Lo primero que la relacionista pública quiso que sepa es que el nombre del pastor Cash Luna no es, bueno, ese tipo de cash.
Es un sobrenombre de niño. Su nombre real es Carlos Luna, pero Cash no podía pronunciar la “r” cuando era pequeño.
“¿Cómo te llamas, cariño?”
“Cashlos”.
***
La señora de relaciones públicas se llama Marly de Armas y acababa de invitarme a un café fuerte en la luminosa cafetería de la iglesia. Estamos en domingo de fines de 2016, en mi primera visita a la mega-iglesia de Cash Luna. Marly y yo nos sentamos en los sillones de un espacio parecido a la zona de espera de un centro comercial para papás y maridos aburridos, pero, en realidad, es un área de espera para el espectáculo —el servicio religioso— que comenzará en minutos unos metros más allá, en el santuario.
La iglesia de Cash es monumental. Un día de 2013, el templo asomó junto a la autopista que va de Guatemala hacia El Salvador como una nave espacial. Asombró a todos. Cuando conduces fuera de Ciudad de Guatemala, en la zona donde los centros comerciales se diluyen y los pinos se apoderan de la tierra, la iglesia aparece de la nada, una enorme estructura blanca y brillante sobre una colina que domina la capital del país. Justo a la entrada tiene un cartel —Casa de Dios: Mi Casa— con su emblema encima. El emblema es abstracto —parece una mano que apunta hacia abajo en V, como dando una bendición— y anuncia que has llegado a la iglesia de Cash Luna, que se alza magnánima a continuación, inmediatamente después de una enorme bandera guatemalteca.
Cash Luna trabajó directamente con la arquitecta para que el diseño refleje su fe. La iglesia tiene un frente metálico redondeado que la asemeja más a un estadio que un templo. El vestíbulo que compartimos con Marly parece copiado de un hotel de negocios. Es una recepción moderna en tonos de beige y marrón con pisos vinílicos impecables, escaleras mecánicas que bajan al salón de oraciones como si se hundieran en la Tierra. Al fondo está la sala de oraciones, que sobre las puertas tiene arcos y letras rojas que parecen mostrar los versículos del credo, pero son tan abstractos que podrían simplemente decir que los baños quedan a la izquierda.
Cash Luna ha de sentir que está en la tierra prometida: Guatemala tiene el mayor número de cristianos evangélicos per cápita de toda América Latina. Alianza Evangélica, la autoridad de las iglesias protestantes en el país, calcula que al menos un tercio de los guatemaltecos abraza la fe. Hay un número casi infinito de iglesias evangélicas — 2.790 registradas: seis templos evangélicos por cada parroquia católica —, pero la mayoría son simples fachadas.
Casa de Dios es la tercera mayor iglesia de Guatemala, detrás de la Fraternidad Cristiana de Guatemala —La Fráter— y El Shaddai de Harold Caballeros. Pero Cash Luna está ganando arrastre a costa de El Shaddai. El servicio religioso de Cash recibe los domingos de 20.000 a 25.000 personas —tanta gente que, incluso con ese tamaño, la mega-iglesia debe ofrecer turnos mañana y tarde. La feligresía no acaba en ellos pues otros cientos de miles ven a Cash por televisión, más de 891.000 siguen su cuenta de Twitter y la asombrosa cantidad de 6 millones su página en Facebook. La iglesia de Cash tiene además otro detalle especial: la reputación de ser aquella adonde los ricos de Guatemala van a orar. Casa de Dios concentra tanto poder económico de sus seguidores como para no dejar de alimentar su expansión.
Viste que no era así
“El crecimiento de la iglesia ha sido sobrenatural”, me dice Marly, una creyente convencida.
La congregación de Cash Luna cumplió 21 años en 2017, pero el nuevo templo —la nave espacial posada sobre la colina de Carretera a El Salvador— recién abrió sus puertas en 2013 tras cuatro años de construcción. Por largo tiempo Cash predicó en la Fráter, hasta que en 1994 dijo haber recibido la llamada divina y lanzó su propia iglesia. Primero instaló Casa de Dios en un local del tamaño de una bodega en la Zona 10, una de las más ricas de Ciudad de Guatemala. Había espacio para 4.000 personas pero pronto quedó pequeño, de modo que Cash abrió un nuevo templo en San José Pinula, una ciudad satélite en las afueras de la capital. El problema se repitió: la iglesia, donde cabían 3.500 creyentes, quedó desbordada casi de inmediato. Cash Luna descubrió que tendría que dar servicio los sábados y el domingo entero para retener a sus seguidores, así que empezó a reunir a la gente a las 7:00, a las 9:00 y las 11:00 y también apenas pasado el almuerzo, a las 13:00, y luego a las 16:00 y a las 18:00, con la noche encima.
Marly es de mediana edad y tiene maneras de mamá responsable pero conserva la voz de una adolescente emocionada. Pasa cada mañana del domingo preparando a su marido y sus dos hijas para el día de doce horas en la iglesia. Trabaja y pasa su tiempo libre allí, así que no hay diferencia entre su trabajo y la vida: el templo de Cash Luna es su vida. “Oraban por nosotros y mi bebé reaccionó a la oración”, me dice sobre su conversión mientras estaba embarazada. “Nunca lo había experimentado”.
Al principio, su familia objetó la conversión. Su padre dijo que habían sido católicos por 500 años, de modo que, ¿por qué cambiar ahora? Pero ella y su marido decidieron educar a su familia en la iglesia evangélica de la colina. Marly entró después de que la invitasen a una sesión de oración en una casa.
