Hierven las redes con los recelos hacia algunas selecciones europeas del Mundial, acusadas de jugar con cartas marcadas por alinear a una mayoría de futbolistas de sus antiguas colonias. Afloran los gráficos que tratan, teóricamente, de impartir un poco de justicia postcolonial al asunto: sin sus descendientes de africanos, dicen, Bélgica volvería a ser de segunda fila; sin los hijos de las migraciones, a Inglaterra apenas le alcanzaría para formar un equipo de fútbol sala; del combinado de Francia dicen que fue “el único equipo africano que pasó la primera fase”. Así, sin filtro ni contexto. No se repara tanto –o no se quiere reparar– en que, en realidad, todos los convocados belgas (todos, los 23) nacieron en aquel país europeo, que apenas un inglés (uno: Raheem Sterling) vio la luz por primera vez lejos de las islas británicas, y que sólo dos de los franceses (dos: Samuel Umtiti y Steve Mandanda) nacieron en las excolonias.
El resto son tan nativos de Europa como los europeos de vigésima generación. Y todos, unos y otros, componen el puzzle de la historia contemporánea, apenas una consecuencia dotada de talento y físico de aquello que se llamó colonización. Que conllevó, ahí sí, sometimiento, expolio, discriminación y, finalmente, migración. Que sangró de recursos naturales a los países africanos, entre otros, que luego proclamaron su independencia y fueron abocados a guerras civiles y a dictaduras inducidas, y luego a endeudarse y a vivir bajo la espada de Damocles de los acreedores. No hace falta adivinar que esos acreedores eran las propias metrópolis, que terminaron acogiendo en sus frías tierras a los que salían huyendo para sobrevivir desde aquellas colonias recién independizadas y empobrecidas. No estamos hablando del siglo IV antes de Cristo, sino de la década de 1960 en adelante, anteayer mismo. Así que son los hijos de aquellos que emigraron los que encarnan, vestidos de corto, la cara más mediática del melting pot europeo. No hay más que leer la historia de Romelu Lukaku contada en primera persona o ver a los padres de Pione Sisto, nacido en Uganda, de origen sursudanés y refugiado en Dinamarca, celebrando su primera convocatoria para los juveniles de esa selección.
No parece haber tanto revuelo por la otra cara de la moneda, la de los equipos africanos formados por hijos de su diáspora: 17 de los 23 marroquíes nacieron fuera: ocho en Francia, cinco en Holanda, dos en España, uno en Bélgica, otro en Canadá. Nueve de los seleccionados tunecinos nacieron en Francia, como ocho de los convocados senegaleses. Dentro de Europa también hay flujos migratorios: tres portugueses nacieron en Francia, dos serbios en Suiza, igual que un croata, por cierto nada desconocido: Ivan Rakitić. Todo entra en la normalidad: familias que emigran, tienen sus hijos en la patria de adopción, donde crecen y se forman, pero luego prefieren defender sus banderas de origen por una cuestión aritmética: tienen más opciones de jugar un Mundial con la camiseta de un país que quizás ni conocen, pero que es la tierra de sus padres y, por tanto, la suya también.
Sobra casuística porque hoy el mundo borra sus fronteras para según qué cosas y las levanta para según qué otras, y hacer distinciones suspicaces en función del lugar de nacimiento o formación roza el arribismo, por no decir la xenofobia. Pero redoblemos la apuesta. Ya puestos a hacer sociología hablando alegremente de razas y orígenes, ¿por qué no mirar hacia la grada? Allí se observa el partido, literalmente, desde el otro lado: la historia vista desde los tablones y con un vaso de cerveza en la mano. Y no sólo los europeos, sino también sus descendientes latinoamericanos, aquellos con el poderío económico suficiente para volar al otro lado del mundo para ver a su selección.
Durante el Mundial de Brasil 2014 el mayor instituto de sondeos del país hizo encuestas a pie de estadio para definir el perfil de la torcida. El resultado confirmó lo que cualquiera podía –puede– comprobar echando un vistazo a la grada: el 90 % dijo pertenecer a los dos estratos más altos de la sociedad, con índices muy superiores de ingresos y educación a la media del país. Y –factor inherente– con la tez más clara. El titular de Folha de São Paulo, el mayor periódico del país, de orientación centro-derecha, era elocuente: “Blancos y ricos son mayoría en la torcida”. Ninguna sorpresa. Brasil arrastra aún hoy la polémica de la elitización de un deporte de raíz popular que se ha ido convirtiendo en espectáculo para unos pocos: los que pueden pagarse la entrada.
El mejor resumen visual lo parió la FIFA –imaginamos que sin querer– durante aquel Mundial. Las retransmisiones de cada partido las abría una cabecera que servía de vergonzante baño de realidad. En dibujos animados, eso sí. Al estilo Disney, chicos mulatos en chanclas juegan al fútbol –en favelas, suburbios, playas– mientras por la pantalla van circulando los estadios donde se celebra el show. El último plano muestra uno de los niños protagonistas con la cara iluminada por los destellos de Maracaná, allá al fondo, inalcanzable. Tan cerca, tan lejos. Esa perfidia oculta bajo el colorín podría tomarse como un retorcimiento sofisticado de lo que ocurría en otras épocas tampoco tan lejanas. Recordemos el archifamoso Cotton Club de Harlem, catedral del jazz en el Nueva York de la Ley Seca, recreado en la película de Francis Ford Coppola. En ella se retrataba la cruda realidad de aquellos años 20 y 30, incluso en la capital más global del mundo: en el Cotton Club no se permitía la entrada a negros, a no ser que fuesen músicos y lo hicieran para subirse al escenario, a batirse el cobre sobre las tablas y recibir el aplauso de la audiencia. No sé a qué nos puede sonar.