El mercado municipal de Santa Tecla es inmune al presunto encanto del fútbol. A las seis y media de la mañana, ya lo atraviesa una multitud de gente que se ve precisa entre olores demasiado penetrantes para esta hora: pescado, pollo y camarones crudos, vegetales que estaban maduros hace tres días, una mezcla de todo en el agua usada que corre bajo los zapatos.
Hay indicios de que en Rusia se juega un Mundial, pero pocos. Una tienda de electrónicos, esquina opuesta del parque Daniel Hernández, tiene puesta la radio. Para esta copa del mundo la KL ha recuperado a la pareja que narraba el fútbol en televisión en los 90: Eugenio Calderón y Carlos Aranzamendi. El campeonato de la pelota con chip, suena a nostalgia. Caminar por la calle Daniel Hernández, frente al parque, es saltar entre los pedacitos de transmisión que salen de la tienda de electrónicos y otros puestos pequeños callejeros que también tienen la radio.
“La selección argentina sale con Caballero, Salvio, Otamendi, Rojo…” Diez pasos más. “Enfrente está Islandia, un país de 300 mil habitantes que debuta en un Mundial…” Ruido de carros, buses y carretillas de mercado que se alternan sin orden en el tráfico. “Ya salen los equipos a la cancha con el himno del Fair Play…”
“En el Mundial se trabaja, pero menos”, dice un video viralizado en estos días, en el que una pareja argentina discute por la estricta rutina del marido, que ha planeado ver todos los partidos. Quizá puedan consagrarse a esa tarea algunos privilegiados, pero aquí, en el centro de Santa Tecla, todo parece normal. Va a debutar el mejor jugador del mundo y solo habemos dos personas con la camiseta de Argentina. El otro es un joven con la camisa negra que hoy usan Leo Messi y diez más.
Recorro varios de los pasillos buscando un buen lugar para ver el partido. Veo uno al fondo, con anuncios de cerveza y varias pantallas. Cerrado. Doy la vuelta y varias pupuserías están llenas -símbolo de que son buenas, pienso- pero no hay televisión. Un par de tiendas tienen pequeños televisores, pero encuentro la mejor pantalla en una venta de licuados, sin nombre. La mejor pantalla: una plana, con un ligero hormigueo que empeora cada vez que la mujer que atiende enciende la licuadora. Me doy cuenta de ello cuando un islandés se toma la cabeza en la televisión. Marcos Rojo acababa de complicarle la vida a su portero, Willy Caballero, mientras trataba de salir jugando. Islandia casi mete su primer gol y el islandés se lamenta. Yo, maldito hormigueo, también.
Un hombre con cara de desvelo pide un licuado de naranja con huevo. Para despertarse. En esas está la señora cuando Agûero se hace de un espacio en el área de Islandia y le revienta el arco a Halldorsson. Uno a cero. Un niño y una señora se distraen un rato de sus encargos para ver la celebración. El niño lleva una bolsa de quesillo y ella un manojo de mora. Se van.
Tres agentes del CAM, la policía municipal, se sientan a desayunar. Todos pedimos lo mismo: frijoles molidos, un huevo estrellado, queso y una tortilla. Todo por un dólar: precio de mercado. Pienso que al fin va a mejorar el ambiente para ver el partido y le digo al agente Chicho, a mi izquierda.
—¿Está socado el partido, verdad?
—Sí.
No tengo suerte. Mi sábado es una tele con hormigueo y los agentes del CAM con más monosílabos del municipio. Tienen menos suerte, eso sí, los argentinos. Sigurdsson, el único islandés que juega en un equipo del que uno pueda recordar el nombre, el Everton, mete un centro que Caballero no sabe cortar. La pelota vuela hacia la historia: Alfred Finnbogason solo empuja el rebote del arquero suplente del Chelsea. Empate. Los agentes Hernández y González lo comentan.
—Empató, ve.
—Empató.
—Sí, empató.
Un joven moreno, jeans, camiseta negra y delantal verde, que camina con una bolsa enorme de paquetes de cubiertos plásticos a su espalda, se para a ver el resultado cuando ha pasado media hora. Se queda tres minutos, lo que a Argentina le toma desperdiciar dos ataques, y se va. Regresa al minuto 37: ha cambiado la bolsa enorme de cubiertos por una de servilletas. Espera dos minutos más y se va. Sin las servilletas. Vuelve al minuto 41. Se va. Y de nuevo al 43, esta vez hasta ver el final del medio tiempo.
El pitazo sirve de señal a los agentes del CAM. Los tres piden la cuenta y se van. Es como si supieran que Messi va a fallar un penal al 64, y que a Cristian Pavón no le van a cobrar otro al 76. Como si supieran que Gonzalo Higuaín va a entrar para nada al 85 y que Messi va a errar un tiro libre en el último minuto. Los agentes tienen que ir a patrullar, el joven de los mandados tiene que seguir cargando bolsas enormes, el movimiento inalterable de otras vidas, como si una pelota fuera solo una pelota y en Rusia no hubiera Mundial.