Marta Maritza Amaya temió por su vida en la tarde del domingo 19 de marzo de 2017. Ella viajaba a bordo de un bus de la 332, que recorre un trayecto de 26 kilómetros entre los municipios de Joateca y Jocoaitique, cuando, cerca de las seis de la tarde, se sintió amenazada por unos ojos rojos. La conclusión de Marta no fue apresurada: ella sabe que El Salvador es capaz de cualquier cosa, porque en el pasado ya acabó con sus hermanos mayores.
Marta iba sentada al fondo del autobús, mirando a través de la ventana el ocaso en el verde de las montañas del norte de Morazán. Esta zona fue, en los ochenta, un frente de guerra dominado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Ahora es una zona pobre, salpicada de comunidades agrícolas que también intentan salir del subdesarrollo a través del turismo. El autobús en el que viajaba Marta se detuvo en el desvío hacia Arambala. Ese mismo desvío ocuparon, hace 37 años, tropas del Ejército para inmiscuirse rumbo a El Mozote, el lugar del que era originaria su familia.
Para 1981, la guerrilla ya se movilizaba por los municipios de la zona norte del departamento, y se paseaba clandestino por los caseríos y cantones de la zona. Su familia vivía en El Mozote. Un operativo del Ejército que supuestamente perseguía a la clandestina Radio Venceremos y otros objetivos guerrilleros devino una de las peores violaciones a los derechos humanos contra la población civil.
Hace 37 años, El Salvador que masacró a los hermanos de Marta estuvo disfrazado de verde olivo, empuñaba fusiles y calzaba botas militares. Casi cuatro décadas después, El Salvador que amenazó a Marta se subió y se sentó a su lado. Llevaba forma de hombre. “Él apretó su pierna contra la mía y empezó a decirme: ‘Tú eres la hija de Rufina’”.
Ese título, la hija de Rufina, la ha acompañado toda su vida. Su madre, Rufina Amaya, sobrevivió al operativo militar donde fueron masacrados 986 campesinos. Más de la mitad eran menores de edad. Cuatro de esos niños eran los hermanos mayores de Marta.
Del hombre que la amenazó Marta solo recuerda dos detalles: “una mochila tipo comando que llevaba en las piernas y los ojos rojos”. Rojos, como los ojos que puede poner una persona que está muy enfadada, según interpreta ella. Aunque trató de hacerse la desentendida, Marta recuerda las palabras que este hombre le dijo. “Yo sé que eres la hija de Rufina Amaya. Yo sé que te van a dar dinero por lo del Mozote. Yo sé dónde trabajas…”.
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La masacre en El Mozote, La Joya y otros cinco caseríos aledaños fue contada por la madre de Marta a reporteros del New York Times y el Washington Post en enero de 1982, un mes y medio después de la tragedia. El testimonio de Rufina Amaya narra cómo El Salvador mató a cuatro hermanos de Marta, que para diciembre de 1981 todavía no había nacido.
“Yo estaba en la fila con mis cuatro hijos. El niño más grande tenía nueve años, la Lolita tenía cinco, la otra tres y la pequeña tan sólo ocho meses (…) A las cinco de la tarde me sacaron a mí junto a un grupo de 22 mujeres. Yo me quedé la última de la fila. Aún le daba el pecho a mi niña. Me la quitaron de los brazos. Cuando llegamos a la casa de Israel Márquez, pude ver la montaña de muertos que estaban ametrallando. Las demás mujeres se agarraban unas a otras para gritar y llorar. Yo me arrodillé acordándome de mis cuatro niños. En ese momento di media vuelta, me tiré y me metí detrás de un palito de manzana. Con el dedo agachaba la rama para que no se me miraran los pies”, dijo Rufina, en una de las tantas veces que contó su historia.
Rufina se escondió toda la noche casi al lado de los soldados que mataron a su familia. Como a la una de la mañana, gateó entre unos terneros y perros, hasta llegar a un manzanal. En uno de los pasajes más conocidos y desgarradores de su testimonio, Rufina rememora los gritos de sus hijos:
— ¡Mama nos están matando, mama nos están ahorcando, mama nos están metiendo el cuchillo!
Rufina pasó ocho días escondida en el monte y se juró a sí misma que había vivido para contarla. A los ocho días se reencontró con lo que quedaba de su familia, y que se salvó porque no estaban en El Mozote en los días de las masacres. Dos semanas después, dio la entrevista a “personas internacionales”: los corresponsales Susan Meiselas, Alma Guillermoprieto y Raymond Bonner. Luego huyó a Arambala y, finalmente, al refugio de Colomoncagua. Tres años más tarde, en ese refugio en la frontera hondureña, nació Marta Maritza Amaya.