Las reuniones domésticas son el primer escalón de reclutamiento de Casa de Dios. Hay unos 4.500 grupos de oración hogareños afiliados a la iglesia que van de cinco a 40 personas. En las sesiones hay un líder de oración y, por supuesto, un texto, el Livebook. No hay partido político que reúna a tanta gente, cada semana, con la convicción de los fieles de Casa de Dios. Tampoco hay reunión de Tupperware, Mary Kay Cosmetics o Herbalife —los sistemas piramidales esparcidos por toda Centroamérica, en los que una persona vende productos a sus amigos— que consiga que la gente entregue sus ahorros con tanto desprendimiento a cambio de la promesa de algo.
Los rumores sobre Casa de Dios flotan en el aire de Guatemala. En las radios y en las calles dicen que la iglesia succiona el dinero de sus creyentes para construir estructuras grandiosas y sostener la excéntrica y lujosa vida de Cash Luna. De hecho, Casa de Dios —el templo físico— fue construido sin préstamos bancarios: lo financiaron los adherentes, en general, con diezmos en efectivo. La gente entregaba de 10 a 15.000 quetzales —de poco más de un dólar a cerca de 2.000. “No se les pidió”, me dice Marly de Armas. “Se les invitó a dar”.
Esta mañana de domingo en el templo, Marly siente la necesidad de disipar los rumores sobre su iglesia. “A mí me preguntaron si se pagaba parqueo”, me dice entre risas. (El estacionamiento es gratis.) Como el templo está en la Carretera a El Salvador, una zona ocupada por casas costosas, la gente la llama “la iglesia de los ricos”. En el estacionamiento hay muchos autos elegantes, pero Marly insiste en que nada es como lo pintan. Muchos llegan en buses. “El pastor habla a todos parejo”.
Marly me acompaña a la sala de plegarias, el espacio destinado al servicio. Esta mañana, Cash Luna hablará sobre Abraham e Isaac. “Enfocarnos en cosas tangibles nos ha hecho corruptos”, dirá unos minutos después a una imponente multitud de más de 10.000 personas. Esa es, precisamente, la crítica más habitual hacia Cash. Pero este día él no está aquí para responder a sus críticos sino para enfervorizar a su gente, y preguntará cuántos de los presentes solían condenar a Casa de Dios antes de unírsele. “¿Cuántos criticaban antes de venir? Levanten las manos”, reclama. “¿Pensaban que era una iglesia materialista, verdad? Ya los perdoné, hombre, ¡levanten las manos!” Cash Luna exhibirá entonces su sonrisa hecha para la televisión, una gran risa se desprenderá del público y un mar de manos se elevará por todo el auditorio. “¡Y viste que no era así!”.
El ejército de Cash
Un grupo de hombres cubiertos con rompevientos con la inscripción “Casa de Dios” ha estado dirigiendo por largo tiempo a los automovilistas entre los estacionamientos de la letra A a la M. Tener 20.000 personas entrando y saliendo de la iglesia un domingo es una pesadilla logística, pero Casa de Dios ha encontrado una solución: una enorme fuerza laboral gratuita.
Un personal de solo 120 hombres y mujeres, incluida Marly, trabaja para la congregación y recibe un salario: Marly, varios colegas de la oficina, las mujeres que manejan la tienda de regalos y algunos miembros del equipo de producción reciben un salario. Todos los demás trabajan gratis. Las personas del estacionamiento, las mujeres que dirigen a los visitantes por cada una de las cuatro entradas al templo, los camarógrafos, los traductores de lenguaje de señas y los traductores para visitantes extranjeros, las cocineras que traen comida preparada de sus casas. Todos gratis.
Para operar con fluidez, un servicio regular necesita de unos 1.650 voluntarios, una tropa que se duplica los domingos para sostener el show de Cash. Los congregantes pasan el día en la iglesia —participan de la sesión de oración de la mañana y trabajan por la tarde, o viceversa— y son una oferta de manos tan dedicada que todo funciona con precisión de reloj nuclear.
Los voluntarios usan chalecos de colores que representan una jerarquía. Luis Fernando López, uno de ellos, me explica que los chalecos azul claro son para principiantes, que trabajan como porteros. Los azules más oscuros son para voluntarios que supervisan a otros voluntarios. Los grises son el nivel superior. López trepó por la jerarquía de chalecos hasta la cima. Su chaleco gris lo presenta como coordinador de los servidores del auditorio. Alcanzar el tope de la jerarquía es una hazaña recompensada por Dios, porque, igual, todavía no hay salario. “No hay que buscarlo”, se apresura a añadir. “Es algo que Dios ha propiciado: hay que ser el último para que Dios le ponga primero”.
La iglesia está llena de niños y muchos de los voluntarios trabajan en una guardería y en el servicio dominical Iglekids. Los niños no pueden entrar a la sala de oración: en la planta baja hay un amplio espacio con paredes blancas y alegres murales de flores y elefantes para ellos. Los padres reciben un número cuando dejan allí a los niños; si ese número aparece en las pantallas del salón de oración, saben que algo anda mal y deben bajar por ellos.
Una de las voluntarias de Iglekids, Eugenia de León, una chica entre los veinte y los treinta de largo pelo rizado, es fisioterapeuta, trabaja en una guardería privada, y se hizo voluntaria de la sección para poner “al servicio de Dios” sus habilidades en la estimulación de la primera infancia. Pedí a Eugenia que calculara cuántas horas a la semana trabaja para la iglesia, y se quedó perpleja. No es así como debo verlo, me dice: todo su tiempo libre es para la iglesia. En la semana, después del trabajo, podrá tener una reunión de grupo o involucrarse en actividades de caridad, pero pasa los domingos en el templo. Su fe “abarca toda la semana.”
