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Por qué Messi (aún) no es Maradona

Messi tendrá 35 años para el Mundial de Catar 2022, por lo que las posibilidades de que pueda alzar el trofeo dorado de la FIFA –como hizo Maradona en 1986– son prácticamente nulas. A Lionel lo avala un currículum que incluye 600 goles, cinco balones de oro, nueve ligas y cuatro champions –cifras y honores que Diego nunca tuvo–, pero en Argentina son pocos los que se atreven a colocar a la Pulga a la par del Pelusa, ni qué decir por encima. Este reportaje escrito por Arturo Lezcano trata de explicar por qué.


Fecha inválida
Arturo Lezcano

Es domingo por la noche y en el estadio Sánchez Pizjuán, en Sevilla, España, se ha visto un santo, un gigante, un extraterrestre, según los titulares, que de tanto describir la excelencia de Lionel Messi con el Barcelona dejan al lector como si se hubiera hecho cosquillas a sí mismo. Sin gracia. Pero alguien arriesga y muchos le siguen: es, dicen, el mejor partido de su carrera. El Messi definitivo, el fútbol total embutido en un solo hombre. Y entonces, desde Argentina, llega una frase inevitable: a ver si algo así lo repite con la selección. Diego lo hacía.

Ahora es jueves por la noche, han pasado cuatro días, y en el estadio Mineirao, en Belo Horizonte, Brasil, una sombra vestida con el 10 de la celeste y blanca busca paredes y desmarques, infructuosamente, entre las piernas de colosos vestidos de verde-amarelo. Argentina es atropellada, 3-0, en su clásico histórico, y se mete en problemas para clasificarse para el Mundial de Rusia. Desde Buenos Aires se escucha esta vez que el 10 nada pudo hacer en la catástrofe, pero que él solito debería haber resucitado a su selección. Porque Diego lo habría hecho.

La historia, a estas alturas, está más sabida que la tabla de multiplicar del dos: Messi es un señor que lleva más de una década coronado en todo el planeta como el mejor. Muchos dicen que es el mejor de siempre, pero en su país algunos, bastantes, no lo creen así, y lo ilustran con cuatro simples palabras: Messi no es Maradona.

Arte Andrea Burgos.
Arte Andrea Burgos.

Ya no se refieren al fútbol como juego –de eso ya se han hecho tesis, libros y manuales de discusiones bizantinas, resueltas con la misma frase redonda de las cuatro palabras–. Se trata del fútbol como catalizador social, filtro político y termómetro emocional de una tribu; en este caso, un país llamado Argentina. Como en gran parte de Latinoamérica, allá la pelota es un vehículo de expresión, un motor de construcción nacional, un lugar donde reconocerse. En un país imposible de descifrar, en cuatro párrafos o cuarenta enciclopedias, basta poner un balón y sus ídolos detrás para retratarlo con facilidad.

Sabemos que hace 30 años elevaron a un hombre a la categoría de mito: Diego Armando Maradona. Lionel Messi, en cambio, lleva más de una década picando piedra para que lo consideren, al menos, ídolo. Y aún hay reticencias a subirle el pulgar. ¿Por qué? Eso mismo se preguntan en el país de los 40 millones de psicólogos. Para intentar explicar por qué Diego –y no Lionel– encarna la esencia de la argentinidad, acudimos a varios conceptos y dejamos en el aire una incógnita; en realidad, la clave para rebatir el argumento dramático con el que un amigo de Buenos Aires zanja el asunto: “Cuando se muera, a Messi le llenarán el velatorio y el cementerio. Pero a Maradona saldrán 10 millones de personas a despedirlo”.

I. La identidad.

Existe una firma de diseño argentino que desarrolla líneas de productos a partir de la iconografía más reconocible del país. En su tienda, en el barrio de Palermo de Buenos Aires, se venden libros, tazas, libretas y prendas de ropa que remiten a la argentinidad. Doscientos años metidos en iconos: el mate, la vaca, el tango, el fútbol; el Che Guevara, Carlos Gardel, Evita Perón y Maradona. De Messi, ni rastro.

