El fútbol suele ser tan generoso con los salvadoreños que, salvo dos poco honrosas excepciones (1970 y 1982), en cada Copa del Mundo nos deja libertad de escoger cualquier país participante para vibrar durante los mundiales. Es una temporada en la que, en lugar de la aburrida monocromía de las camisetas nacionales que visten los territorios de los países que se disputan el torneo, El Salvador es un carnaval multicolor con las camisolas de muchas naciones.
Mi primera afición fue por Holanda. Mi color: el naranja. Ya no recuerdo por qué. Tal vez porque en los intramuros del Externado, el año de aquel Mundial, los equipos utilizaban los nombres y uniformes de las selecciones mundialistas; y yo jugué con Holanda y ya tenía, pues, la camiseta. Puede haber sido también porque, como la Naranja Mecánica había deslumbrado cuatro años antes, todos esperaban que fuera el campeón en Argentina 1978. Yo qué sé.
Hay cosas que sé ahora. Aquella Holanda viajaba a Buenos Aires sin su gran estrella, Johan Cruyff, el genio que había llevado la selección más dinámica y perfecta del mundo hasta la final para confirmar, una vez más, aquel cliché de que el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania. Cruyff decidió quedarse a ver el Mundial de 1978 en su casa, en Amsterdam. Yo no estaba en edad de decidir geografías pero sí de imaginarlas, y me pensaba en el Estadio Olímpico de Córdoba vibrando desde la grada ante aquel espectáculo que veía por televisión desde San Salvador, enfundado en la camisa holandesa. Qué goleada. Qué goles. ¡Qué astral!. Mis primeros ídolos se llamaron Neeskens, Rensenbrink, Krol, Willy y Rene van De Kerkhof, Jongbloed y aquel rubio con apellido de bailarín de samba: Nanninga.
Holanda jugaba un fútbol precioso, preciso, perfecto. Los adultos decían que era “el sistema” y que por eso nadie se acordaba ya de Cruyff, porque Holanda jugaba a un “estilo propio” y similares frases de villamelón que han sobrevivido el traspaso de siglo. No recuerdo un mal partido de Holanda en aquel Mundial, aunque los registros contradigan mis memorias infantiles. Ni siquiera la final. Pero para la final yo ya estaba decepcionado. La Argentina del 78 me quitó la inocencia del fútbol porque, con o sin pruebas, me convencí de que era un equipo tramposo. Y aquel equipo ganó. Con trampas.
Esta es la historia: de acuerdo con el reglamento de aquel Mundial, la segunda ronda se dividía en dos grupos de cuatro selecciones cada uno, que jugaban todos contra todos. El primer lugar pasaba a la final.
Todo sucedió el mismo día: Holanda se impuso en su grupo tras vencer a Italia 2-1. Quedaba a la espera de su rival: Brasil o Argentina. Ambos invictos e igualados en puntos, el criterio de desempate sería la diferencia de goles. Brasil jugó primero contra Polonia y venció 3-1. Con ello, estaba prácticamente en la final. Argentina jugó el último partido de la jornada contra Perú y necesitaba más de cuatro goles de diferencia. La misión se antojaba imposible contra aquella selección peruana de Oblitas, Chumpitaz y Teófilo Cubillas. Pero el sol se les eclipsó y los peruanos flaquearon en todo el campo. Argentina ganó 6-0 y accedió a la final.
Aún antes de que terminara el partido, el resto del mundo acusó la trampa. Al menos el resto del mundo a mi alrededor. En mi casa, en mi cuadra, entre mis amigos del colegio. Los peruanos se dejaron ganar. A aquella edad ni siquiera podíamos especular a cambio de qué. Pero la Argentina, la de Ardiles, Pasarella, Luque, Kempes, Tarantini y Fillol, era una selección de tramposos. Creo que allí nació también mi simpatía por Brasil, la gran víctima del embuste.
