Centroamérica / Migración

El trauma sin fin de Jaime

Jaime ya alcanza los tres meses recluido en un albergue, custodiado por desconocidos, alejado de su padre y de sus familiares en Estados Unidos. Su padre, Edwin, deportado a Honduras, todavía no encuentra cómo explicarle -y explicarse a sí mismo- la injusticia de la que han sido víctimas. El drama de las familias migrantes separadas por la administración Trump continúa. 


Miércoles, 5 de septiembre de 2018
John Washington

Jaime no tuvo pastel el día que cumplió cinco años. El día de su cumpleaños estaba a más de 3,200 kilómetros lejos de sus padres, Edwin y Maira. Solo pudo hablar unos 10 minutos con ellos a través de una videollamada por WhatsApp. Edwin, el padre, me dijo que lo que más recuerda es que Jaime se veía triste y repetía que no tuvo pastel. “Fue… demasiado duro”, dice Edwin, con esfuerzo y tratando de hallar las palabras adecuadas.

(Izquierda) Retrato de Edwin. Foto: John Washington. (derecha) Captura de pantalla tomada en una de las conversaciones por WhatsApp entre Jaime y su padre. Foto cortesía del autor.
(Izquierda) Retrato de Edwin. Foto: John Washington. (derecha) Captura de pantalla tomada en una de las conversaciones por WhatsApp entre Jaime y su padre. Foto cortesía del autor.

En mayo pasado, Edwin y su hijo -entonces de cuatro años- salieron del departamento de Yoro, en la zona rural de Honduras, en búsqueda de seguridad. Por años, Edwin sufrió el acoso de una banda de narcotraficantes que opera en la zona donde vive. Habían tratado de reclutarlos a él y a su familia. Uno de los jefes locales de esa banda le dijo: “Las personas que no trabajan conmigo son mis enemigos, y yo mato a mis enemigos”. El jefe de la banda también quiso hacer honor a su palabra. Un primo de Edwin -que también se rehusó a trabajar para los narcos- fue asesinado en 2017. Después trataron de matar al hermano de Edwin, pero logró escapar aún con una bala en la pierna. Para entonces, ya Edwin se había marchado del hogar que tenía con su familia y estaba viviendo en un sitio remoto en las montañas, en una choza. Temeroso de que pudieran ir por su hijo decidió, a finales de mayo, llevarse a Jaime y escapar.

Ahora, ellos están entre las 2,500 personas que han sido separadas una de la otra cuando cruzaron, o se presentaron en la frontera de los Estados Unidos. También están entre las 500 familias que aún siguen separadas, a pesar de un mandato judicial del pasado 26 de junio que exigió a la administración de Donald Trump reunificar a estas familias. Para estas más o menos 500 familias, la separación continúa de manera inmediata y brutal. “Me volví loco”, describe Edwin, al hablar sobre los primeros días que lo apartaron de su hijo. Durante los dos meses y medio recientes, aunque no se ha vuelto fácil, las emociones se han diluido y, tal como él me lo explicó, ha tenido que encontrar la fuerza para trabajar y seguir adelante por el resto de la familia.

Padre e hijo tuvieron suerte mientras recorrieron la odisea de los migrantes que marchan desde Centroamérica hacia los Estados Unidos. No los asaltaron ni los secuestraron. No padecieron hambre, ni los detuvieron las autoridades de México. “No tuvimos problemas reales”, dijo Edwin. Pero su suerte cambió el 11 de junio, cuando lograron avanzar hasta la mitad del puente entre Matamoros (Tamaulipas, México) y Brownsville (Texas, Estados Unidos). Le dijeron a un oficial de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) que querían pedir asilo. Rápidamente los enviaron a un centro de resguardo de corto plazo, es decir, a una de “las hieleras”. Este es el nombre con el que se conoce a las galeras de la CBP conocidas por ser gélidas, por permanecer abarrotadas de gente y sucias. Es en estos centros donde inicia el proceso administrativo para recibir a los migrantes, pero, al parecer, también para castigarlos.