Hablo con varios y la respuesta es sólida: todos dan alegremente su tiempo —y dinero— para “la gloria de Dios”. La iglesia evangélica se reúne en Guatemala de esta manera, como una congregación cada vez más grande y auto sostenida. Todos están dispuestos a dejar horas y días a cambio de, digamos, dar sentido a sus vidas, sentir que sirviendo a la iglesia sirven a otras personas. Así se sienten parte de algo mucho más grande. Esa sensación se renueva de manera constante, y masiva. Como describe el fenómeno un experto en mega-iglesias de los Estados Unidos: “Alcanzas cierto tamaño y entonces puedes volverte auto generador. Atraes a la gente por tu tamaño; la gente sabe que estás en la televisión y que éste es ese gran lugar que ven: el tamaño en sí mismo engendra más crecimiento”.
Guatemala es, proporcionalmente, junto a Perú y Brasil, el país más evangélico de América Latina. Honduras —con epicentro en San Pedro Sula— y El Salvador —con San Salvador como foco— pueden presumir de tener las mega-iglesias más grandes por número de seguidores por templo, pero Guatemala tiene la mayor proporción de creyentes per cápita.
No siempre fue así, por supuesto. Si al principio del mundo estuvo el Verbo, lo que impulsó el crecimiento de las iglesias evangélicas en Guatemala, al comienzo, fue el miedo.
¿Sueñan los hippies con corderos conservadores?
El cristianismo evangélico, como se entiende en Centroamérica, fue una invención de los hippies de California. Los evangélicos ya circulaban antes de los años sesenta, pero los ex hippies volvieron popular el credo, agregándole un curioso giro conservador. Un grupo de exalcohólicos fundó la Iglesia de la Palabra en un garaje y empezó a atraer un gran número de hippies que habían dejado las drogas y el sexo bajo cierta idea de purificación. Ahora comían platos de lentejas y granos y construían cúpulas geodésicas de madera para vivir.
Una vez que se abotonó, la Iglesia de la Palabra empezó a enviar misiones para difundir la buena noticia, primero por Estados Unidos y luego al extranjero. Las misiones de los ex hippies se llamaban International Love Lift y fueron las primeras en llegar cuando el terremoto de 1976 tiró abajo los techos de tejas de Guatemala. Los guatemaltecos reconstruyeron sus casas con el dinero de aquellos evangélicos.
La Palabra sostenía que su trabajo humanitario era obra de Dios y lo llamó “evangelismo de desastres”. Suena cínico, pero, ¿acaso no es el pánico, cuando el oyente está más dispuesto a ser salvado, el mejor momento para predicar? Era el acto más amoroso que los evangélicos podían imaginar y Guatemala el lugar perfecto. Más allá del terremoto, el país era un desastre. Más de una década de conflicto armado habían dividido y desgastado su sociedad civil.
Además, Guatemala estaba lleno de indígenas, una obsesión especial de las iglesias evangélicas. Como en la Conquista católica, los no contactados que viven en los márgenes, siguen siendo una prioridad evangélica. Las misiones fueron financiadas en parte por la Fundación para el Apoyo a los Pueblos Indígenas, una organización creada por el gobierno guatemalteco y controlada por el Ejército y misioneros extranjeros y guatemaltecos.
Por aquellos años, un general comenzó a frecuentar las misiones de la Iglesia de La Palabra en Ciudad de Guatemala. Se llamaba Efraín Ríos Montt, fue el mayor converso de los gringos y tomó el poder con un golpe “en nombre de Dios”. Ríos Montt daba largos sermones por televisión cada domingo arengando a los guatemaltecos a que fueran mejores ciudadanos y cristianos.
Es saludable escuchar cuando un asesino te ordena que encuentres a Dios, sobre todo si es el peor dictador de la historia de tu país. Las dictaduras y las guerras acabaron con la vida de 200.000 personas en Guatemala entre 1960 y 1996, cuando se firmaron los Acuerdos de Paz, y Ríos Montt por sí solo fue culpado de ordenar el asesinato de más de 1.700 personas en menos de dos años. Murió este año bajo arresto domiciliario mientras se le juzgaba por segunda vez por genocidio.
Durante la guerra, Guatemala se convirtió en un país de omnipresencia evangélica. “El conflicto armado contribuyó a que creciera la iglesia evangélica porque el Ejercito arremetió contra los catequistas que se inclinaban por la Teología de la Liberación”, dice el antropólogo guatemalteco Carlos René García Escobar. “Los etiquetaron de comunistas y el Ejército los persiguió. Ante el miedo, la gente se volvió evangélica”.
Ningún cristiano evangélico de Guatemala me lo contó de esta manera. Para ellos la conversión es personal, no política. El alcoholismo, una muerte en la familia, una esposa que se fue. Por lo general, han visto una señal antes de la conversión, diosito estaba allí, abriendo puertas. La iglesia es un refugio, una comunidad. Llevan té caliente y panecillos a quienes duermen en las esquinas de ciudad de Guatemala. Y lo hacen con abnegación. Una religiosa católica me dijo una vez que no podía, de buena fe, oponerse a las conversiones al evangelismo porque eran las esposas quienes arrastraban a sus maridos al templo: allí tendrían una mejor oportunidad para parar de beber y, tal vez, dejarían de golpearlas.
En una sesión de oración en Casa de Dios, Cash Luna mencionó haber perdido miembros de su familia durante el conflicto armado interno. No profundizó pero, fuera o no así, la creación de su iglesia fue en parte una respuesta a la afluencia de evangélicos norteamericanos después del terremoto de 1976. En un punto, los guatemaltecos se cansaron de que los gringos quisieran enseñarles cómo era el mundo. Y del mismo modo que vieron en el evangelismo un argumento efectivo contra la Teología de la Liberación, también descubrieron que querían una iglesia hecha, financiada y dirigida por guatemaltecos.
