Toda persona que esté pensando en migrar de Centroamérica hacia Estados Unidos tiene que saber esto. Eso parece ser lo que quiere el presidente de Estados Unidos, Donald Trump: que todos teman, que todos sepan que si migrás a Estados Unidos te van a separar de tus hijos y no te dirán dónde están. Pues lo logró. Ni modo, todos tienen que saberlo.
¿Hay miedo mayor que perder a un hijo?
Si la divulgación era parte de su estrategia del terror, lo hizo bien. La noticia está en la portada de los grandes medios del mundo: Estados Unidos está arrestando y separando a migrantes y a sus hijos en la frontera con México. Cero tolerancia se llama el plan. A los padres migrantes —sin importar si piden refugio, sin tomar en cuenta que pueden ser personas que huyen de la muerte— los tratan como delincuentes. A los hijos, los tratan como hijos de delincuentes, y los alejan de sus padres. La administración Trump está haciendo realidad la peor pesadilla de muchos padres. De abril a la fecha, al menos 2,300 niños migrantes (principalmente de Guatemala, El Salvador y Honduras) han sido separados de sus padres nomás entrar a Estados Unidos. Más de 100 de esos niños son menores de cuatro años. Abundan de seis, ocho, diez. Algunos padres llevan semanas sin saber dónde están sus hijos. Niños solos, en un lugar extraño, recién arrancados de los brazos de sus padres por hombres armados.
Ese gobierno no actúa muy distinto a un secuestrador de niños. Los arrebata para exigir algo: dejen de migrar.
El gobierno de Trump se lleva a los niños y no tiene pensado cómo devolverlos. La revista The New Yorker publicó este 18 de junio un artículo titulado “El gobierno no tiene un plan para reunir a las familias inmigrantes que está separando”. El periodista Jonathan Blitzer siguió el caso de una niña de seis años de Huehuetenango, Guatemala, que fue separada de su padre en mayo, luego de que cruzaron la frontera sin permiso de nadie. El padre fue enviado a un centro de detención de la Oficina de Inmigración y Control de Aduanas, que depende de Departamento de Seguridad Interna, y que se encarga de los indocumentados mayores de edad. La niña fue enviada a un albergue de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, que depende del Departamento de Salud y Servicios Humanos. Hay dos problemas: como es obvio, esas oficinas responden a instancias públicas distintas; y esas instancias tienen intereses muy diferentes. La primera, la que se llevó al padre, debe deportar lo antes posible, esa es su misión. La segunda, la que se llevó a la niña de seis años, está diseñada para entregar a los niños en custodia, sea de familiares en Estados Unidos, sea de otras instituciones, mientras se sigue el proceso de evaluación del caso. Una expulsa, la otra retiene. En su artículo, Blitzer asegura que la oficina a cargo de los menores se ha estado moviendo “más lentamente que de costumbre, lo que resulta en que los padres sean deportados antes de que se resuelvan los casos de sus hijos”.
Trump no solo está separando. Está poniendo un mundo de por medio. Un padre en el altiplano de Huehuetenango. Una hija en un albergue estadounidense.
Es todo un engranaje pensado para joder de la forma más cruel a quien decidió migrar, a quien tuvo que huir. “¿Trataste de entrar indocumentado?”, parece preguntar el gobierno estadounidense. “Me llevo a tu hijo, para que aprendas”, parece responder. Las órdenes administrativas han surtido efecto, y la maquinaria burocrática cumple con el cruel designio de su líder: la Patrulla Fronteriza detiene y separa; la Oficina de Inmigración y Control de Aduanas deporta y deporta; la Oficina de Reasentamiento de Refugiados se aletarga con los niños y espera que echen a los padres. Todo en medio de una maraña que tiene locos a los abogados activistas que intentan encontrar a los niños que han sido arrebatados. Tras más de un mes de seguir el caso, una abogada estadounidense de la organización promigrantes Niños Necesitados de Defensa, con quien habló The New Yorker, había sido incapaz de confirmar que el padre guatemalteco supiera dónde estaba su hija. La frase con que la abogada cierra el artículo es desoladora para los miles de padres migrantes que ahora mismo estarán en busca de sus hijos: “Tengo una maestría, hablo inglés con fluidez, y me lleva días descifrar uno de estos casos”. Muchos migrantes centroamericanos apenas saben leer en español. Buscar a sus hijos en inglés es como pedirles que naden con una roca.
Creíamos que el deportado era la imagen perfecta del derrotado. Pero la imagen de un deportado que, tras buscar mejor vida, no sabe qué hicieron con su hijo supera la más pesimista expectativa.