En las galerías nostálgicas de la calle Defensa, en el barrio de San Telmo, afloran ídolos entre los puestos: partituras con letras de Gardel, fotos de Evita dirigiéndose a las masas y ejemplares de la revista El Gráfico con Maradona luciendo pelusa. ¿Messi? Una foto con el Barcelona. En los establecimientos para turistas en la céntrica calle Florida surgen –al fin– camisetas de la selección con el 10 a la espalda. Pero sobre el número compiten, aún hoy, dos nombres. Sí, esos dos.

A la Pulga le costó años aparecer en las paredes de una ciudad repleta de murales, grafitis, stencils y fileteados. Y aún hoy lo hace tímidamente. Aún encima, cuando se le dio apoyo con un banderazo, la manifestación convocada para que volviese a la selección tras su anuncio de retirada, una tempestad dejó la postal desleída. Se esfuerza parte de la Argentina por mimar a aquel que aún es resistido por la otra parte en su traje de ídolo representativo. Más que identificación, se trata de identidad, de a quién se invoca para verse uno reflejado en el espejo como argentino.

En esa tesitura se inclinan por Maradona, aunque haya demostrado más debilidades que virtudes, o más bien por eso mismo. Decía Eduardo Galeano: “Maradona es una especie de Dios sucio, pecador. Cualquiera puede reconocer en él una síntesis de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable”. O, como se ha dicho en sucesivas ocasiones: “Maradona es el argentino que somos. Messi, el que queremos ser”. Pero al segundo no se le rinde el homenaje.

Al fin y al cabo, estamos hablando de un ser mitológico contra una pulga. Ni siquiera su historia de superación, un tratamiento de hormonas del crecimiento que le llevó a emigrar y así construir su propio sueño del pibe: la llegada a Cataluña, la servilleta de Carles Rexach –sábana santa del barcelonismo–, el estirón en La Masía y la explosión mundial. Y, además, lejos de su gente, lo que le ha condenado a pelear un reconocimiento total en su país.

Sin embargo, Messi se esfuerza desde los 15 años en ser el más argentino de los argentinos. Como una militancia patriótica embutida en la sangre, lleva más de la mitad de su vida viviendo fuera, pero rodeado de argentinos, casado con una argentina, comiendo carne argentina con sus amigos y familia que son, claro, argentinos. En realidad, el 10 vive una Argentina ucrónica y utópica tras su burbuja de cristal. Como decían en sus primeros tiempos en Barcelona, todos los días Leo sale de Rosario para ir a entrenar y vuelve a su ciudad después de la ducha. Pero ni el desgarro del desarraigo consigue acercarlo a Maradona, a ojos de muchos de sus compatriotas. Más bien le juega en contra. Da igual el talento y su fútbol; se le demanda alma de prócer (que no tiene) para suplir al Diego, un fenómeno histórico, un héroe, un bálsamo en un momento puntual de la historia, aquel que llegaba adonde no lo hacían los políticos. Dictadura, Malvinas, democracia, deuda externa, hiperinflación, Maradona. Los ochenta en Argentina van de su mano. Lo dice el escritor Osvaldo Soriano en un cuento: “Don Salvatore, que seguía delirando, preguntó por qué, teniendo un jugador como Maradona, todavía no habíamos conseguido pagar la deuda con el Fondo Monetario Internacional”.