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Rufina Amaya huyó de un país que le masacró a su familia y que estaba desbordado por la guerra; Marta Maritza nació en el exilio y ahora ha huido de un país desbordado por la violencia, la criminalidad y en el que las víctimas no encuentran protección ni refugio en su propio terruño.
Uno podría tomar el caso de Rufina y Marta para explicar la historia que muchos salvadoreños han vivido en los últimos 40 años. Es el drama del eterno retorno, es como si en este El Salvador violento la historia se repite y se repite. Si antes huían y pedían refugio los desplazados por la guerra ahora huyen y piden refugio los desplazados por la violencia en uno de los países más homicidas del mundo.
Tras sufrir los horrores de una guerra que duró 12 años, millares emigraron. Rufina se fue a Honduras, pero muchos otros optaron por Estados Unidos, Canadá, Australia, México... Rufina volvió hacia el final de la guerra y murió en marzo de 2007, sin haber visto justicia por lo que se atrevió a denunciar en 1982 primero, en 1990, después, cuando se abrió la causa contra el Ejército. Rufina crio a su nueva familia y trató de rehacer su vida. Pero las condiciones en El Salvador de la posguerra empeoraron tras la esperanza de los Acuerdos de Paz de 1992.
El Salvador se convirtió, de nuevo, en un país violento, un país que escupe a su gente, principalmente hacia Estados Unidos porque es incapaz de proveerles oportunidades laborales, educativas o simplemente una garantía mínima de seguridad a su población.
Vidal Pérez, quien se autodefine como “papá de crianza” de Marta Amaya, explicó a El Faro que ella “sacó sus estudios y también estuvo trabajando un año en la clínica de Joateca. Con sacrificio porque ella sentía la falta de su mamá, y en esto (murió) la hermana. De eso se van todos los de la familia. Solo quedó ella”, dice Pérez.
La hermana que se le murió era Fidelia, la hija mayor de Rufina Amaya, quien se salvó de las masacres de El Mozote porque se encontraba en casa de otros familiares, en otra localidad alejada del operativo militar. Tras la muerte de Fidelia, todo el legado del testimonio de Rufina, que antes era compartido entre las hermanas, recayó en Marta Maritza. A través de ella hablaba -cobraba vida- el testimonio de Rufina.
Marta dio todas las oportunidades a un país que le dio guerra a su familia, la obligó a nacer como víctima de desplazamiento forzado, le mostró la desigualdad, le robó, le enseñó la indolencia de las instituciones, la forzó a huir de nuevo.
En 2008, una computadora fue hurtada de la casa de Marta. “Entraron a mi casa pero yo estaba dormida. Yo no lo sentí porque mi cuarto estaba separado del resto de la casa”, dice. En su declaración, Marta dice que la puerta de la casa a la cocina era fácil de abrir y vio que estaba abierta. La computadora tenía documentos de Rufina, fotografías, videos, información de la que Marta no tenía respaldo. “En la casa había muchas cosas de valor: un aparato de sonido, la televisión, había un DVD, cosas así. Y solamente se llevaron la computadora”, dice Marta.
En 2014, en la cúspide de la ironía y la crueldad, Marta incluso fue extorsionada por primera vez por el dinero que había recibido como víctima de un crimen de guerra.
A falta de justicia en cortes, las víctimas de El Mozote -y los familiares de las víctimas- han comenzado a ser resarcidos con estipendios económicos. Estos beneficios fueron ordenados en diciembre de 2012 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que condenó al Estado Salvadoreño por el cometimiento, ocultación y negación de justicia por la masacre.
Marta Maritza Amaya, aunque no padeció la masacre, es una víctima indirecta de la misma, según las consideraciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En definitiva: es una víctima. Por eso se convirtió en beneficiaria de las compensaciones. Un resarcimiento cuyo objetivo es reconocer a las víctimas y que se tasó, para familiares directos, en 10 mil dólares.
Por esa compensación, por el dinero que el Estado le dio por haberle masacrado a su familia, El Salvador la extorsionó.
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Quien la extorsionaba sonaba como pandillero.
“Empezaron a decirme que me pedían dinero porque yo había denunciado a uno de sus homeboy (pandilleros)”, dice Marta. Ella respondía a su interlocutor que no sabía de qué le estaban hablando. Y colgó. Pero le llamaron de nuevo. “Me volvieron a decir que ellos tenían información, que de mi número les habían llamado y que de la línea de emergencias (del servicio 911) les habían pasado el informe a ellos de que yo había hecho la llamada, y que había denunciado a unos miembros de ellos”, dice Marta.