Después de dos días miserables en la hielera, los separaron. El recuerdo de ese momento está borroso en la memoria de Edwin: primero recuerda que estaban afuera de la celda, luego recuerda que solo a él le ordenaron que regresara, mientras el niño se quedaba afuera, llorando, con la agentes de migración a su lado. Como muchos otros padres que fueron separados de sus hijos, Edwin me dijo que, mientras todo ocurría, no fue consciente de que esa sería la última vez que vería a su hijo. Ni siquiera tuvo oportunidad para decir adiós de manera apropiada. “Ellos no me explicaron nada”, dijo Edwin.

***

La administración Trump había estado considerando una política para separar a las familias desde inicios de 2017, pero no fue sino hasta bien avanzado el 2018 que los niños fueron separados de sus padres a la fuerza y de manera sistemática, luego de cruzar la frontera, o nada más presentarse. Después de que esta práctica fue conocida por un público amplio, la administración Trump se apresuró a excusarse, o justificar, las separaciones. Primero, citaron la jurisprudencia que supuestamente los obligó a separar a las familias, luego citaron la Biblia, y después, alegaron que estaban implementando su propia política -Tolerancia Cero-, para justificar esta práctica. Pero sus argumentos no se sustentaban. Luego quedó claro que la administración estaba enfocándose específicamente sobre las familias, con el propósito de separarlas y coaccionar a los padres para que firmaran los papeles de deportación. Pero además, aniquilaron las protecciones que provee el asilo, perdieron el rastro de las familias que antes habían separado, fallaron en cumplir los plazos para la reunificación y violaron tanto la ley internacional como la estadounidense.

El 26 de junio, un juez ordenó al gobierno reunir a las familias y para eso estableció un plazo de 30 días, que el gobierno no cumplió. En agosto, el mismo juez impidió al gobierno deportar a los padres que habían sido separados de sus hijos y que buscaban asilo, aunque fue una orden temporal. El gobierno les había dado la opción entre dejar que sus hijos siguieran el proceso para solicitar asilo, o reunirlos y deportarlos juntos.

El 23 de agosto, el Consejo Estadounidense de Inmigración y la Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración promovieron una denuncia ante el Departamento de Seguridad Nacional, alegando la “ubicua e ilegal práctica de coaccionar a las madres y padres que han sido separados a que firmen documentos que quizás ni siquiera han entendido”.

En esta denuncia, los promotores defienden que “el trauma de la separación y la detención crea un ambiente que, de manera inherente, es coercitivo y propicia que los padres encuentren extremadamente difícil participar en procesos legales, afectando así sus derechos”. La demanda también describe amenazas físicas y verbales, la restricción al acceso de agua y comida, el uso de celdas de aislamiento y de mantener a las personas encerradas con hambre, restricción al acceso de productos femeninos de higiene y el uso de formularios que ya van llenos. En uno de estos casos, los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) entregaron a cuatro padres un formulario, donde la casilla que dice “Quiero que me deporten con mis hijos” ya estaba marcada.

Una madre guatemalteca separada de su hijo de cinco años por más de un mes cuenta su experiencia. “Nos dijeron que nos iban a llevar a “El Pozo”, o ‘the well (la palabra en inglés para pozo)’ como castigo, si seguíamos llorando por nuestros niños. Dijeron que me iban a castigar porque no quería comer en las mañanas. Decían que me iban a ponerme en El Pozo. Yo no sabía qué era eso. Las mujeres me dijeron que era un cuarto helado, oscuro y sin ventanas”.

Otra madre, citada en la demanda, cuenta: “Les apuesto a que ICE trata mejor a sus perros de lo que me trataron a mí”.

Recientemente hablé con una madre hondureña, Alayda del Carmen Ávila, que fue separada de su hija de 15 años dos días después de que llegaron a la frontera estadounidense, en mayo. Alayda no estaba haciendo una solicitud de asilo (ella estaba escapando de la pobreza extrema) pero aún así la coaccionaron para firmar su orden de deportación. Ella le dijo a un agente de ICE que no se iría de ese país sin antes ver a su hija una vez más. El oficial la presionó y presionó, hasta que se puso tan furioso que le lanzó un lapicero a la cara. Después, ella me dijo que él la engañó, diciéndole que el papel que ella estaba por firmar no era para su deportación, lo cual era mentira. Alayda fue deportada; su hija, sigue en los Estados Unidos. 