Aquel partido continúa siendo hoy el más controvertido de la historia de los mundiales. Con el paso de los años, jugadores peruanos contaron que habían pedido al técnico que no alineara a Ramón Quiroga, el portero, un argentino nacionalizado peruano. Temían que la dictadura militar argentina amenazara a su familia. Héctor Chumpitaz, uno de los más aguerridos jugadores del equipo peruano, contó que antes del encuentro dos temibles personajes visitaron el vestidor peruano: el presidente argentino, general Jorge Videla; y el exsecretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger. Germán Leguía, otro seleccionado, daría detalles de aquella visita en una radio peruana: “Videla entró con Kissinger, nos habló de los hermanos argentinos, nos leyó un comunicado de Morales Bermúdez (el dictador del Perú en esa época). Que siempre hemos colaborado, que nos han defendido... Te estaba diciendo que si Argentina no salía campeón, reventaba todo”.
También José Velásquez, un mediocampista titular de la selección, se quejaría después de una inexplicable maniobra: al inicio del segundo tiempo, cuando Perú había encajado apenas dos goles, el entrenador lo sacó del campo. Según Velásquez, seis jugadores de su selección se habían vendido. Otras versiones apuntan a un arreglo mucho más arriba. “Ese partido lo jugaron jugadores que no habían estado en ningún otro partido. Jugó Gorriti, que regala el cuarto o quinto gol. Jugó Manzo, jugó Rojitas...”, dijo el portero Quiroga a un periódico argentino. Lo dijo en 1998. A saber.
De niño nada sabía yo de dictaduras ni de Kissinger. De esas y otras cosas me fui enterando después. De cosas que no salían en la televisión, como las marchas multitudinarias de las madres de desaparecidos en Buenos Aires. Porque en Argentina había una dictadura y había miles de desaparecidos. De cosas como que, mientras se jugaba la final, a pocas cuadras del Estadio Monumental, unos oficiales practicaban torturas en la Escuela Superior de Mecánica. De cosas como que aquel señor de bigote que entregaría la copa horas más tarde al capitán argentino, Daniel Passarella, estaba al frente de uno de los regímenes más represores del continente. Pero para eso faltaba aún jugar la final.
Mi memoria retiene congelada la imagen de Mario Kempes festejando con los brazos abiertos bajo una tormenta de papeles albicelestes que cayeron al campo. La sonrisa de Kempes moviendo su melena. Sus dos goles, golazos, que relegaron a aquella generación de holandeses a ser apenas bisubcampeones. Sus dos goles que reivindicaron la dictadura. Ahora, que también puedo imaginar, pienso en un general Videla sonriente. Argentina tenía la Copa.
Pero hoy, que he vuelto a mirar aquella final, reconozco en Argentina las cualidades que nunca vi en 1978. Passarella era un genio. Oswaldo Ardiles, que parecía que se caía con soplarle, un mediocampista serio, ágil, rotundo. Mario Kempes consiguió en aquel partido también el título de campeón goleador (pero lo ganó gracias a los dos goles que metió a aquella defensa de palo que presentó Perú). Si Argentina hizo trampa para llegar a la final, se reivindicó contra Holanda. Ganó la copa con un partidazo.
El primer gol de Kempes, en el primer tiempo, inauguró mi personal calvario futbolístico apenas aliviado por el empate de Nanninga, al final del encuentro. Pero los tiempos extras fueron argentinos. Holanda había dado todo por el empate. La máquina estaba sobrecargada. Kempes confesaría cuatro décadas después, en un bizarro rol de locutor de la retransmisión de aquel partido, que el entrenador, César Luis Menotti, les dijo antes de iniciar los tiempos extras que vieran a los holandeses. Estaban exhaustos. Aquella fue la primera copa que ganó Argentina, y el inicio de mi aversión hacia ellos.
El siguiente Mundial, el de España 1982, fue una de las dos excepciones en el catálogo de aficiones salvadoreñas, porque la Selecta clasificó. Para entonces mi familia me había llevado ya al exilio. Pasada la eliminación de la primera ronda, fuimos libres otra vez para elegir aficiones. Entonces me enamoré de Brasil. El equipo que jugaba el fútbol más hermoso que jamás se vio. El Brasil del 82. Pero esa... es otra historia.