Por si fuera poco, ha vivido por mil, casi muerto y resucitado varias veces, en trances que han provocado la identificación al grado máximo de sus compatriotas. Cuando metió un gol con la mano convenció a todos, en un requiebro retórico genial, de que había sido “la mano de Dios”, y el argentino sintió que era él mismo el que tocaba la pelota con el puño ante Peter Shilton. Cuando lo sacaron del Mundial de Estados Unidos 1994 tras un control antidopaje, le “cortaron las piernas” y también el argentino quedó mutilado. Tan somático todo, tan pegado a él que su solo nombre ya se ha convertido en verbo –“maradonear”–, tan moldeable en acepciones como su propio ser. Asegura el periodista y escritor Juan José Becerra que en su país solo puede haber un ídolo vivo, y que “hay tendencias de ciertos fragmentos de Argentina a concentrar en dramas individuales las totalidades más complejas”. Y ahí está Maradona.

Messi aporta un manual interminable de fútbol, difícilmente abarcable por su riqueza, versatilidad, jerarquía. Pero ni sus 600 goles, cinco balones de oro, nueve ligas y cuatro champions igualan el palmarés intangible del Diego. Ese nosequé que hace respingar el cuero cabelludo cuando se le nombra. Leo hace historia cada tres días como director de una orquesta que ha cambiado el fútbol, como dijo César Luis Menotti. Pero no enamora a los suyos. Cuestión de piel en un país que tiene un papa y un Diego. Volviendo a la marca de diseño, cada icono es acompañado de un párrafo que glosa su vida. En el de Maradona bastan cuatro palabras: “Materialización argentina de Dios”.

II. El relato.

Siete, ocho, nueve toques de cabeza, la pelota baja a la zurda, vuelve a la cabeza, la equilibra reculando, la baja a la pierna de nuevo. Corte y pregunta: ¿Cuál es tu sueño? “Mis sueños son dos: el primero es jugar el Mundial y el segundo es salir campeón”. Habla Diego Armando Maradona en Villa Fiorito, aún en blanco y negro. Tiene diez años y ha pronunciado en público el prólogo de su novela. Aunque, como ya se sabe hace tiempo, esa última parte está editada a mayor gloria. Tras lo de “salir campeón” le cortaron “de octava”, la categoría alevín de Argentina, y no “del Mundial”, como se presupone por omisión. Pero así quedó para la historia. Años después, con otro protagonista, la imagen de los toques se repite, la pelota en la zurda botando también. Sucede en un campeonato en el que juega el equipo de la categoría 1987 de Newell’s Old Boys en Perú. Pero al contrario que Diego, el muchacho, Lionel Messi, no habla.

Cuando Maradona se traslada, con trece años, desde la villa miseria del sur del Gran Buenos Aires a Capital Federal para jugar en Argentinos Juniors, una cámara sigue a toda la familia: es la primera estrella futbolística precoz y mediática. A esa misma edad, pero casi treinta años después, Leo se va con su padre a 11 000 kilómetros de Rosario para intentar triunfar. Y lo hace, como siempre, en silencio. No hay relato de Messi. Esa palabra, con el correspondiente tinte argentino, se refiere a la historia que se genera alrededor de algo o alguien y que consigue lustrar laureles y tapar defectos. Un discurso, un hilo lírico necesario para que el país se identifique con él y lo encumbre. La Pulga no lo tiene y, si lo tiene, no lo utiliza. Quizás porque nunca le hizo falta. Cuentan hoy sus amigos de la infancia que Leo no era el chaval retraído que arruga el labio o abre un Chupa Chups cuando lo aprietan, como se cree. Era travieso, uno más de una banda de barrio, el renacuajo diabólico amigo de todos, y sobre todo de la pelota. E hincha de Newell’s. Se habla de tardes en las que salía en el descanso de los partidos de Primera a hacer malabarismos con los pies. Pero no hay foto de un debut en un estadio lleno. No hay tampoco el recuerdo en el hincha de “aquel pendejo que la rompía en la cuarta y lo subieron a Primera con quince años”. Porque todo eso ocurrió en Barcelona, muy lejos de la factoría donde se amasan los ídolos.

