Tal vez la fiesta siempre estuvo destinada a suceder en otro lado.
Hoy hay un escenario de fiesta dispuesto en este bar glamuroso de la Zona Rosa. Hay caras pintadas con finura: pequeñas banderitas en las mejillas algunos, o toda la cara con la cruz de San Jorge o la bandera de Gran Bretaña, para los más expresivos. Hay vuvuzelas y banderas de tela en un par de sillas. Hay una larga y enorme mesa con rótulos de ‘Reservado Embajada Británica’ fuera del restaurante Strikers, un bar deportivo del ex Hotel Princess, ahora llamado Barceló. Esa mesa se ha llenado de a poco con hombres y mujeres que llevan camisolas rojas y blancas del equipo de los tres leones y se ponen de pie para cantar el God Save the Queen. Diez minutos antes del mediodía ha entrado Bernhard Garside, el embajador del Reino Unido en El Salvador, y se ha cambiado su camisa de vestir celeste por una camisola blanca de la selección. Hay un escenario listo, pero la fiesta está fuera, del otro lado de la calle.
Enfrente de este bar lujoso hay una cuadrilla de obreros de la construcción, sentados sobre un palco preferencial para disfrutar la semifinal Inglaterra-Croacia, que cae en el mediodía salvadoreño. El palco es un camioncito estacionado en la avenida Las Magnolias en el que caben cómodamente cinco personas para disfrutar el partido en cualquiera de las tres pantallas gigantes del Strikers que dan a la calle. “Como la onda es ver un partido, uno se rebusca”, dice Alejandro García, de 33 años, pelo largo y la camisa más limpia de todos los colegas que se le acomodan alrededor.
Alejandro y sus amigos dicen haber visto aquí buena parte del Mundial de Rusia 2018: todos los partidos que coincidieron con el mediodía salvadoreño. Dicen que es La Lomita de la Zona Rosa. [Explicación para foráneos: algunas calles arriba del Estadio Cuscatlán, donde la selección de El Salvador y los principales equipos salvadoreños juegan sus partidos, hay una pequeña colina desde las que es posible ver los partidos sin pagar la entrada. A esa zona se le conoce como La Lomita].
“Aquí vimos llorar a los colombianos”, dice Alejandro sobre el partido de octavos en el que Inglaterra eliminó por penales a Colombia. “El Brasil-Bélgica lo vimos bajo la lluvia, pero ni cuando trabajamos le hacemos huevo”, dice. Y ríe.
Alejandro y sus compañeros trabajan en el edificio Insigne, cuya construcción obstruye en los últimos meses la circulación normal de carros en uno de los sentidos del bulevar del Hipódromo –que en verdad se llama Sergio Vieira de Mello pero nadie le dice así– o en esta misma avenida Las Magnolias. Son fontaneros y esta mañana, antes del partido, estaban instalando urinarios y tuberías para un edificio que se supone estará terminado este mismo mes.
“Aquí agarramos el tiempo y después lo reponemos. Bien cabal lo hemos visto desde el inicio”, dice Alejandro, “porque sólo es un mundial cada cuatro años, y le digo al jefe”. Alejandro dice que se ve nítido. Nítido: hay ciertos lugares en los que hay una visión clara hacia al menos una de las pantallas, pero si se dan un par de pasos hacia la izquierda o la derecha ya obstaculiza la vista un mupi, una rama seca de una palmera, o algunos de los comensales y empleados de Strikers. Y cuando alguien estorba la vista, se lo hacen saber, aunque quizá nunca lo sepan los de adentro.
—¡Sentate, William Wallace!
Grita y se carcajea Sergio Pérez, un enjuto obrero de 37 años, que lleva casco azul y una camisa que alguna vez fue roja. Su blanco era un inglés que tiene toda la cara pintada de blanco y rojo, simulando la cruz de San Jorge. El chiste es celebrado. Y aumentado:
—No, no es William Wallace. Como son ingleses, es sir Ulrich.
Le contesta un hombre de 31 años a quien todos le dicen Garrobo, pero que se llama Emerson Portillo. Todos han visto Corazón de caballero y Corazón valiente y se ríen de la ocurrencia. Son buenos aquí para poner apodos. Carlos, el fotógrafo de El Faro que me acompaña, les pareció árabe y empezaron a gritarle “Samir, Samir”. No se salva nadie. “Mirá ese pelón, puro la Momia, Jaap Stam”, dice Sergio sobre el embajador Garside. Y a distancia el parecido es innegable. Pero ese nuevo apodo impulsa otra discusión.
—Jaap Stam no es inglés; es escocés –le dice Wilber Rodríguez, de 30 años, el más joven del grupo.
—Cómo no. Es inglés. Gran defensor del Man U –le responde Sergio, abreviando el nombre del Manchester United.
—Ah, es cierto –se corrige Wilber–. El que era escocés era el Ogro (Thomas) Gravesen, uno que hasta jugó en el Madrid pero era muy violento.
Y así se dio por zanjada la controversia. No estoy yo para decirles que Stam era holandés y Gravesen danés porque a nadie le gusta un sabelotodo, y yo soy el nuevo aquí. El partido lo va ganando 1-0 Inglaterra con un golazo de Kieran Trippier al minuto cinco, pero a mí estos comentaristas me tienen más entretenido que el partido.
