Hoy se cumplen dos semanas desde que la represión desatada por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo para sofocar una protesta pacífica, causó los primeros tres muertos. Entre el 19 y el 22 de abril, solamente en cuatro días, la matanza dejó 46 muertos en distintos municipios del país, siendo la mayoría jóvenes estudiantes, entre ellos un niño de 15 años, un periodista, y dos policías. Este baño de sangre, cuyo saldo definitivo aún no se puede dimensionar por el secretismo y el control que el régimen ejerce en morgues y hospitales, representa la mayor pérdida de vidas humanas que ha tenido Nicaragua en tiempos de paz, desde que terminó la cruenta guerra de los ochenta entre el Ejército Popular Sandinista y la Contra financiada por Estados Unidos. Se trata, a primera vista, de crímenes masivos de lesa humanidad ejecutados por decisiones de carácter político a cargo de los gobernantes, en circunstancias en que el Estado no puede alegar la existencia de alguna amenaza a la seguridad o soberanía nacional.
A pesar de que existen decenas de sospechosos de estos crímenes que han sido identificados por la población y los familiares de las víctimas, y las pruebas han sido expuestas en los medios independientes y las redes sociales, no hay un solo paramilitar detenido y tampoco ningún policía ha sido separado de su cargo para ser sometido a una investigación, ya sea por parte de esa institución o por el Ministerio Público. Dos semanas después, estos crímenes de Estado que han provocado hondo dolor y una profunda fractura en la sociedad nicaragüense, han puesto en evidencia la inhabilitación política, legal y moral de Daniel Ortega y Rosario Murillo para continuar al frente del Gobierno, pero se mantienen en la más absoluta impunidad.
Para los nicaragüenses que durante más de una década hemos vivido bajo un régimen de Estado-Partido-Familia con transparencia cero y nula rendición de cuentas, en el que todas las instituciones del Estado –Corte Suprema de Justicia, Parlamento, Poder Electoral, Contraloría, Fiscalía, Ejército y Policía– están sometidas a los designios de la pareja presidencial y carecen de la más mínima autonomía, esta vergonzosa omisión no es motivo de sorpresa. Nadie esperaba en Nicaragua que los sospechosos y los responsables políticos de estos crímenes, tuvieran alguna capacidad para investigarse a si mismos, y menos aún para impartir justicia.
Lo escandaloso, de verdad, es la inacción de la comunidad internacional, y en particular de los gobiernos que conforman la Organización de Estados Americanos (OEA), y su secretario general, Luis Almagro, que ni siquiera ha sido capaz de convocar al Consejo de Ministros de la OEA, para someter a discusión las responsabilidades de un Estado miembro en la más grave masacre ocurrida en el continente en 2018.
El pasado 24 de abril, cuando los muertos producto de la represión aún se calculaban en 25, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA emitió una urgente declaración, expresando su preocupación por estas muertes y exhortó a las autoridades de Nicaragua “a investigar de forma pronta y exhaustiva la conducta policial durante estas manifestaciones, y establecer las sanciones correspondientes”. La CIDH, además, solicitó la anuencia del Gobierno de Nicaragua para realizar una visita in situ, como la que hizo en septiembre de 1978, hace 40 años, después de las masacres ejecutadas por la dictadura de Anastasio Somoza Debayle. El régimen Ortega-Murillo respondió con el silencio, reiterando la negativa que ha mantenido ante todas las solicitudes de la CIDH en los últimos años, en que de forma sistemática se ha rehusado a asistir a las audiencias sobre derechos humanos sobre nuestro país.
La diferencia ahora es que estamos ante la más sangrienta masacre ocurrida en el continente en los últimos años, y ni Ortega ni la OEA pueden eludir sus responsabilidades. ¿Acaso el secretario Almagro necesita la confirmación de más muertos, para convocar a un debate continental sobre la masacre de abril y exigir el envío de la misión de la CIDH esta misma semana? ¿Acaso Ortega y Murillo podrán evadir sus responsabilidades en este baño de sangre, imponiendo con éxito la maquinaria de encubrimiento e impunidad que ya echaron a andar?
La masacre de abril ha sido condenada unánimemente por todos los sectores del país, desde los estudiantes que lideran la rebelión cívica nacional, pasando por la iglesia católica, hasta las cámaras empresariales, todos demandan que se establezca la verdad y la justicia sobre los crímenes de la represión, para lo cual exigen la conformación de una comisión internacional independiente. Existe pues un mandato nacional para conformar una Comisión de la Verdad, integrada por organizaciones internacionales gubernamentales como CIDH y ONU, u organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, para que se hagan cargo de la investigación de la matanza. El pueblo exige que se establezcan las responsabilidades de todos los involucrados de forma directa e indirecta en la masacre: los paramilitares dirigidos desde las oficinas de El Carmen, y los policías y jefes policiales que forman parte de la cadena de mando, encabezada por el presidente Ortega como Jefe Supremo de la Policía Nacional, y la vicepresidenta Murillo como principal operadora política y enlace del presidente con la Policía.
El mínimo común denominador, antes de cualquier diálogo nacional, es demandar a la OEA y la ONU que exijan a Ortega aceptar la visita de una comisión internacional de la verdad. El dictador puede intentar burlarse del clamor nacional por un tiempo, fabricando su propia “comisión de la verdad oficial”, pero no podrá resistir la presión nacional e internacional, sobre todo si se mantiene la movilización de los estudiantes que lideran la rebelión nacional. Sin una comisión internacional independiente que esclarezca los 46 muertos causados por la represión, tampoco existirán condiciones para realizar un legítimo diálogo nacional. En consecuencia, en esta demanda de verdad y justicia, primero, y en la salida de Ortega y Murillo, después, para dar lugar a elecciones anticipadas como parte de una verdadera reforma política, radica la hoja de ruta hacia una salida pacífica y democrática a la crisis nacional.
*La versión original de este texto fue publicada en Confidencial.