Messi empieza a construir su historia en tierra ignota y se refugia en lo que sabe hacer: jugar al fútbol. Maradona, entretanto, explota su carisma con una recolección de frases que jalonan su trayectoria y que se incorporan, incluso, al diccionario popular argentino. En el mismo partido de la mano de Dios, el narrador deportivo Víctor Hugo Morales se encarga de inmortalizar “la jugada de todos los tiempos”, hoy recitada como una letanía patriótica, desde el “agarra la pelota Maradona, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos” hasta el “ta ta ta” pasando por el “barrilete cósmico”, hallazgo de Víctor Hugo que define a la perfección a Maradona.

Messi marca goles maradionanos, con la mano y de barrilete cósmico, pero no se hace acompañar de referencias reconocibles en su país (esos goles se los hace al Espanyol y el Getafe, que hoy en Argentina todavía muchos pronuncian “Guetafe”). Como mucho, le dejan alcanzar la sombra de su eterna comparación. Es como Maradona, pero. No hay definición para él. Si acaso, la aproximación más brillante, la de Hernán Casciari: Messi es un perro. (“Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni el resultado ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni aunque lo apuñalen”). Por eso, para quien busque comparaciones, quizás haya que ir más allá de la excelencia futbolística y centrarse en el relato.

En la trituradora argentina de ídolos triunfaron los de vida azarosa y mediática. El boxeador Carlos Monzón, encarcelado por el asesinato de su mujer y luego fallecido en accidente de coche. El automovilista Juan Manuel Fangio, secuestrado por revolucionarios cubanos en puertas del castrismo. El también púgil Ringo Bonavena, asesinado en la puerta de un prostíbulo en Estados Unidos con solo treinta y tres años. Y, claro, Maradona, inigualable en las líneas rectas y en las curvas, con una larga adicción a la cocaína de la que todo el país fue participando de una u otra manera: en los rumores de las noches de Barcelona, en las fiestas de Nápoles que terminaron con el doping de 1991, poco después de llamar “hijos de puta” a cámara y con la boca bien abierta a los tifosi italianos que pitaban el himno argentino en el Olímpico de Roma en la final de su mundial, la posterior detención en una redada en Buenos Aires, el doping en el Mundial del 94 por efedrina tras la recuperación milagrosa para llegar a tiempo de jugar otro campeonato, su flirteo con la muerte y resurrección en 2004 y algunos otros sustos después.

Y las imágenes: aquella celebración poseída, nuevamente a cámara, en el gol a Grecia en el 94, días antes de darle la mano a Sue Carpenter, inolvidable enfermera estadounidense que caminó hasta el centro del campo para llevarlo a hacer el control antidopaje que lo condenaría. Y para rubricar todo eso, la retahíla de frases imperecederas, una churrería de epitafios que llegó al paroxismo en su época de seleccionador. Cuando Argentina se clasificó in extremis de forma directa para el Mundial 2010, dedicó la victoria en Uruguay a los críticos de su selección con aquel “que la chupen, que la sigan mamando”. Lo completó con un inefable “la tenés adentro” a un conocido cronista en plena sala de prensa, con tanto éxito que enseguida se transformó en LTA, siglas convertidas en expresión de uso corriente y que ya salen hasta en la desambiguación de Wikipedia, con el copyright del Diego de la Gente, como el mismo se hace llamar.

Messi, mientras, sigue perforando redes sin altibajos ni salidas de tono ni imágenes para guardar, sin manos de dioses ni tobillos hinchados ni piernas cortadas ni enfermeras de la mano, cocaína, efedrina, Claudia y las nenas. Durante gran parte de su carrera, los únicos titulares que dio fuera del campo los generaban sus modelitos en las galas del Balón de Oro, cada año más campanudos. Y últimamente sus tatuajes, directamente horrorosos. Pero desde 2013 pelea, a duras penas, por salir airoso de un litigio con la Hacienda española, que le reclamó más de cuatro millones de euros por fraude fiscal por sus derechos de imagen. De aquello quedaron las imágenes de los Messi, padre e hijo, entrando al juzgado como quien entra a un estadio, con vallas cerrando el paso a cientos de hinchas enfervorizados y periodistas deseosos de un gestito del siempre cabizbajo Leo. Ya dentro, una foto de banquillo y dos frases. Una de él: “De la plata se ocupa mi papá”. Y el papá: “Yo de eso no entiendo nada, es chino básico”.