A los 20 minutos, el dueño del camión llega, se sube al carro y se lleva el palco preferencial que teníamos.
—Hey, no se lo lleve, jefe. Váyase en bus, om.
Bromea Garrobo con el conductor tras bajarse y buscar acomodo en el arriate. En Strikers todas las mesas están reservadas, pero aquí hay espacio. Otra decena de obreros se ha acercado. La Zona Rosa es una zona viva en San Salvador llena de bares, restaurantes, hoteles y discotecas. Cerca de aquí está la residencia del embajador británico, las embajadas de Brasil, de España, de Italia o la Alianza Francesa. Es como un pequeño bolsillo seguro para los salvadoreños de clasemedia y alta, aunque no se escapa del control cercano de las pandillas. La cercana comunidad Las Palmas es un bastión de la 18-Revolucionarios. Este es un país de contrastes. Como el del embajador bebiendo cerveza en una mesa reservada, a cinco metros de una camioneta Land Rover con placas diplomáticas y a 15 metros de un grupo de obreros que ven el partido en las mismas pantallas que él. El fútbol produce este espejismo de cercanía e igualdad.
Cuando agoniza el primer tiempo, Alejandro opina que el gol tempranero “ahuevó” a los jugadores croatas. Acto seguido escucha del narrador en la tele: “No sé si están desmotivados, pero da la sensación de que Croacia no se recupera del 1 a 0”. El comentario de la calle suena más sincero que el del estudio de televisión.
El entretiempo es hora de otra discusión filosófica. Las cámaras enfocan a los morenos Jesse Lingard o Raheem Sterling, y Wilber pregunta con la candidez que le da ser el más joven de su grupo:
—Hey, ¿hay algún cantón de Inglaterra en que haya negros?
—No, es que a ellos les llegó la sangre negra con toda la onda de los esclavos –le responde Alejandro.
En esas estaban, preguntándose cómo habrían llegado los negros a las islas británicas cuando una figura se asoma a paso lento y firme desde la esquina. “El jefe”, grita alguien, y todos voltean a ver. Alguien saluda timídamente. El jefe usa jeans, casco y camisa manga corta. Lleva una tablilla de madera para anotar y unos papeles. El jefe trae una pregunta y no se irá hasta que sus empleados se la resuelvan.
—¿Cómo van? Eso vengo a ver.
El jefe es el arquitecto Manuel Dávila y tiene 53 años. Dice que el trabajo que los obreros tienen que hacer es por cumplimiento de metas, no por horario. De manera que no le importa si ellos alargan su almuerzo para ver un partido, siempre y cuando sus metas estén cumplidas para finales de este mes. Sus empleados le reportan que “Inglaterra le va dando verga a Croacia 1 a 0”, antes de que Dávila dé la vuelta y desande su camino.
Cuando empieza el segundo tiempo, Sergio se desespera con el mediocampista Ivan Rakitić y le grita:
—Pegale cabrón. Puta, del Barça tenías que ser.
—Ya estás hablando mierdas –le responde Garrobo, que apoya al Barça–. No lo dejaron pegarle.
La confrontación Barça-Madrid es universal pero también muy salvadoreña. La selección de Croacia tiene a dos jugadores estelares en cada uno de esos equipos y despierta simpatías en esta cuadrilla. Han decidido apoyarlos y gritar los goles, en parte para molestar a los ingleses del otro lado de la calle.
De repente, pasa una mujer con ropa de gimnasio y todas las cabezas de la cuadrilla de trabajadores hacen el mismo movimiento que cuando un balón vuela de un extremo al otro del campo. No le dicen nada, pero no sé si se reprimen sólo porque nosotros estamos aquí.
“Otra cosa que nos damos gusto aquí es viendo mujeres”, dice Sergio. Y entre sus amigos recuerdan que vieron a las aficionadas más bonitas en los partidos de Brasil y de Colombia. Estaban así, medio distraídos, cuando Ivan Perišić empata el partido y cumplen su promesa: lo gritan como si hubieran apoyado a Croacia desde chiquitos. Inmediatamente después, Sergio se apura a sacar un compromiso a sus compañeros:
—Hey, si hay tiempo extra, a las 3 vamos a ir a trabajar.
Todos de acuerdo. Es la clausura de La Lomita y nadie se quiere ir. Quedan solo dos partidos de Mundial, y ambos son en la mañana salvadoreña, sábado y domingo. Hay carros parqueados a ambos costados de esta calle. Uno de los sentidos está cerrado y la circulación es lenta pero aún así los motociclistas y motoristas que pasan reducen la marcha para ver unos segundos el partido. Ya no hacen tanto ruido los ingleses de aquel lado de la calle, y Sergio interrumpe ese silencio cuando, en el primer extra tiempo, el defensa Šime Vrsaljko salva en su propia línea un gol inglés.
—¡Puta de donde lo sacó, coma mierda!
Wilber dice que el partido ya está para cualquiera y diez minutos después, Mario Mandžukić le da la razón. “Lo fusiló”, dice Wilber sobre el remate del croata al joven arquero Pickford. El silencio es sepulcral del otro lado de la calle, pero aquí es pura algarabía.
—Buen mascón nos quebramos... Y ahora, a echar verga –dice Sergio.
—Hey, ya son las 3, ¿alguien quiere café con pan? –pregunta Alejandro.