Aclaro: no fui a una escuela de negocios. Fui a la escuela de negocios de mayor confluencia regional. La razón que me llevó al pupitre académico de nuevo fue muy sencilla, no entendía lo que no era suficientemente complejo. Una paradoja muy fuerte si agrego que mi trabajo, de 8 am a 5pm y por 20 años, ha sido comunicar.
Soy tica y mi carrera ha girado en torno a la dirección de medios de comunicación, al fomento y dinamización de la industria cultural y creativa, la escritura, y la gestión del arte. En muchos casos, hacer carrera en el área de la comunicación de la cultura es dirigirse hacia un exilio académico a puerta cerrada, muy distante de la zona de tensión. O al menos ese parecía mi camino.
En síntesis, no quería alejarme de la realidad, aquella donde se cruzan variables casuales como las que se dan en las paradas de los buses o en los clubes exclusivos; entre las maras impenetrables o los habitués de los bares de moda; entre los hogares multiétnicos o los nacionalistas aversos al mestizaje.
Si no conozco en profundidad el mercado, cómo me atrevo siquiera a detestarlo. Eso pensé después de mucho topar con los muros que construimos. Y la verdad es que también pensé que, si bien esa reflexión funciona hacia el mercado (que eso no me parece tan grave), también (y esto sí es grave) funciona contra el sector que llamamos cultura, que se sabe poco de él, pero que abarca nada más y nada menos que el ciento por ciento de las poblaciones de nuestros países.
Mi zona de confort ha sido la teoría literaria, la apreciación del arte, la gramática histórica, el manejo de crisis comunicacionales, medios digitales, edición de libros y revistas especializadas, proyectos de activación urbana y el periodismo narrativo; un abismo que me ha separado, casi como un mal de ojo, de conceptos como estrategia, marketing, finanzas, contabilidad, operaciones, que me daba alergia solo mencionar pero que tan bien nos caen a los trabajadores de la cultura.
Para ser precisos, mis discusiones más fuertes no las tuve en una mesa de tragos al estilo bohemio, se lo puedo asegurar; las peleas más fieras las tuve con gerentes financieros. La razón: vacío de información. O mejor dicho: ignorancia histórica de mi parte.
Si vamos a intentar cambiar las realidades locales, al menos deberíamos tener la humildad de tratar de entenderlas. Así que desistí de cambiarlas, que eso es extremadamente vanidoso, y accedí a comprenderlas, que esa tarea al menos puedo lograrla en un porcentaje ligeramente manejable de éxito. Esa es la razón por la que esta primera columna en El Faro empiece en primera persona.
Tenía que entender mi país, mi región y lo que ni siquiera imagino que existe, y tenía que hacerlo desde la mayor cantidad de ángulos, como si se tratara de desarrollar más de un hemisferio de un cerebro bastante desentrenado en el arte de estudiar. Tenía que salir de mi zona segura y, al contrario de lo que dicen los libros de autoayuda gerencial, en vez de salir de la caja entrar en ella. La idea era infiltrarme en ese mundo bursátil, pero a la vez, esforzarme por que nos conociéramos mejor.
La industria creativa, que para algunos tiene color de economía naranja, representa un porcentaje creciente del PIB de cada país, por eso debe dinamizarse. Debe existir y ser sostenible más allá del abrigo del Estado. Nadie querría que desaparezca la producción de pensamiento, la ilusión de las sociedades y mucho menos el amparo de la esperanza.
Para crecer, los trabajadores de la cultura necesitan armarse de estrategias, liberarse del paternalismo, redefinirse en toda su amplitud y aliarse con sectores financieramente fuertes y afines que los incorporen y que logren diferenciarse con estas fusiones.
Centroamérica está cosida por retazos comerciales que han sabido sujetarse mejor que las promesas diplomáticas de integración. Hay cientos de pequeños emprendimientos de cocreación, colaboración entre ciudadanos de nuestros países, que se han ido encargando de garantizar fronteras más porosas y flexibles, y se están armando negocios alternativos, creativos, participativos y prósperos desde hace muchos años por toda América Central y más allá. De esa verdadera alianza geopolítica quiero hablar en mis próximas columnas. Retratar esos proyectos, porque nos benefician a todos.
la visibilización de las economías emergentes va a ser mi proyecto en este espacio en El Faro ahora que, si bien no termino de conocer las dinámicas del mercado, al menos estoy más cerca de entenderlas. En cada columna irá la historia de un emprendimiento de industria creativa que sirva de enlace para muchos otros.
El conocimiento y la educación son intangibles que mueven el mundo. No odiemos lo que no conocemos. Seamos más diversos, más multidisciplinarios. Y antes de erradicar cualquier tema moral, salvémonos todos, pero de la ignorancia. Vamos a ser más eficientes e innovadores cuanto mejor midamos nuestros emprendimientos, no solo con métricas de aporte al producto interno bruto, sino con avances en los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que tenemos pendientes de cumplir ojalá antes de 2030.
Y si es necesario, entremos a estudiar antropología, arquitectura o diseño, mezclemos los opuestos. Aclaro que, aunque me gradué, todavía me falta todo. Pero al menos ya perdí el miedo a participar en nuevas conversaciones. Así pues, odiémonos con conocimiento o perdámonos de enamoramiento.
*Karina Salguero Moya es filóloga, comunicadora y Máster en Business Administration. Ha dirigido numerosas revistas en Costa Rica y coeditado las internacionales Orsai y Rara. Dirigió la Feria Internacional del Libro de Costa Rica en 2013 y es parte de la Junta Administrativa del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC), y del comité asesor de la Bienal Iberoamericana de Diseño (BID) que se realiza en Madrid, España.
Si conoce algún emprendimiento cultural centroamericano que en su opinión deba aparecer en esta columna, escriba a [email protected].