La primera reunión de la Fraternidad Cristiana de Guatemala se celebró en 1979 en el Hotel Guatemala Fiesta, ahora el Holiday Inn, ubicado en la Zona 10 de la capital. Comenzó con una oración para veinte personas. La visión era lanzar una congregación que rompiese con los patrones tradicionales. Una que dejase en el olvido la mentalidad de que el cristiano debe ser pobre, sin educación ni influencia en la sociedad.
Ahora el auditorio de La Fráter tiene espacio para 12.200 congregados y, como Casa de Dios, fue costeado al contado, sin préstamos bancarios ni dinero del exterior. Oficialmente, la fórmula para construir dos templos fue “la generosidad voluntaria” de los miembros y “una íntegra administración de los recursos económicos”. Todo, por un monto de 15 millones de dólares. Cuando comenzó su iglesia, Cash Luna reprodujo el modelo de La Fráter.
Dios, Wal-Mart y la buena vida
El denominador común de las iglesias evangélicas es un incentivo inmediato muy atractivo en un país pobre: el evangelio de la prosperidad. A Dios no le importa si eres rico, proclaman; de hecho, es señal de que te favorece.
Este tipo de cristianismo evangélico tiene un regusto acre a calvinismo. Si eres pobre, no has sido favorecido por el Señor. Para los calvinistas, la riqueza era signo de salvación. Creían que la salvación podía o no estar predeterminada, pero vivían preguntándose con ansiedad: ¿estoy entre los salvados?
Max Weber escribió que esta ansiedad servía a un propósito práctico: el trabajo sistemático y el esfuerzo para lograr beneficios no son naturales y, antes de la ética protestante, el capitalismo no tenía mucho que ofrecer al trabajador a destajo, la contraparte en el siglo XVII del actual operario de maquila: “La oportunidad de ganar le atrajo menos que la idea de trabajar menos”. El protestantismo ayudó a cambiar esa idea. Por caso, Wal-Mart promueve activamente el cristianismo evangélico entre sus trabajadores centroamericanos, cuenta la historiadora Bethany Moreton en “To Serve God and Wal-Mart”.
Casa de Dios es una iglesia demasiado grande para ser la iglesia de una persona rica de pies a cabeza —no hay suficientes personas ricas en Guatemala para llenar ese enorme auditorio dos veces todos los domingos—, pero en el templo de Cash Luna todos lucen como si la buena fortuna les favoreciera: van allí con su mejor ropa de domingo.
Esa puesta en escena también está ligada al evangelio de la prosperidad. El antropólogo Kevin Lewis O’Neill, que pasó varios años con la congregación de El Shaddai, la otra mega-iglesia de Ciudad de Guatemala, me contó que veía tan bien puestos a todos que se sorprendió cuando lo invitaron a sus hogares para orar en grupo y la escena se repitió. O’Neill fue a casas en barrancos y sitios desolados, y cuando llegaba la gente salía del asentamiento para ir al servicio completamente almidonada y planchada.
O’Neill me advirtió del desacierto de creer que Casa de Dios es una iglesia de la verdadera élite de Guatemala. Guatemala tiene una de las sociedades más desiguales del planeta y sus ricos ven a Cash Luna como un provinciano palurdo y a su culto como una práctica chabacana. “Si el cinco por ciento del país controla o posee el 85 por ciento de la riqueza nacional, es importante señalar que esa pequeña oligarquía no asiste a mega-iglesias”, dice O’Neill. “Las mega-iglesias son lugares aspiracionales, especialmente para la clase media muy pequeña pero emergente de Guatemala y para quienes desesperadamente quieren formar parte de esa clase media”.
O sea, no asistes a la iglesia de tu clase social, sino a la de aquella clase a la que deseas pertenecer. Fuera de eso, en el caos de Guatemala, puede ser placentero estar en un espacio inmaculado, con un aire vagamente corporativo como el de Casa de Dios. Cuando los miembros de la iglesia de Cash Luna entran a un hotel, son empleados que sirven a otros y cuando van a la casa de un millonario son sus sirvientes, pero en el templo de la colina —con su vestíbulo impecable, su show con calidad de megaconcierto pop internacional y su sonriente cuerpo de voluntarios uniformados y serviciales como aeromozas de primera clase— no son extranjeros: al fin algo del lujo les toca a ellos, que nunca tuvieron.
Casa de Dios, la iglesia más ambiciosa de Centroamérica, les pertenece y allí está su pastor para decirles que ser ambiciosos está bien porque Dios quiere que se enriquezcan. Ese pensamiento cambia sociedades. Los evangélicos de Centroamérica no tienen una bancada parlamentaria como en Brasil, ni un partido político que sea explícitamente propio, pero su voto definitivamente ayudó a elegir a Jimmy Morales como presidente de Guatemala.
Desde que los evangélicos se volvieron un grupo de interés, es común que cada nuevo presidente celebre uno de sus primeros grandes discursos en algún templo de la fe. Una de las primeras apariciones públicas del comediante como jefe de la nación fue en La Fráter, por ejemplo. Como Harold Caballeros, Cash Luna también cultiva conexiones políticas y comerciales significativas. Cuando era presidente, Otto Pérez Molina, el predecesor de Morales, fue a la inauguración de la nave espacial de Cash. “Gracias, pastor”, le dijo allí, “por darnos el ejemplo a los guatemaltecos de las cosas que se pueden hacer cuando hay fe”.
Una taza de fe por cinco dólares
En el amplio salón de recepción de Casa de Dios, un grupo de mujeres vestidas con un saco y corbata en marrón y beige da una bienvenida amable a los fieles. En sus escritorios tienen pequeños soportes de metal como los que sostienen mapas en un hotel, con la diferencia de que aquí sujetan sobres celestes decorados con escenas bucólicas.