Yusuf Saei, director asociado de Abogados Musulmanes, una de las organizaciones que ha demandado al gobierno por las prácticas de separación, habla de un “trauma incapacitante” tras la separación de familias y consecuentes “alteraciones cognitivas”. Saei dice que convirtieron los exámenes para aplicar al asilo en algo que él llama “procedimientos basura”. El mismo Edwin dejó de comer cuando lo separaron de Jaime. Apenas durmió durante días, me contó, y terminó firmando su orden de deportación sin entender qué estaba firmando.

Ashley Huebner, directora asociada de servicios legales en el Centro Nacional de Justicia para los Inmigrantes, donde están representando a Edwin, explica que había padres a quienes les decían que sus hijos iban a ser adoptados, o que serían enviados a celdas de aislamiento por estar llorando por sus hijos.

Aunque Edwin intentó en repetidas ocasiones pedir asilo mientras estaba en custodia, le dijeron que, como ya había había recibido una orden de deportación antes (intentó aplicar al procedimiento de asilo en 2015 y se lo negaron) no era elegible. La verdad es que sí había una posibilidad, aunque remota. En su segundo intento por obtener el asilo aún era elegible, pero solo si lograba la suspensión de su deportación, porque le habría permitido permanecer en Estados Unidos más tiempo. Pero su antecedente de deportación, sin duda, cercenó sus probabilidades de encontrar protección, que ya eran mínimas.

Los papeles de deportación que terminó firmando Edwin estaban en inglés, un idioma que él ni hablaba ni entendía. Tras constantes y desesperados intentos de confirmar el paradero de su hijo, los oficiales le seguían diciendo que no sabían o que no podían ayudarlo. Edwin pasó seis de los ocho días en Estados Unidos sin saber nada de su hijo. En una ocasión, cuando preguntó si Jaime podía usar el baño, el oficial de ICE le ladró: “¡No estás en tu casa!” Edwin dijo: “me deportaron sin explicarme nada”. Un agente de ICE le dijo que podía hablar con los oficiales de Honduras para más información. Un hombre le dio un número al cual llamar y preguntar por su hijo y luego lo encadenaron y lo subieron a un avión rumbo a Honduras.

Le pregunté si, alguna vez, los agentes del gobierno le preguntaron si temía que lo regresaran a su país. “No, nunca”, contestó.

Esta imagen de la Oficina de Aduanas y Protección data del 17 de junio  de 2018 y fue tomada en el Centro de Detención de McAllen, Texas.  AFP PHOTO / US Customs and Border Protection 
Esta imagen de la Oficina de Aduanas y Protección data del 17 de junio  de 2018 y fue tomada en el Centro de Detención de McAllen, Texas.  AFP PHOTO / US Customs and Border Protection 

***

Me reuní con Edwin en Morazán, un ciudad en la zona rural de Honduras. El viajó tres horas, en una motocicleta prestada, desde un pequeño pueblo en las montañas en el que se esconde luego de haber sido deportado. Al principio, Edwin hablaba suave y estaba en extremo afligido por un problema mecánico que había notado en la motocicleta que le habían prestado. Describió su experiencia a veces con un tono mordaz y a veces con tono desesperado. “¿Me puede ayudar?”, preguntó, en un momento. “¿Me puede ayudar a sacar a mi hijo?”, insistió.

Después de encontrar café, nos refugiamos de una tormenta en mi carro. Edwin trató de llamar a su hijo, que permanece bajo la custodia de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados en una instalación en Chicago desde hace 84 días. Edwin puso el teléfono en altavoz, para que yo pudiera escuchar. Una trabajadora social contestó y Edwin se identificó como el papá de Jaime. La trabajadora social le preguntó en qué podía ayudarlo. “Quiero hablar con mi niño”, respondió Edwin. La trabajadora social le indicó que tenía que llamar después. Media hora más tarde, intentamos llamar de nuevo, pero no hubo éxito. En las siguientes dos horas que pasé con Edwin, no recibió ninguna llamada para corresponder la suya y tampoco logró obtener información de su hijo. Le pregunté si aquello pasaba con frecuencia. A veces lo logra, me dijo, pero no siempre. “Él (Jaime) está traumatizado”, me dijo. “Se va a volver loco ahí”, añadió.