3. El exitismo

En 2009 yo trabajaba como analista de fútbol internacional en la cadena de televisión deportiva argentina TyC Sports. Aquel año hicimos una serie de programas con el ilustrativo título de El mejor después de Diego, en el que el voto popular elegía al “segundo mejor jugador de la historia”, porque no se ponía en duda quién era el primero. No ganó Pelé, ni Di Stéfano o Cruyff. Ni, obviamente, Messi. Venció Juan Román Riquelme.

En otros programas de debate en los que participé durante años eran recurrentes las preguntas sobre Lionel, un caso críptico de futbolista que arrasaba al frente de una máquina futbolística –el Barcelona– y automáticamente mutaba en jugador tibio con la selección argentina. Un día me pidieron una opinión al respecto para un reportaje, junto a exfutbolistas, entrenadores y hasta un psiquiatra. Si era anímico o táctico, futbolístico o personal. Tenía Messi veintidós años y se me ocurrió decir una boutade: que en Barcelona llevaba la mitad de su vida jugando siempre a lo mismo y en la selección tenía que acoplarse a cincuenta estilos diferentes. Nueve años han transcurrido y me siguen llamando de medios argentinos para desgranar el mismo asunto. La respuesta sigue siendo la misma.

En el mismo país donde se valora la frescura vital y la creatividad, donde hay cintura para el verso libre, donde no se castiga el desparrame personal aunque afecte a lo profesional, ay, se castiga con dureza el oprobio de la derrota. Dos apuntes coloquiales apuntalan esa sensación: la “amargura” y el “pechofrío”.

A Messi durante años, muchos, se le aplicaron esos dos conceptos. Hasta se decía que no cantaba el himno argentino porque no lo sentía. Cuando parecía que conquistaba al fin el corazón de sus compatriotas y se empezó a tener claro que sí, que Leo era el mejor del mundo, llegó algo peor: ser subcampeón, algo imperdonable en la cultura futbolística argentina. Las finales, como los clásicos, no se juegan: se ganan. Si no, excuse volver a casa; es usted un fracasado.

Acumulando tres finales perdidas en tres años, Messi terminó explotando como un globo hinchado de rabia. Ocurrió en la zona mixta tras la final de la Copa América Centenario de 2016, en la que él falló el penalti decisivo frente a Chile. Un año antes ya había salido derrotado de otra Copa América en similares circunstancias, y a ello se sumaba la final perdida del Mundial de Brasil 2014: “Es increíble, pero no se me da. Ya está, se terminó para mí la selección, no es para mí. Por el bien de todos, por mí y mucha gente que desea eso, que no se conforman con llegar a las finales y no ganarlas. Lamento más que ninguno no poder ser campeón con Argentina pero es así, no se dio y lamentablemente me voy sin poder conseguirlo”.

Hubiera sido otro cantar si Higuaín o Palacio llegan a marcar los goles regalados que les llovieron en la final del Mundial. Pero ellos no fueron Burruchaga, y Messi pasó del blanco al negro. Eso es lo que en Argentina llaman “exitismo”, el amor desmedido por el éxito, normalmente practicado por aquellos que dan en llamar, despectivamente, “panqueques”, aquellos que dan la vuelta a sus opiniones en función del resultado, como una tortilla o un crep (panqueque).

Un niño porta el retrato de Lionel durante el partido amistoso entre Argentina e Italia celebrado el 23 de marzo de 2018. El niño era inglés, de Manchester. Foto Oli Scarff (AFP).
Un niño porta el retrato de Lionel durante el partido amistoso entre Argentina e Italia celebrado el 23 de marzo de 2018. El niño era inglés, de Manchester. Foto Oli Scarff (AFP).