Los sobres son para el diezmo y llevan dentro una hoja con campos impresos para completar:
Fecha, Nombre y apellidos.
Correo electrónico, Teléfono, Dirección postal, Municipio/Departamento de residencia.
Ofrenda Q. ______
Diezmo Q. _______
Total Q. _________
También hay un espacio de seis líneas para escribir la petición de oración. Y otro para el número del registro fiscal del donante.
En algunas formas de cristianismo el diezmo es metafórico, pero en las iglesias evangélicas se espera que los congregantes entreguen el 10 por ciento de sus salarios. Marly da ese porcentaje y varias personas en el templo me dijeron que hacen lo mismo. No es poco dinero: para algunas familias con ingresos bajos puede representar un tercio del alquiler de una casa.
El diezmo —que significa, literalmente, 10 por ciento— puede hacerse en efectivo, cheque o con tarjeta de crédito. O’Neill dice que la posibilidad de diezmar con tarjetas de crédito en las mega-iglesias puede ser una “actuación de la prosperidad” en lugar de prosperidad en sí: algunos miembros de la congregación diezman con dinero que no tienen. “La gente”, dice O’Neill, “se endeuda por Dios”.
Ofrendas y diezmos son un sistema muy ordenado en Casa de Dios. “Llegas a la oficina y te dan un recibo fiscal”, me dice Marly. “Es deducible de impuestos. Totalmente transparente. El dinero va a nombre de Casa de Dios y no de Cash Luna. Diezmamos a la iglesia, no al pastor”.
Mientras los fieles rascan sus bolsillos por la fe, sus pastores llenan el cofre sin obligación de vaciarlo de vuelta en la sociedad: sin importar la confesión, las iglesias están entre las muy pocas grandes instituciones —en Guatemala, buena parte de América Latina y del mundo— que no pagan impuestos. Tanto el antropólogo O’Neill como Abelardo Medina Bermejo, un economista del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, me dijeron que por esa razón es imposible estimar el beneficio neto de Casa de Dios o, por ampliar, el patrimonio de Cash Luna.
Casa de Dios es una máquina de recolectar dinero por un intangible como la fe, pero también vende productos como cualquier empresa comercial. Iglesias emblemáticas de Europa tienen pequeñas tiendas de postales que pagan el mantenimiento del templo, pero las tiendas de regalos de Casa de Dios se parecen mucho a las de la Iglesia de la Cienciología, que son un mecanismo afinado de venta de merchandising.
La tienda-librería de la iglesia está repleta de CDs de alrededor de 20 dólares (150 quetzales) por pieza para gente que tiene salarios mensuales mínimos de unos 360 (2.640 quetzales). Pululan los libros de autores evangélicos gringos y guatemaltecos. El par de títulos de Cash Luna —“En honor al Espíritu Santo” y “22 días con el Espíritu Santo”— se venden a unos 23 dólares. Pero también hay productos muy cotizados: el DVD Ensancha, que reúne el congreso de Casa de Dios en 2016, roza los 70 dólares; el Recarga Blue para niños, 110; y el Lifebook 2016, con el credo actualizado, se vende a imposibles 215 dólares.
Además de los libros y CD, la tienda multipropósito —que posee una variedad mayor que su versión en línea— vende cualquier producto que pueda llevar el logo de Casa de Dios. Bolígrafos de Cash a dos dólares, llaveros a 3,50 y tazas a casi cinco. Un “aceite santo” envasado en un pequeño frasco de vidrio con tapa de corcho y una flor falsa cuesta 12 dólares y una caja de madera con textiles guatemaltecos incrustados en la tapa, 26. Hay velas aromáticas para la casa ($13), un cordero pastoral relleno ($20), un termo azul ($13) y cuadernos con cubierta de cuerina marrón o roja ($15). Todo tiene logo, excepto los caramelos rojiblancos que se venden en la caja, como en un restaurante chino. Los niños pueden llevarse dos por un quetzal.
Los artículos para la venta parecen el merchandising de un equipo de fútbol, y para el ojo secular (y no tanto) estampar la fe en una camiseta de siete dólares podrá resultar mercantilismo barato, pero para el creyente —en un dios, en un club: dos religiones complejas— el show off reafirma su elección. Sorber el café de tu termo Casa de Dios camino al trabajo te recuerda que estás del lado de Jesús. Y que él está del tuyo.
Mientras, la iglesia adquiere la seguridad de que sus seguidores son tanto fieles como clientes cautivos que regresan al mismo show semana tras semana.
Rock Star
Cuando entré al salón para el servicio del domingo, el ruido era abrumador, del tipo de sonido que sientes, no que escuchas. El lugar estaba casi completo con más de 10.000 almas. La última vez que estuve con tantas personas juntas en Guatemala fue durante las marchas que derribaron al gobierno de Otto Pérez Molina en 2015. Todos estaban de pie, cantando. Las luces parpadeaban y la máquina de humo escupía como locomotora antigua. La autora del ruido era una banda con intención de dar un gran show: trompeta, teclado, trombón, cantantes y una interminable sucesión de patrones luminosos hipnóticos proyectados en las paredes de una sala de oración con asientos de estadio de fútbol europeo. Seis pantallas, dos a cada lado del escenario inmenso, y dos por encima, se proyectaban hacia los asientos más baratos. Aunque oficialmente las butacas no están asignadas, frente a mí se estiraba un área especial demarcada para VIP y nuevos visitantes.