A Marta le sorprendió el nivel de detalle que el hombre al otro lado de la línea tenía sobre su vida. “Me dijeron que sabían dónde vivía, dónde estaba, hasta me dijeron dónde trabajaba. En ese tiempo yo tenía una pareja, me dijeron dónde trabajaba mi pareja. Me dijeron dónde estudiaba el niño, mi sobrino. Me dijeron que ellos sabían que nosotros teníamos ese museo. El pensar de ellos es que yo tenía dinero por eso de las indemnizaciones”.
— ¿Todo lo que le dijeron era cierto? ¿En realidad sí sabían sobre usted?
— Sí —contesta Marta-. Mi pareja estaba trabajando en Usulután, era cierto; lo del museo también, el niño también estaba estudiando en la escuela de Rogelio Poncel, un centro hogar en Perquín, y todos esos datos me los dieron. Sí estaban bien informados.
Marta se asustó tanto después de recibir las dos llamadas que le sacó el chip a su teléfono celular y lo quebró. Luego decidió poner una denuncia. La división de intereses de la sociedad de la oficina fiscal de Morazán tramitó esa denuncia y entregó una certificación del expediente, el 19 de octubre de 2014. Esa investigación tuvo dos resultados tangibles para Marta. Uno, que entró al régimen de protección de víctimas y testigos. Para Marta eso solo significó que su nombre fue sustituido en el expediente por un nombre clave. Nada más. El otro resultado es que le dijeron que la llamada que recibió había salido del centro penal de Usulután, pero que no se preocupara. Que no le iba a pasar nada. Y nada más. El Faro pidió a la Fiscalía una respuesta sobre qué había ocurrido con esa investigación, pero no hubo una respuesta al cierre de esta publicación.
El Salvador es un país donde muchos pagan renta a extorsionistas para poder trabajar: transportistas, pequeños empresarios de tiendas de víveres o grandes emporios de telefonía o bebidas. Ernesto Vilanova, presidente del Consejo Nacional de la Pequeña Empresa, una organización con unos ocho mil socios, dijo a El Faro que, en 2017, 450 de sus afiliados, víctimas de “la renta”, huyeron del país, en especial hacia Estados Unidos.
En 2016, la Fiscalía recibió 288 denuncias de extorsiones cada mes, nueve cada día. En 2017, esa cifra fue de 186 cada mes, seis al día. Pero en extorsiones, las cifras no son definitivas, por el enorme porcentaje de extorsionados que deciden no denunciar. Marta decidió denunciar. La Fiscalía certificó que las llamadas que Marta recibió salieron del centro penal de Usulután. A Marta la intentaron extorsionar por el dinero que recibió por ser víctima de la masacre de El Mozote.
Marta tuvo suerte: después de quebrar el chip de su teléfono, las llamadas cesaron. La suerte se le acabó en marzo de 2017, en el bus de la ruta 332.
David Morales, el exprocurador de derechos humanos y abogado de las víctimas en el juicio por El Mozote, dice que conoció del caso de Marta y de su denuncia, pero que no hay otros casos parecidos. “No hemos tenido realmente incidentes de seguridad con ninguno de los testigos que han declarado, ni nosotros los abogados hemos tenido. No quisiéramos generar un ambiente de temor porque la gente no va a querer declarar”, dice Morales. El abogado sí reconoce que Marta ha estado “en activo” testificando sobre El Mozote ante periodistas y con su museo, además de que su madre “Rufina es una de las figuras más visibles, lo que también es una exposición”.
El caso de Marta debería de preocupar a las autoridades y al Estado, que desde marzo de 2017 ha visto desfilar a los otros sobrevivientes y denunciantes de las masacres en un juzgado de San Francisco Gotera. A Marta, aparte de intentar extorsionarla, también le han amenazado por hablar del caso.
Para marzo de 2017, la noticia de la reapertura del juicio por las masacres de El Mozote ya se había convertido en uno de los hechos noticiosos más importantes del país. Marta Maritza, la hija de Rufina Amaya, era un foco recurrente de la prensa nacional e internacional.
El hombre que la amenazó en el bus le recordó que eso la ponía en riesgo. “Me dijo que dejara de hablar de lo del Mozote porque yo no tenía por qué andar hablando nada de eso, que ya era pasado. Y (me dijo) que ellos estaban esperando que a mí me dieran el dinero para que yo les diera dinero a ellos”, denuncia Marta.
Su abogada, Ala Amoachi, presentó su caso como uno en que las amenazas contra Marta y su familia han sido 'acumulativas y están interconectadas'. La abogada Amoachi, del bufete Amoachi y Johnson, dice a este periódico que un factor decisivo en el caso fue la aparición de Marta en entrevistas televisivas, después de que el juicio por El Mozote se reabrió a principios de 2017. 'La última amenaza que ella recibió en El Salvador fue anónima, pero es evidente por el transcurso de eventos y el diálogo que está conectada con las reparaciones que les debían a los sobrevivientes por el caso de El Mozote', dijo Amoachi. El oficial de asilo pidió más corroboración de la presencia de Marta en los medios, y algunos videos se adjuntaron como prueba.
