mi papá fue discriminado en toda regla. Yo sentí discriminación cuando estudié, pero nada comparado con la suya. Te cuento una anécdota que nunca me contó mi papá, sino un compañero de la facultad, con quien se hizo amigo después de venir de Francia. Cuando mi papá había fallecido, ese amigo me dijo: “Tu papá fue el mejor alumno del primer año, y yo me acerqué porque me resolvía las dudas siempre. Él sacó las mejores notas, pero se las bajaron porque no le podían dar a un turco el honor de ser el alumno más destacado”.
Ante el rechazo social en la Universidad de El Salvador, la Sorbona. El dinero y la sensatez como paliativos contra el racismo.
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Los turcos en El Salvador son hoy dueños de empresas de referencia en el mercado local y centroamericano: Almacenes Simán, Grupo Megavisión, St. Jack’s, SISA Seguros e Inversiones, Textufil, Molinos de El Salvador (Molsa), ConstruMarket, La Fabril de Aceites, Constructora Simán, Grupo Radial Samix, Tabacalera de El Salvador, Industrias Capri…
Pero el cambio más profundo en el siglo XXI quizá haya sido que la influencia ya no se limita sólo a sus empresas. Camino a concluir la segunda década del siglo, los apellidos de origen palestino están regados en las juntas directivas de la Asociación Bancaria Salvadoreña (Abansa); de la Cámara Salvadoreña de la Industria de la Construcción (CASALCO); de la Asociación de Distribuidores de El Salvador (ADES); de la influyente Asociación Salvadoreña de Industriales (ASI) —presidida por Javier Simán, nieto del patriarca, hasta que renunció para buscar, sin éxito, la Presidencia de la República en 2019—; de la Asociación Salvadoreña de Empresas de Seguros (ASES); de la Asociación Salvadoreña de Radiodifusores (ASDER), de la…
El principal centro de pensamiento de la derecha salvadoreña, la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social (FUSADES), lo preside otro Simán, Miguel Ángel, nieto también del patriarca.
Y en la organización que aglutina al gran empresariado salvadoreño, la gremial de gremiales, la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), tres de sus últimos seis presidentes tienen apellidos palestinos: Ricardo Félix Simán (1997-2001), Elías Antonio Saca (2001-2003) y Jorge Daboub Abdalá (2011-2016). Quizá sea el indicador más fiable de lo diluida que está en la actualidad la turcofobia que por décadas caracterizó a las élites económicas salvadoreñas.
En pocas palabras, sintetizar lo evidente: los nietos de aquellos turcos segregados ahora disputan —y ejercen— el poder.
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La de los turcos en El Salvador es una historia de superación. Migrantes que las más de las veces llegaron con lo puesto, que fueron recibidos con hostilidad y debieron soportar el recelo y el racismo de un sector importante de la oligarquía criolla, con intensidad creciente ante los primeros casos de éxito social y económico.
Aun así, esta sinopsis resume los trazos gruesos de la historia. ¿Qué tanto la cerrazón y la endogamia de los palestinos en sus primeras décadas es causa o consecuencia del rechazo social que sufrieron y no una marca cultural, la de apoyarse entre semejantes?
—Mi abuelita tampoco quería que nos metiéramos con los salvadoreños. Para ella, que yo tuviera un novio o un enamorado de aquí era como un pecado —dice una septuagenaria de sonoro apellido palestino que, como otros, sólo aceptó hablar de este tema desde el anonimato.
—Cómo decirte… —se sincera Dada Hirezi—. También pasó que algunos palestinos se sintieron más exitosos que otros, o que lo hicieron de una forma más honesta que otros, y comenzó a haber discriminación dentro de la misma comunidad. Hay un sector de la colonia árabe que mira muy mal a otros árabes. Pero cuando empiezas a escuchar las razones, uno casi que concluye que también a quien discrimina habría que aplicarle lo mismo, solo que él no reconoce los errores de su familia.
—Hay algunas familias árabes —apuntala el historiador Escalante— que se consideran de mejores ancestros que las demás y ven de menos a otros árabes.
Hay polvo bajo las alfombras, pero la de los turcos en El Salvador es sobre todo una historia de superación. Llegaron hace un siglo, y desde hace medio el país no puede explicarse ya sin los Handal, los Zablah, los Hasbún; sin los Simán y Salume; sin los Bukele.
Sé paciente y tendrás lo que quieres, dice un viejo proverbio árabe.
Siempre hay mañana, dice otro.
*Este texto es parte de una serie de crónicas y ensayos sobre el poder económico en Centroamérica, coordinada y editada para El Faro por el periodista y escritor Diego Fonseca.