La banda fue, por falta de una palabra mejor, genial. Un chico con un afro y pantalones vaqueros ajustados repleto de cadenas colgantes sacudía la cabeza mientras tocaba la guitarra con la virtuosa velocidad de un músico de heavy metal. Había skinny jeans con las rodillas ingeniosamente rasgadas, leggings de cuero, tops con lentejuelas, todo en colores oscuros. Había maquillaje de buen gusto y pelos de coiffeur para garantizar una buena imagen en primer plano en las pantallas. La cantante del coro bailaba en tacones de punta altísimos, pero de una manera correcta —kosher—, moviendo su pelvis en giros sub-Elvis. Las letras de la banda eran bastante genéricas —la gloria de Dios— e implacablemente repetitivas. El estribillo “Jesús Vencedor” se me quedó atascado durante días.
Pero, aun con miles de personas presentes, la audiencia real no estaba allí sino en la televisión y en las pantallas de las computadoras que podían recibir el show por streaming. Por lo tanto, las cámaras que recorrían el salón balanceándose por encima del público en la punta de un largo brazo, los técnicos vestidos de negro arrastrándose por el escenario con sus cámaras al hombro para conseguir primeros planos gloriosos o la cantante con su mueca de estrella pop eran para las seis pantallas y el mundo más allá.
Algunos devotos se balanceaban sobre sus pies, pero no cantaban. Otros tenían las palmas hacia arriba: recibían a Dios. La mayoría de la gente miraba fijo las pantallas y cantaba todo casi a voz en cuello. Delante mío, una mujer de unos treinta años, vestida sexy con una camisa de malla con lentejuelas, vaqueros y gafas de color beige con diamantes de imitación en las sienes, cantaba, saltaba y agitaba los brazos. Como la cantante, también ella hacía muecas absorbida por su propia actuación de superestrella.
Mientras todavía rugía la banda, pensé que aquel era el mejor concierto de rock al que podía ir en Ciudad de Guatemala sin tener que pagar.
Pero entonces subió Cash Luna al escenario y recordé que nada de aquello era, exactamente, gratis.
Apenas lo distinguió, la multitud recibió al pastor con vítores: era el número principal del show, el solista adorado. La banda se retiró y los técnicos, con una velocidad y precisión increíbles, desplegaron un enorme podio de cristal y colocaron a Cash un sutil micrófono blanco que enrollaron detrás de su oreja. Estaba impecablemente vestido con una chaqueta beige estampada, camisa azul, pantalones negros. Calzaba zapatos de gamuza clara. Su cabello gris brillaba de gel.
Aunque no es alto, el escenario a su servicio, su perfecto estado de forma, la elegancia de la ropa a la medida y las tomas de las cámaras perfectamente anguladas proyectaban a un hombre grandioso. Cash ajustó una y otra vez su ropa y mostró ese tic desconcertante cuando habla —los lados de su boca contrayéndose en espasmos aparentemente involuntarios. Apenas arrancó, calentó a la multitud con algunos chistes livianos de presentador de show familiar de domingo. “¿Por qué no vinieron al servicio temprano? ¡Dios madruga!”.
Las pantallas alrededor del escenario proyectaban imágenes pastoriles de Guatemala mientras Cash hablaba sobre las buenas obras de su iglesia. Río Dulce, Izabal, Xela, San Antonio Sololá. El pastor contó sobre un tratamiento para 91 parejas con problemas de infertilidad y sobre Esperanza para Guatemala, su programa filantrópico, que tiene 14 comedores y ha dado dos millones de raciones de comida durante dos décadas. Las pantallas mostraron videos donde niños pobres jugaban al fútbol en una aldea y luego se alineaban para recibir el almuerzo en un plato de poliestireno. La producción de los videos era de primera categoría, idéntica a los documentales de las iglesias gringas.
Al culminar las grabaciones, comenzó la apelación del pastor, untada con las notas calmantes de un piano. “Vamos a dar con alegría”, dijo Cash. “Puedes pedir un sobre a los servidores”. Diferentes sobres para diezmos de ofrendas y promesas de fe comenzaron a pasar de mano en mano a buen ritmo mientras los porteros voluntarios en chalecos azul cielo se formaban justo debajo del borde del escenario con cestas de mimbre. En las pantallas apareció entonces una imagen de un vale y una pluma estilográfica antigua junto con el mensaje: “Para usar tu tarjeta de crédito, solicita un voucher a los servidores”. La mujer a mi lado quería pagar con tarjeta; tuvo los formularios en la mano casi antes de pedirlos.
Todo el mundo comenzó a sacar sus billeteras de los bolsillos y monederos sin mayor insistencia. Es una imagen que encaja en la palabra increíble: más de 10.000 personas iban a regalar dinero sin que mediase más que el pedido simple —dos frases— de un hombre vestido de color beige. Unos segundos después, como señaló un cambio de música del piano a un pop optimista, concluyó el momento reflexivo y, primero las mujeres y luego los hombres, fueron invitados a dejar caer sus ofrendas en las cestas de mimbre de los voluntarios.
Pronto también acabó el tramo comercial y el pastor quiso contarnos sobre las bendiciones recibidas por el patriarca Abraham cuando cayó en desgracia. “Dios siempre provee”, dijo, e hizo una pausa: “Incluso sin trabajo, eres bendecido”. Cash lanzó la historia para marcar un simple contraste entre Abraham y su hijo Isaac. Isaac era un materialista: buscaba el éxito. Es Abraham quien recibió la bendición de su padre. “No vayan a buscar cosas”, dijo Cash. “Dejen que las cosas los busquen a ustedes”.
Cash Luna quería —quiere— que sepamos que es humilde, aunque esa no sea su cualidad más obvia. Él pasó por dificultades cuando era más joven —procede de un hogar de padres divorciados—, pero contó que decidió ser feliz aunque en aquellos momentos hubiera visto a otras personas tener más. Ser feliz, quedó claro, viene primero. Pero un tiempo más tarde, cuando tuvo éxito, el pastor decidió construir la iglesia con el gran estilo que exhibe su nave espacial en la colina. “Para Dios, siempre lo mejor”, dijo, y de inmediato congratuló a su país por ser “de los primeros lugares del mundo en generosidad”. “¡Un aplauso para Guatemala!”