El fútbol es en Argentina un circo mediático con poca comparación en el mundo. No menos de cinco televisiones retransmiten en directo los entrenamientos de la selección –aunque sean a puerta cerrada– o una simple salida en avión, o una llegada a un hotel. Hay audiencia que demanda minutos de ídolos pasando por sus pantallas y los canales se los da –¿o será al revés?–, y cuando terminan los actos empiezan las interminables mesas de debate. En tantas horas de opiniones a calzón quitado es imposible mantener un equilibrio, una línea sana de opinión. Y ahí nace el panquequerismo, arrastrado por el exitismo que tanto ha influido en los ídolos deportivos argentinos.

Volviendo a Juan José Becerra, dice que hay una diferencia sutil en la forma de lidiar con la derrota. En las duras Maradona siempre reacciona como víctima (de la FIFA, de Grondona, de la prensa: “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”) y Messi, en cambio, se siente culpable, y de ahí sus palabras y su abandono momentáneo sin reproches, una forma de protegerse ante lo que ya le retumbaba en los oídos mientras fallaba el penalti: pechofrío y amargo. Y todos derechitos al diván.

4. ¿Una cuestión generacional?

No me pregunten por qué o cómo llegué allí, pero la final del Mundial de Brasil la vi rodeado de la familia Messi, en la grada de Maracaná. A mi lado, su padre y hermano. En la fila superior, su madre, mujer e hijo. En el minuto 120, después de las ocasiones inenarrables de Higuaín y Palacio, después del gol de Götze en el 113, la atmósfera se relajó en aquella tribuna donde había miles de argentinos. Durante las horas previas, con la adrenalina desatada, hubo peleas, insultos y empujones cada dos minutos, entre argentinos y brasileños disfrazados de alemanes. Y cuando temíamos de todo menos una conferencia de Yalta en pleno Maracaná, vimos entonces cómo una procesión espontánea de gente, sobre todo argentinos, pero también brasileños y alemanes, se acercaban al lugar que ocupaban los Messi para animar al padre, a la esposa, y decirle que no pasaba nada, que “estaba todo bien”. Milagro.

Y entonces uno se dio cuenta de la edad de la gente que por allá pasaba como en un besamanos: la mayoría tenían menos de veinticinco años y había niños con lágrimas en los ojos.

Argentina, como el fútbol, ha cambiado, no sabemos si mucho o poco, pero suficiente para creer que en un par de décadas habrá otros debates, y Lionel podrá ser admirado con distancia, poniendo el angular que ahora le falta a muchos de sus coterráneos.

Seguramente en Argentina se siga dando vueltas a las comparaciones con Maradona, pero todo será diferente: una generación entera habrá visto a Messi en su interminable esplendor y lo narrará a su antojo. Y es hoy el día en que los chavales, también en su país, quieren ser la Pulga en el patio del colegio, igual que en la generación anterior siempre hubo un Maradona en cada equipo. Él fue el ser nacional en una década clave para Argentina y a Leo no le toca ese rol porque el país ya no es así, ni tampoco el mundo del fútbol en general, cuyos gestores intentan, sin ambages, destruir la cultura del hincha. A menos que logren dejar al fútbol con sabor a yogur caducado, una idea, solo comprobable en el tiempo, permanece: Messi se estudiará como un marciano que rompió moldes en el deporte. Y eso, quizás sin una lucha identitaria, tan dependiente de una narrativa y tan resultadista, puede que haga un poco más borrosas las fronteras de la idolatría e iguale en Argentina, por una vez y para siempre, a Messi con Maradona.

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Publicada con autorización expresa del autor, esta pieza es una versión retocada de un reportaje de Jot Down Magazine, una revista cultural que se edita en España. Originalmente se publicó bajo el título de ‘Latinoamérica redonda: por qué Messi (aún) no es Maradona’ y puede consultarse en este enlace.

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