París bien vale esta fiesta. Francia entera.
Viejos y jóvenes de todas las clases sociales y orígenes invadieron avenidas y calles, parques y plazas, cantando y bailando y ondeando banderas que tiñeron de una euforia tricolor toda Francia. “Somos campeones”.
Hacía ya varios años que los franceses, conocidos por su joie de vivre –ese tan celebrado y envidiado disfrute de la vida–, no habían salido unidos a las calles para celebrar y bailar y festejar. Desde la oleada de atentados en su suelo, que empezó con el ataque contra el diario satírico Charlie Hebdo, el 7 de enero del 2015, los franceses se habían volcado a las calles con rabia y tristeza, con desesperanza, desconsuelo y amargura, para llorar y homenajear a las víctimas de ataques cometidos en nombre del islam.
La última vez que una marea humana se congregó en la céntrica plaza de la República –que el domingo por la noche, tras la victoria contra Croacia, fue escenario de una alegría desbordada y desbordante, de abrazos entre desconocidos, de gritos de victoria y cantos de esperanza– fue en homenaje a los cientos de víctimas de la masacre perpetrada por Daesh, el Estado Islámico, el 13 de noviembre del 2015 en Le Bataclán, una sala de espectáculos cercana, y en varios restaurantes y cafés de ese barrio popular.
Las lágrimas y sangre volvieron a correr hace casi exactamente dos años, el 14 de julio de 2016, en Niza, donde un atentado con un camión dejó a Francia, el país de Europa más golpeado por el fanatismo religioso, aún más traumatizada.
Como suele suceder, esos atentados fueron terreno fértil para nacionalismos y racismos, contribuyendo a que, en las pasadas elecciones presidenciales, uno de cada cinco franceses votara por el partido de extrema derecha xenófobo liderado por Marine Le Pen.
Es en ese contexto, y en el de la creciente ola antinmigración que se vive en Europa y en Estados Unidos, donde la crueldad de la política migratoria del gobierno de Donald Trump ha provocado reacciones de rechazo incluso en las filas republicanas, en el que la conquista por los bleus de una segunda Copa del Mundo reviste una dimensión que va más allá del fútbol y adquiere características de construcción de nación.
“Siento que he amanecido en un nuevo país”, me escribió una amiga parisina el lunes, un día después de la victoria contra Croacia. ¡Un partido de fútbol! Sólo eso: dos equipos de once hombres corriendo detrás de un balón.
¿Pero por qué entonces tantos sentimos que el triunfo de Francia es bastante más que una conquista deportiva y que tiene una dimensión vital, existencial, histórica? Ha levantado los ánimos, ha reavivado sueños y ha creado la ilusión, probablemente efímera, de una nación unida que asume su identidad multicultural y diversa, producto de los procesos de colonización y descolonización y de la inmigración provocada por guerras, la miseria y la desigualdad que predomina en varios continentes.
El equipo que ha llenado de orgullo a los franceses y suscitado un clima de euforia que no se sentía desde hacía mucho tiempo está compuesto, en su gran mayoría, por jugadores que emigraron con sus familias a Francia muy pequeños, o que son hijos o nietos de inmigrantes. Y que son y se sienten totalmente franceses.
Todos y cada uno de ellos entona la combativa Marsellesa, el himno francés, con orgullo manifiesto, como se comprobó en cada uno de los partidos que jugaron en Rusia. Lo que no es el caso en Estados Unidos, donde muchos jugadores afroamericanos se arrodillan cuando se entona el ‘Star Spangled Banner’ en protesta por la discriminación que prevalece en ese país.
Esa diversidad étnica –que no es más que un reflejo de la Francia del siglo XXI– fue celebrada el martes, dos días después del triunfo, por el expresidente norteamericano Barack Obama en ocasión de la conmemoración en Johannesburgo del centenario del nacimiento del exmandatario sudafricano Nelson Mandela.