Algunos niños son llevados de la frontera a centros de detención. Niños que han visto a sus padres rogar a hombres uniformados y armados llegan, con esa imagen en sus cabezas, a centros fríos y enrejados, donde son puestos junto a otros niños igual de traumados que ellos. El prestigioso medio estadounidense ProPublica sacó a la luz un audio que obtuvo la semana pasada. Se trata de una grabación hecha dentro de un centro de detención para menores migrantes. Quien grabó el audio lo hizo sin autorización, y pidió anonimato a ProPublica. Quien hizo el audio aseguró que las voces que suenan son de niños entre cuatro y diez años que tenían cerca de 24 horas de haber llegado a esas jaulas para pequeños migrantes. El audio ha sido reproducido por múltiples medios. Suenan niños llorando. Gritan “mami”. Gritan “papi”. Una y otra vez: “mami”, “papi”, “mami”, “papi”. Se escuchan llantos que ahogan. Niños que se ahogan en su propio llanto. Niños asustados. La Asociación Estadounidense de Pediatras ha criticado esta política, y ha dicho que separar a esos niños de sus padres bajo estas circunstancias puede generar un “daño irreparable”. El audio es el sonido del instante en que varios niños están siendo traumados. Es el sonido del momento en el que varios niños están siendo dañados de forma irreparable por el gobierno estadounidense. Así lloran los niños mientras se averían. Escúchenlos. Así suena un niño cuando se estropea. A un patrullero fronterizo, ese sonido le pareció hilarante: “Bueno, aquí tenemos una orquesta”, dijo en broma. En el audio se escucha a una niña en particular. Tiene seis años. Dice, conteniendo el llanto, que sabe un número de teléfono, que por favor llamen a su tía ahí en Estados Unidos. “Quiero que me venga a traer mi tía, para que me lleve a la casa de ella… Para que llegue mi mami lo antes posible”, dice la niñita, sin saber que su madre, Cindy Madrid, de 29 años, que se endeudó para pagar $7,000 a un coyote que las llevó en busca de una mejor vida, está siendo procesada como delincuente, y puede ser deportada en cualquier momento. Si fueran honestos, dirían a esa niña que mami no va a llegar lo antes posible. La política de Trump se ha convertido en esto: una niña que repite un número, una niña que pide auxilio. Una representante del consulado de El Salvador aceptó marcar el número que la niña repetía. ProPublica hizo lo mismo después de escuchar el audio: marcó el número. Contestó la tía: “Fue el momento más difícil de mi vida”, describió la migrante. Esa mujer, al parecer, sabe de momentos difíciles. Ella está allá luego de haber huido de El Salvador hace dos años junto a su hija. Es de Armenia, Sonsonate. Está en proceso de asilo. Dijo que las pandillas están en todos lados: “Están en los autobuses. Están en los bancos. Están en las escuelas. Están en la Policía. No hay ningún lugar en donde la gente normal se sienta segura”, dijo a ProPublica. Y lo que dijo es verdad. Quien conoce El Salvador sabe que es verdad. Solo durante 2017, según datos del Ministerio de Educación de El Salvador recogidos por Cristosal, una organización de derechos humanos, 7,648 estudiantes de sus escuelas abandonaron el país. En parte, debido a las pandillas. Las pandillas, según la Policía, están conformadas por 64,000 miembros en este país de 6.5 millones de habitantes. Durante la llamada desde el centro de detención, la niña de seis años suplicó a su tía que la sacara de esas jaulas: “prometo que me comportaré, pero por favor sacame de aquí. Estoy completamente sola”, recordó la tía los ruegos de su sobrina. La tía decidió no intervenir. Teme que hacerlo interrumpa los procesos de asilo suyo y de su hija. Teme que si ayuda a su sobrina, el Gobierno estadounidense la conmine a volver al país donde ella cree que morirá.
Logro de Trump: hacer que una tía que teme por su vida tema también ayudar a su sobrina enjaulada. O su vida y la de su hija o su sobrina. Logro de Trump.