La historia personal de Cash para ilustrar humildad y anti-materialismo juega a dos puntas. Así, cuenta cómo fue a buscar un nuevo colegio para sus hijos y en uno los niños comparaban sus zapatillas caras. Ante esa visión, decidió que aquella escuela no era para su familia. Su moral: tus hijos no deben ser materialistas, como Isaac. Y sin embargo, Cash vive en una exclusivísima urbanización cerrada de Carretera a El Salvador y siempre muestra al público su éxito.
Cash fue al Liceo Guatemala, la mejor escuela privada del país, alma mater de presidentes y empresarios. Un amigo fue su contemporáneo en el Liceo y me dijo que estaba confundido por la transformación de Cash. En la secundaria, Cash Luna —Carlos Luna— era tímido. Jamás llamaba la atención sobre sí mismo. Cuando presioné a mi amigo para recordar una historia, cualquier cosa sobre el Cash adolescente, no recordaba nada. En absoluto. Carlos Luna era tranquilo, retraído, un vacío total. Ahora, en cambio, Cash Luna dominaba el escenario frente a decenas de miles de personas.
“Repitan después de mí”, pidió aquel domingo: “Soy un bendecido de Dios”.
La multitud repitió al unísono, en un murmullo, casi como un mantra.
Cash entonces lo dijo otra vez: “Soy un bendecido de dios”.
Show me the money
Casa de Dios ha sido una bendición económica para Cash Luna. Los datos financieros de las iglesias evangélicas en Guatemala no son públicos, pero su capacidad de acumular riqueza excede las tiendas de regalos. Casa de Dios es un negocio de membresías basado en fidelizar clientes: el diezmo proporciona el flujo de ingresos fijos; las tiendas con sus CD, tazas y aceites esenciales, el variable.
El modelo de las mega-iglesias ha sido duramente criticado incluso por cristianos evangélicos. Glenn Newman, fundador de Covenant Life Fellowship & Heartland Bible Institute en Texas, usó las escrituras para argumentar contra el cristianismo con fines de lucro. Newman dijo a Christian Post, una agencia cristiana de noticias de Estados Unidos, que en las mega-iglesias el pastor “no pastorea a nadie”. “Lo que la gente hace es ver un espectáculo en el escenario”, dijo. “Cuando no hay servicio, en el detrás de escena el pastor dirige la iglesia como un negocio y sus pastores asistentes son como gerentes de nivel medio”.
Scott Thumma, un destacado experto en mega-iglesias del Hartford Seminary, en Estados Unidos, dijo a CNN que una mega-iglesia promedia ingresos por unos 6,5 millones de dólares al año en su país. Todas las congregaciones existentes amasan juntas un negocio que es, “fácilmente, de varios miles de millones”. Según la Leadership Network, una consultora cristiana diseñada para ayudar a las iglesias a crecer, el salario promedio de un pastor de mega-iglesia de Estados Unidos fue de 147.000 dólares en 2012 —continuó creciendo en años posteriores— frente a los 28.000 dólares registrados por la National Association of Church Business Administration para el responsable de un templo menor. Las mega-iglesias son, generalmente, aquellas que tienen una congregación mayor de 2.000 personas.
Casa de Dios declinó proporcionar cifras de su ingreso anual, su presupuesto o del salario de Cash Luna, pero el dinero lo inunda todo. El pastor no viene de una familia adinerada, pero, dicen, viaja en su propio jet, un Westwind israelí cuyo precio de venta inicial es 595.000 dólares. La voz popular dice que Cash tiene terrenos en varios barrios privados de Guatemala. Usa relojes Rolex y Cartier que valen varios miles de dólares. Una de sus hijas se casó en el exclusivo golf Hacienda Nueva Country Club de San José Pinula, donde el pastor tiene membresía. Cash dijo una vez en un sermón: “El salario que recibes es la justa retribución por tu trabajo”.
Para muchos, Cash Luna es un farsante que se enriquece aprovechado la debilidad emocional de las personas, pero es raro oír hablar mal de él en voz alta. En El Periódico de Guatemala, la periodista Marcela Gereda publicó un artículo titulado “Cash Luna y su abominable negocio de la fe”. Gereda cita a un exseguidor que cuestiona la “avaricia de este sicólogo religioso que sabe manipular los sentimientos de los ingenuos que prestan oído a enviar ofrendas”. Pero, sobre todo, pone énfasis en el testimonio de Ana Sosa, una ex discípula de Cash Luna: “Yo estuve en Casa de Dios dos años, fui oveja, líder (…) pero fallaron. Yo soy prueba de la falsedad de sus palabras. Gracias a Dios me levanté pero nunca más volví a ese lugar donde se le sonríe a la gente por delante, más si tienes un cheque que entregar. No soy la única que ha padecido esto. Conozco parejas que se han divorciado por una mala guía de Casa de Dios. Conozco líderes que abusan de su posición para acostarse con sus ovejas en Casa de Dios. Por favor, señores, no pequemos de ignorantes, Carlos Luna es un gran orador, magníficas charlas de superación empresarial, social y económica. Pero de Amor y Honestidad no sabe nada”.
No hay iglesia sin críticos o apóstatas como tampoco sin creyentes ni cruzados, pero mientras los acusadores no están organizados, los devotos tienen muy claro qué defender de su pastor. Un bloguero guatemalteco, que es miembro de Casa de Dios, respondió en su blog a la periodista Gereda: “Cash Luna sí tiene sus desaciertos; tiene pisto; tiene carros lujosos; tiene reloj caro; usa trajes de tela fina... Cash gana bien, porque es un buen pastor, que dirige la iglesia de mayor crecimiento en Guatemala... Cash Luna sí recibe diezmos... y allá él si no hace buen uso de ese dinero... Él dará cuentas ante Dios por ello, pero eso no es problema mío. Él, Cash, me enseña... me ha hecho conocer al Espíritu Santo de Dios”.