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“Yo no le contesté al hombre de todo lo que él me iba diciendo. Pero yo sentí algo puntiagudo al lado mío, al lado derecho”, dice Marta. No lo vio, pero pensó que era un cuchillo. “Ahí si ya me dio mucho miedo a mí. Y yo dije, aquí nomás. Entonces me dijo que si yo no dejaba de hablar del Mozote, renunciaba a mi trabajo y me iba de ahí me iban a matar. Me dijo que ellos estaban bien informados, que cuando me dieran el dinero a mí, ellos lo iban a saber. Además de eso, me dijo que si yo ya me había dado cuenta de que me estaban visitando a mi casa. Mi mente retrocedió y me quedé reflexionando porque muchas veces en mi casa se oían pasos, me sonaban las puertas...”.
El hombre se bajó en El Mozote y se despidió: “ya sabes lo que te dije y sabes que te tenemos vigilada”.
Marta siguió su camino hasta Joateca, se bajó del bus, corrió a su casa y se encerró hasta que tuvo que ir a trabajar el día siguiente en una clínica, donde ejercía como técnico de laboratorio.
Ahí decidió que ya había tenido suficiente de El Salvador. “Cuando me pasó esto, yo tenía sospechas, pero no estaba segura aún de que estaba embarazada. Después de eso supe que sí y dije que no iba a arriesgar la vida de mi bebé sabiendo que me estaban vigilando. Ya no era solo mi vida sino que la de otro ser”, dice Marta, vía telefónica, desde la ciudad en la que se refugia en Estados Unidos.
Marta Amaya narró la historia de su mamá junto con la suya, en una solicitud de asilo, presentada a finales de marzo de este año. Marta tuvo que repetirla ante un oficial de asilo el 9 de mayo de 2018, “una respuesta inusualmente rápida para entrevistas de asilo”, de acuerdo con la abogada Amoachi. Estados Unidos notificó a Marta que le concedió el asilo el 21 de agosto, según una carta del Servicio de Ciudadanía e Inmigración (USCIS, por sus siglas en inglés) a la que este periódico tuvo acceso.
Amoachi explicó a El Faro que, según las leyes actuales de Estados Unidos, una persona tiene derecho a pedir asilo si pueden demostrar que han enfrentado persecución o tienen un miedo fundado basado en sus opiniones políticas, raza, religión, nacionalidad, o pertenencia a algún grupo social en específico. Además, tiene que probarse que el país de origen es incapaz o no tiene la voluntad de protegerla. “En este caso, el alegato de Marta es que es parte de un grupo particular en específico, como hija de Rufina Amaya, y que ella tiene una opinión política”, dice Amoachi. Sin embargo, las aprobaciones de asilo no son razonadas, es decir, no se explicita por qué razones en concreto se concede el asilo.
Es curioso. Estados Unidos fue el país que entrenó a la unidad del Ejército salvadoreño que lideró el operativo que devino en la masacre de la familia de Marta; fue el país que durante años negó la masacre, y dio millones de dólares al gobierno represor para financiar al Ejército. Pero de unos años para acá ha hecho acciones encaminadas al resarcimiento: reveló documentos clasificados sobre la guerra en El Salvador, deportó al general José Guillermo García, exministro de Defensa, por violaciones a los derechos humanos y, ahora, asila a una víctima de aquella masacre.
Marta no quisiera haber huido, pero El Salvador la obligó.
“Para mí ha sido duro porque dejar todo. No tenía dinero pero tenía un trabajo estable, mi casa. Tenía una vida no acomodada, pero para sobrevivir iba sobreviviendo. No tenía como aquella necesidad de dejar mi casa y venirme acá a pasar todo lo que uno pasa en este país”, dice.
Marta decidió por años quedarse en El Salvador, aunque ya tenía varios familiares en los Estados Unidos. “Yo nunca tuve la intención de quedarme acá. Tenía tres años de estar viajando como turista a visitar a mi familia y nunca tuve la intención de quedarme. Me decían ellos: ‘solo vos te has quedado, te puede pasar algo’. Y yo siempre les decía 'no, no, ¿cómo voy a dejar todo lo que mi mamá tanto luchó, cómo voy a dejar lo de la historia? Se va a perder’. Entonces siempre regresaba”.
Además de su trabajo en la clínica, Marta administraba un pequeño museo con recuerdos de su mamá, en Jocoaitique, y además trabajaba como guía de delegaciones que visitaban El Mozote. Ese museo ahora está cerrado: ya no hay nadie de la familia Amaya en El Salvador que pueda contar la historia de Rufina.