Tras la ola —marejada— de críticas, Trump y los suyos han optado por huir hacia adelante. Estados Unidos, este 19 de junio, se retiró del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. “Tomamos este paso porque nuestro compromiso no nos permite seguir siendo parte de una organización hipócrita y centrada en sí misma, que hace una burla de los derechos humanos”, dijo Nikki Haley, la representante ante la ONU del gobierno que está separando a niños de sus padres. Así dijo la funcionaria del país donde esta noche dormirán al menos 100 niños menores de cuatro años lejos de sus padres, que también dormirán en ese país, pero en otras celdas. Esta sí es una crisis de niños en la frontera, y no aquella que en 2014 así se designó por los gobernantes de ese país. Miles de niños separados de sus padres es una crisis. Miles de niños pidiendo ayuda –refugio- en la frontera es una crisis solo si no se las dan. Estados Unidos, en medio de esta crisis de los niños, decide salirse del consejo mundial de los derechos humanos. Es, lo justifiquen como lo justifiquen, una forma de decir: quédense con sus derechos humanos, yo tengo los míos. Pero, para quien necesite literalidades, Trump las tiene: “Los demócratas son el problema. No les importa el crimen y quieren que los inmigrantes ilegales, sin importar qué tan malos sean, se viertan e infesten nuestro país, como la MS-13”. Dice Trump que el verbo para lo que hacen los migrantes centroamericanos en Estados Unidos es infestar. Dice ese hombre, con la cabeza infestada de odio, después de separar a niños y padres, que los de aquí infestan allá. Miente, ese es uno de sus verbos más recurrentes en los discursos del presidente Trump. Dice migrantes y dice MS-13. Dice niños centroamericanos y dice MS-13. No hace mucho, el 21 de junio de 2017, tras varios brutales asesinatos cometidos por la Mara Salvatrucha 13 en Long Island, Nueva York, el Senado cito a la jefa interina de la Patrulla Fronteriza, Carla Provost. Le preguntaron por la relación entre menores migrantes no acompañados y la MS-13. Dijo que desde 2012 habían detenido a 250,000 de esos menores en la frontera con México. Dijo también que de esos, solo 56 estaban bajo sospecha de tener relación con la pandilla. 56 de 250, 000. Que cada quien saque el porcentaje de la mentira de Trump. Uno imaginaría que es el acabose, el hasta aquí, y que los gobiernos centroamericanos, infestados de dignidad, de rabia por lo que hacen a sus niños, alzarían la voz y desatarían lo único que en geopolítica pueden desatar cuando se enfrentan a Estados Unidos: la pataleta. Uno esperaría una buena pataleta: presidentes reunidos, juntos los presidentes de estos países, en cadena nacional, diciendo: queremos de vuelta a nuestros niños, queremos que ese presidente detenga sus irracionales y nazis medidas, exigimos al gobierno estadounidense, culpable en gran parte del problema de pandillas, que pare esta locura. Queremos a nuestros niños libres y junto a sus padres, y lo queremos ya. Eso esperaría uno. Pero no. La canciller guatemalteca dijo que es “un tema de preocupación”. En El Salvador, el gobierno sacó un comunicado titulado: “Gobierno expresa su preocupación ante la separaci…” ¿Para qué terminar de escribir algo que empieza con la energía de un animal hibernando? Se ha dado por apellidar a esos menores migrantes como no acompañados una vez llegan a la frontera solos. Sin embargo, todo indica que ya estaban no acompañados por sus gobiernos desde hace mucho.
Quizá, el gobierno estadounidense los ha separado en esta ocasión de los únicos que los acompañaban aquí y allá: sus padres.
El seis de abril de 2018, la ex secretaria de Estado de los Estados Unidos en el período 1997-2001, Madeleine Albright, escribía en las páginas de opinión de The New York Times un artículo titulado: “¿Vamos a detener a Trump antes de que sea demasiado tarde?”. La ex secretaria, dejando las viejas formas atrás, empezó de una forma muy gráfica su artículo: “El 28 de abril de 1945, hace 73 años, los italianos colgaron el cadáver de su ex dictador Benito Mussolini boca abajo junto a una estación de servicio en Milán. Dos días más tarde, Adolf Hitler se suicidó en su búnker, bajo las calles devastadas por la guerra en Berlín. El fascismo, al parecer, estaba muerto”.
Al parecer, no.
El 18 de junio, la escritora Valeria Luiselli, autora del libro Los niños perdidos, estructurado siguiendo las 40 preguntas que responden los niños migrantes en las cortes estadounidenses que deciden si deportarlos o no, si su miedo es creíble o no, escribió en sus redes sociales: “queridos estadounidenses, usen su privilegio como ciudadanos. Llamen a sus congresistas, marchen, demuestren, escriban, donen, asista a las sentadas. Pónganse en contacto con organizaciones sin fines de lucro y pregunten cómo pueden ser voluntarios en los tribunales y centros de detención. Hagan lo que quieran, pero háganlo”. El mensaje de Luiselli, como el de miles de personas que se han expresado en las redes sociales, aspira a que la gente se convierta en barricada ante la embestida Trump, a hacer para detener. Oponerse para que no le sea fácil. Para que le sea difícil, si se es optimista. Para que ya no pueda hacerlo más, si se aspira al éxito. Para que se largue, si se aspira al mayor éxito. Ojalá el llanto desesperado de esos niños genere eso. Ojalá esos niños enjaulados generen eso. Se preguntaba Albright si no será demasiado tarde cuando se detenga a Trump.
Para algunos padres en la frontera, ya lo fue. Para algunos niños en la frontera, ya lo fue.
*Óscar Martínez es editor de investigaciones especiales de El Faro y autor del libro 'Los migrantes que no importan'.