Los sueños y dios, esa casualidad.
Joel Aguilar Chicas, Sensuntepeque, El Salvador, dos del siete del setenticinco, se peleaba con los árbitros cuando chico pero, cada vez que faltaba uno, cazaba el silbato y se ponía a dirigir. No había leído jamás las reglas del fútbol: cobraba lo que había aprendido en el campo jugando de marcador central.
Un día le propusieron que dirigiera dendeveras y la casualidad se hizo más frecuente. Ni en sueños se había visto como árbitro, y eso que él dice ser de esos que viven sueñan despiertos. Él siempre quiso ser futbolista. Meses después, al cerrar un partido entre chicos de oratorio católico, el organizador quedó tan conforme con su juicio que lo llamó aparte y le pasó unos billetes. Joel Aguilar Chicas contó la plata y decidió que, a veces, la pasión admite atajos.
A los 38, Joel el Soñador, referí por casualidad, será el primer salvadoreño en dirigir en una de Copa del Mundo. Aguilar Chicas viene de una familia que ha tragado duro para vivir. Jugó en la calle, terminó la escuela, enjuició en los campos yermos, se hizo preparador físico, juez profesional de futbolistas.
En la vida, Joel el Soñador es pizpireto, la voz cristalina y la cara llena de luz. En el campo, que es otra forma más cerrada de la existencia, es rigorista. En once finales de la liga de El Salvador, donde el fútbol es de habilidad y astilla, expulsó a ocho jugadores. En otros trece partidos amonestó a setenta. También envió a los vestuarios al argentino Javier Mascherano y al técnico mexicano Javier Aguirre durante una Copa de Oro. La volatilidad y el carácter fuerte no funcionan con los que crean mundos con los ojos abiertos.
Esa rara forma de la ficción cotidiana y otras tres cosas más unen a Joel El Soñador con Lionel Messi, su primer dirigido en Brasil 2014: las dos veces que juzgó su juego –una con el Barcelona, otra para un amistoso de la selección– y la estatura física. Por lo demás, la Pulga argentina podría mirar al referí salvadoreño desde mucho más arriba. No sólo porque es un atacante multimillonario y el otro se defiende con lo que puede, sino porque, de tan llano, Joel el Soñador tendría que hacer un esfuerzo sobrehumano para no quitarse la casaca de referí y pedirle una foto al ídolo.
No hay hombre que escape a su circunstancia, dice la historia, ni siquiera los que viven en mundos creados a su medida. Roque Dalton, el mayor poeta salvadoreño, defendía tanto el amor como el combate y murió fusilado durante la guerra sucia en los años setenta. El Salvador es un país en el que, por extendida, la impunidad podría tener categoría constitucional.
Joel el Soñador creció, como Dalton, entre guitarras y canciones, crímenes y desastres sin castigo. En una ocasión, unos futbolistas amateurs amenazaron con balearlo y echar su cadáver en un cementerio porque cobró un penal en contra y expulsó al perpetrador. Cuando se aprende a vivir con más violencia que una patada, esos recuerdos se van al olvido o a la normalización, así que Joel el Soñador se ríe cada vez que recuerda esas amenazas. ¿Quién, en un campo de juego, puede asustar a un tipo obligado a blindarse para vivir un día normal?
Como si fuese una condición necesaria para la supervivencia, Joel El Salvador se empeña por ser el centro de la fiesta una vez que acaba su peculiar trabajo de sentenciar a veintidós que juegan. El día en el que la FIFA lo entrevistó para su sección de perfiles de árbitros mundialistas, el hombre estaba como un nueve escurridizo, todo el cuerpo electrizado, salido de sí. A punto para su primer Mundial en Brasil, el defensor central que dejó de repartir balones para distribuir justicia abre comprensiblemente los ojos con el entusiasmo de un chico ante la fiesta definitiva de su vida. “Muchas veces tienen el concepto de que los árbitros somos serios o enojados”, dice, “pero a mí me gusta ser optimista y alegre”.
En 2012, los jefes del fútbol salvadoreño suspendieron de por vida a 14 jugadores de la selección por arreglar partidos, y el país, que había participado en México 1970 y España 1982, se quedó mirando al mundo desde fuera de los estadios. La nación que parió al Mágico González debía olvidarse del fútbol por la magia negra de los idiotas.
El único consuelo de los salvadoreños con el Mundial de Brasil 2014 estuvo en el éxito de ese árbitro casual que vive encantado de soñar despierto. La prensa vio su designación como un bálsamo reparador, y el mismo Joel el Soñador tomó el rol de emblema público, al punto de que, antes de entrar al Maracaná para dirigir a Argentina y Bosnia-Herzegovina, dijo que sentía que llevaba consigo el honor de representar su nación del modo que lo haría un jugador sin camiseta.
Cuando pisa el césped, el árbitro de Sensuntepeque se persigna. Habrá agradecido a su dios la noche anterior y volverá a hacerlo al final del partido como lo hizo, también, cuando la FIFA lo eligió para viajar. Rumbo a Río de Janeiro, cuando su primer Mundial, Joel el Soñador guardó una bandera de El Salvador en la maleta. Quizá siga siendo su gran sueño verdadero también en Rusia: dirigir la final y, tras el pitazo definitivo, correr a envolverse con los trapos nacionales. Dejar a los jugadores hacer lo suyo, pero reservarse un momento para caminar la cancha, como si aún habitase en él aquel defensor central, campeón también a su modo. Si dios, esa forma de la casualidad, claro, lo quiere.