Hay un carro con placas de cuerpo diplomático estacionado, con las ventanas abiertas, en el parqueo del Estadio Cuscatlán. San Salvador no es una de estas ciudades en las que el periódico se vende en kioscos automatizados en los que se depositan las monedas y se espera que quien pague sólo tome uno. Tampoco hay aquí alquileres públicos para bicicletas, o barbacoas al aire libre, o circuitos peatonales aeróbicos o parques públicos con familias jugando, como los hay, por ejemplo, en Montevideo. Nadie, en su sano juicio, diría que San Salvador es una ciudad segura. Pero ahí está el auto: impecable, bien lavado, con un billete de cinco dólares en el posavasos, ambas ventanas delanteras abiertas y sin nadie que lo cuide.
El auto es del embajador de Uruguay en El Salvador, Fernando Arroyo, que llegaba cinco minutos tarde a su cita de las 6 de la mañana. Uruguay debutaba en el Mundial de Rusia 2018. El fútbol es un fenómeno que causa que otras actividades que usualmente serían normales y prioritarias, como cerrar un auto cuando te bajas, pasen a segundo plano. Había, a las 6 de la mañana de San Salvador, cosas más importantes que cerrar el carro para el embajador Arroyo y otra docena de uruguayos, reunidos en la cafetería del Estadio Cuscatlán.
Edinson Cavani, el delantero más en forma de Uruguay, pega a la pelota y parece que va a la red hasta que se interpone la cabeza de un egipcio. Tiro de esquina. Un rebote cae a Luis Suárez, el jugador más famoso de Uruguay, quien le pega y el balón mueve la red. Todos celebran pero el festejo es interrumpido: las cámaras de la televisión enfocan al árbitro pero no es culpa de él. Suárez la erró y el balón pegó en la parte lateral de la red. Unos gritos desperdiciados.
El fútbol, dice Martín Caparrós, produce la ficción de igualdad y cercanía. Y, al menos en este par de mesas, es cierto. El embajador pide una ronda de café con leche para todos y reparte alfajores uruguayos: una galleta rellena de dulce de leche y espolvoreada con hojuelas de coco. Luis Espíndola, un espigado excentral de Alianza y otro par de equipos salvadoreños, sirve agua caliente de un termo y reparte un mate, con una pajilla metálica de la que todos sorben. El embajador Arroyo lo es en El Salvador desde finales de 2016 pero aquí, en este partido, es uno más.
Recién al entretiempo, el académico Óscar Picardo Joao llama para avisar de que el carro sigue tentando la suerte.
—¿Tenés las ventanas abiertas? –dice sin asomo de reclamo el embajador Arroyo a su motorista–. Felicidades, está mi pasaporte adentro .
“Y también hay 10 000 dólares adentro”, redondea la broma. El motorista duda unos segundos, se ve sorprendido. “Voy a ver', le dice a su jefe.
Minutos después, el hombre regresa aliviado tras comprobar que no falta nada. Para entonces, había quizá 15 personas en la mesa celeste. No es una multitud, pero Picardo calcula que la comunidad uruguaya en este país ronda el medio centenar de personas. Tiene sentido. Uruguay es un país de de unos 176 000 kilómetros cuadrados con 3.4 millones de personas. Para que cuadre: el doble de personas viven en El Salvador, que es un territorio ocho veces menor. De esto no hay estadísticas, pero Uruguay debe ser el país con más ‘cracks’ per cápita en el mundo: Giménez, Godín, Betancur, Cavani, Suárez… y esos solo los que juegan ahora.
La congregación a un costado del Cuscatlán es un microejemplo de ello. Está Mario Figueroa, exdelantero de Marte, pero también de Olimpia, en Honduras; y de Saprissa, en Costa Rica. También Carlos Asdrúbal Padín, que jugó en el Murcia, en España, y en clubes de otros diez países diferentes, incluido El Salvador, donde se retiró a inicios de la década de los noventa. De todos, el hincha más entusiasta es Rubén Alonso, exdelantero y ahora entrenador. Ha trabajado en casi todos los equipos de la Primera División salvadoreña: Alianza, Fuerte San Francisco, Águila, San Salvador, Isidro Metapán, UES, Audaz. Apenas en mayo logró el ascenso a primera con otro equipo, el Jocoro de Morazán.
—Muchachos, concentrémonos en el partido, por favor –dice Mario Figueroa cuando empieza el segundo tiempo, para interrumpir las tertulias.
El embajador Arroyo pide otra ronda de café con leche al mismo tiempo que aplaude sarcástico cuando su equipo pierde una pelota a la salida. Rubén Alonso pega a la mesa y a unos tambores que ha llevado Enrique Gil, un profesor de 57 años que tiene casi veinte de vivir en El Salvador.
—Hay que hacer cambios ya –dice el embajador Arroyo al minuto 55.
Y algo tendrá ser diplomático porque, al minuto 57, el DT uruguayo Óscar Washington Tabárez manda a la cancha a Carlos Sánchez por Nahitán Nandez y al Cebolla por Giorgian de Arrascaeta. Cebolla en realidad se llama Cristian Rodríguez, pero acá nadie le dice así.
Los egipcios inquietan. Entra Kahraba Mahmoud por Marwan Mohsen. El embajador Arroyo pregunta si el que entra es Mohamed Salah, la figura egipcia que no juega fútbol desde hace tres semanas, cuando Sergio Ramos lo lesionó en la final de la Champions. No entró Salah nunca, pero fueron sus apariciones en cámara las que más emocionaron a los hinchas en las gradas del Ekanterinburg Arena.
—No dominan un zoquete –dice el embajador Arroyo cuando Carlos Sánchez, uno de los cambios que pedía, extiende una pelota muy larga para Godín.
Cuando faltan nueve minutos para el final, Rubén Alonso adopta posición de plegaria. El embajador Arroyo ha dejado de creer y está pensando ya en lo siguiente. “El 20 nos vemos acá a las 8 de la mañana; y el 25, a las 9”, convoca a la hinchada.
Cavani no había dejado de creer y a los 83 minutos le saca al portero El Shenawy una de esas atajadas que le valieron para ser jugador del partido. Cuatro minutos después, Cavani estrella un tiro libre en el poste y las opciones, como el tiempo, se agotan.
Tres rondas de café y hora y media más tarde, el embajador Arroyo se levanta de su asiento para ir a pedir la cuenta. En esas estaba cuando un tiro libre de Carlos Sánchez encuentra la cabeza de José María Giménez, que salta más que nadie, y marca gol. Grito de desahogo de la hinchada y de inmediato una broma para el embajador Arroyo que aquí, insisto, es uno más. “Para el otro partido, levantáte al minuto tres para hacer los goles más rápido”, le dice Figueroa para júbilo de los demás.
—A la uruguaya vamos a ganar, y así vamos a llegar lejos –dice Rubén Alonso.
Figueroa asiente y lo complementa:
—Cabal, con los huevos en la garganta en el último minuto.