Escribe Cash Luna en su libro: “No existe nada de malo en usar tu fe para prosperar día a día. Esto es creer que Dios te prospera en aquello a lo que te dedicas y en lo que te esfuerzas... Creerle a Dios todos los días en cuanto a la prosperidad es como ir al gimnasio de la fe y ejercitar el músculo de la confianza de que te dará la Victoria en el día de la verdadera pelea”.
Según el antropólogo O’Neill, los feligreses que dan dinero a la iglesia reciben algo a cambio: un sentido de pertenencia y, a veces, servicios muy reales. “El conjunto de las promesas de la iglesia es asombrosamente estatal: salud y riqueza”, me dice. “¿Adónde más van las personas si quieren servicios sociales?” Para O’Neill, el templo también representa una oportunidad como red de negocios para que guatemaltecos de clase media busquen nuevos contactos y trabajos o una promoción. Si lo consiguen, dice, los fieles no lo pondrán de esa manera: “Dirán que Dios abrió la puerta”.
Pastor de escándalos
Los creyentes no quieren oír hablar de los escándalos de sus iglesias. La brasileña Asamblea de Dios, la iglesia evangélica más populosa de América Latina, está dirigida por Edir Macedo, cuya riqueza neta estimada suma 1.100 millones de dólares y fue acusado de fraude, lavado de dinero y desvío de fondos de sus organizaciones benéficas. Un amigo brasileño cuyos familiares pertenecen a la iglesia me dijo que ellos piensan que los escándalos son conspiraciones cocinadas por extraños. La congregación de Macedo sigue creciendo.
Guatemala no es ajena al fenómeno. El puñado de mega-iglesias del país tiende a tener un problema de reputación. La lista incluye desde denuncias por fraude, evasión y elusión fiscal a cuentas en paraísos fiscales de pastores que se hacen millonarios con la fe de los pobres y críticas por sus milagros engañosos.
Un pastor evangélico llamado Julio Aldana, por ejemplo, fue denunciado como el lavador de dinero en jefe de la exvicepresidenta Roxana Baldetti. Pero, aunque cada persona que conocí en Casa de Dios fue tan amable que duele criticarla, es un hecho que los dos pastores con la peor reputación son Cash Luna y Harold Caballeros. Tanto a Cash como Harold Caballeros, el principal de El Shaddai, los acusan de lucrarse con la fe. La crítica proviene de ajenos y exdevotos por igual.
La investigación Panamá Papers reveló que El Shaddai, la iglesia de Caballeros, era el cliente 26636 del bufete Mossack Fonseca, con una cuenta offshore de dos décadas de antigüedad. Panamá Papers permitió a mucha gente comprobar que Caballeros hace dinero a manos llenas y lo guarda receloso. Pero cuando el periódico Plaza Pública publicó esa información, su directora editorial Alejandra Gutiérrez Valdizán recibió mensajes amenazantes después de que Caballeros la criticase en Facebook.
Caballeros dijo a la BBC: “En Guatemala hay una agenda contra las iglesias. Son los que impulsan el aborto, el matrimonio del mismo sexo, la agenda transexual. Como usted sabe, la iglesia evangélica está contra esto. Y entonces nos atacan. Hay 11.000 guatemaltecos con offshore: a mí me escogen por ser pastor”.
Caballeros aún es un pastor reverenciado en Guatemala, y es posible que haya una delicada razón en esa devoción. Su gente cree que los críticos atacan a quien les ha mostrado un camino. Mientras los curas católicos pertenecen a una iglesia rica que estimula el voto de pobreza y censura el lucro avaricioso, los evangélicos levantan la bandera opuesta. ¿Por qué no defender a quien hace exactamente lo que pregona, vivir bien? Y sobre todo, ¿por qué hacer caso a quienes no piensan como ellos?
Esa misma mirada indulgente se posa sobre Cash Luna. Casa de Dios estuvo involucrada marginalmente en los escándalos de corrupción de la administración que precedió a Morales, cuando el Congreso investigó la donación de una bandera monumental para la iglesia. La bandera, que costó unos 56.000 dólares, fue regalada por la exvicepresidenta Baldetti y habría sido pagada con fondos oficiales. Cash Luna tuvo que comparecer ante la Fiscalía Especial Contra la impunidad sobre cómo y bajo qué circunstancias solicitó el regalo a Baldetti. ¿Sufrió su congregación? Más bien, es más grande que nunca.
¿Tiene fondos?
Aquel domingo, antes de salir de la iglesia de la colina, visité una vez más la tienda de regalos y libros. Compré un pequeño talonario de cheques que tiene en la cubierta una oveja apoyada contra un árbol que sostiene su vientre mientras ríe. La chequera tiene 30 cheques.
Está emitida, dice en la portada, por el “Banco del Reino de Dios”. Los cheques se hacen por la suma de «Prosperidad (...yo deseo que tú seas próspero en todas las cosas, y que tengas salud así como prospera tu alma. 3 Juan 1:2)». No hay espacio para llenar una cantidad en efectivo. El cheque tiene un código de enrutamiento ABA y un número de banco en la ubicación habitual, abajo a la izquierda.
Pero los cheques no son válidos. Tal vez sea porque son firmados por alguien sin respaldo financiero:
Páguese a la orden de: _______. FIRMA: Jesucristo.
*Este texto es parte de una serie de crónicas y ensayos sobre el poder económico en Centroamérica, coordinada y editada para El Faro por el periodista y escritor Diego Fonseca.