Los bleus “no parecen todos ser gaulois”, dijo Obama con una sonrisa, refiriéndose a la designación de los pueblos que habitaron la región que los romanos llamaban la Galia, la antigua Francia. “Pero son franceses, son franceses”, insistió el exjefe de la Casa Blanca, cuyas declaraciones contrastan con las del presidente venezolano, Nicolás Maduro, para quien fue “África quien ganó la Copa del Mundo”.
De los 23 jugadores que conforman el equipo que ganó el Mundial, 14 tienen origen o herencia africanos. Uno de ellos, el defensa Benjamin Mendy, tuvo una respuesta tajante a comentarios como el de Maduro. En un mensaje de Twitter que se volvió rápidamente viral, Mendy reafirmó el martes algo indiscutible: los campeones del mundo son franceses. Punto.
El mensaje fue escrito en respuesta a Sporf, una empresa de comunicación digital que publicó un gráfico en el que, junto a cada seleccionado francés, colocó la bandera de su país de origen o herencia. Mendy retomó la lista y al lado suyo y de cada uno de sus compañeros puso la misma bandera: la tricolor de Francia.
Es esa idea, ese ideal de una Francia multicultural y diversa, donde sus ciudadanos de orígenes distintos se sienten ante todo franceses, que la victoria de Francia en el Mundial parece haber vuelto un poco menos utópica. “Esta es la República que nos gusta, unida y diversa, patriótica y abierta, nacional y no nacionalista”, escribió el diario Libération al día siguiente del triunfo de los bleus.
Y es esa Francia abierta y diversa –reflejada en el mítico grito de black blanc beur (negro blanco árabe), que por primera vez se escuchó en la avenida de los Campos Elíseos en 1998, cuando Francia conquistó su primer título de campeón del Mundo, y que el domingo volvió a resonar en las calles del país galo– la que ha sido honrada, celebrada, destacada y homenajeada en todas las fiestas espontáneas y oficiales que han acompañado el triunfo mundialista.
Por supuesto que queda muchísimo por hacer, que los procesos de inmigración son difíciles y complejos, y que el camino hacia la concreción de esa nueva Francia, unida en su diversidad, es muy largo. Analistas, historiadores y observadores destacan que la diversidad del equipo francés no se ve reflejada en las estructuras del poder político ni económico, que siguen en manos de una élite, y que los suburbios de París y las grandes ciudades son aún foco de desigualdades sociales y económicas, terreno propicio para delincuencia y violencia.
El despertar fue duro en 2002, cuando el ambiente de unidad nacional creado por la primera estrella conquistada en el Mundial de 1998 quedó hecha trizas con la llegada a la segunda vuelta presidencial de Jean Marie Le Pen, líder de la extrema derecha racista y xenófoba. Pero lo bailado nadie nos lo quita, y el triunfo el domingo en una cancha de fútbol en Rusia ha dado alas al sueño, seguramente quimérico, de esa nueva identidad francesa unida en sus diferencias.
El profesor universitario Yvan Gastault, que anima el sitio digital wearfootball.org, va incluso más lejos, al considerar que la victoria del equipo de Francia vuelve hoy obsoleto el tema de la integración, al quedar remplazado por otro: el de la fraternidad. “Ese valor republicano, que ha resultado algo golpeado en el último tiempo, sobre todo en lo que concierne la acogida a los refugiados, ha hallado un nuevo aliento gracias a los 23 futbolistas que, como un solo hombre, despliegan valores republicanos que se resumen en un ideal de fraternidad encarnando una Francia unida más allá de todas las diferencias”, escribió.
Y aunque la magia quizá no durará mucho, y las controversias de todo tipo volverán a dominar la agenda social y política, los franceses han vuelto este pasado fin de semana a saborear el optimismo y a disfrutar de un sentimiento de orgullo nacional, basado esta vez en la inclusión y el elogio de la diversidad. Más allá del fútbol, esta copa podría por eso haber marcado un giro histórico. Un gol mundial.