Cuando lo deportaron, y sin estar seguro de que volvería a ver a su hijo, Edwin, se apresuró a transferir la custodia de Jaime a su hermana, quien vive en el estado de Nueva York. Después de enfrentarse a una pila de documentos, firmó la custodia de su hijo a finales de junio. Y aún así, dos meses después, Jaime sigue bajo la custodia de la ORR. Edwin no sabe por qué todavía no lo han liberado para enviarlo donde su hermana. Tampoco lo saben sus abogados, quienes me dijeron que la liberación de Jaime en la ORR sigue pendiente y que no saben cuál es el motivo del retraso. Aparte de la trabajadora social y de su abogado, Edwin no ha tenido contacto con ninguna persona del gobierno estadounidense, ni tampoco del hondureño. Con el primero no hay canal de comunicación; con el segundo, hay desconfianza. Edwin teme que si da a conocer su caso, la información llegue a la policía hondureña, que según él está ligada a los narcotraficantes que le persiguen. Para Edwin, “la policía no existe”. Por eso, en esta historia, Edwin y Jaime son seudónimos. Me pidió no se incuyeran sus nombres reales por temor a represalias tanto de la banda de narcotraficantes que lo acosan, como del gobierno estadounidense.

La primera vez que el padre logró hablar con su hijo, 15 días después de haber sido separados, Jaime culpó a Edwin. “¿Por qué me abandonaste, papá?”, preguntó. Edwin no pudo hallar las palabras adecuadas para explicarle esta injusticia y todavía encuentra difícil explicárselo a sí mismo. Desde entonces, en sus llamadas telefónicas ocasionales, Jaime parece desconsolado y a duras penas quiere hablar. Edwin me mostró algunas capturas de pantalla de su celular donde aparece un pequeño niño tímido. No son imágenes de un niño que esté feliz de hablar con su papá.

El Centro de Ayuda Legal para la Justicia es una de las entidades que promueve la demanda de Dora contra Sessions, en la que reclaman que el gobierno estadounidense está privando a la gente de su derecho a aplicar a un asilo. Esta organización también tiene pendiente una demanda colectiva contra la ORR. En esta demanda reclaman que el jefe de la ORR, Scott Lloyd -nombrado por Trump- ha retrasado adrede la liberación de los niños, convirtiendo así a la “ORR en una agencia ejecutora de la ley en vez de una agencia que protege a los niños”, dice Simón Sandoval-Moshenberg, director legal del Centro de Ayuda Legal. De acuerdo con la demanda, todavía pendiente, los inexplicables retrasos para liberar a los niños despiertan “el temor de la detención indefinida”. Sandoval-Moshenberg también dice que los procedimientos de la ORR describen “una atrocidad general a la hora de tomar decisiones sobre estas liberaciones”.

Un oficial de la administración Trump, recientemente, le dijo a Jonathan Blitzer de The New Yorker, para referirse a la política de separación de familias: “La expectativa era que los niños irían a la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, que los padres serían deportados y que a nadie le importaría”. Fue una lectura sorprendentemente errónea de la naturaleza humana. Le importa a los padres y sufren terriblemente; también le importa a los niños y sufren terriblemente. Buena parte de la nación y del mundo siguen observando esta situación con horror.

Le pregunté a Edwin qué sigue. Reconociendo que no tiene buenas opciones en Honduras -“la policía no existe”-, está esperando hallar una manera de regresar a los Estados Unidos. Él permanece escondido. Ahora tiene un trabajo en ganadería por el que le pagan una miseria en las montañas. Para no ponerlas en riesgo, visita a su pareja y a su hija solo de vez en cuando. “Esto no es vida”, me dijo. “Yo quería llevar a mi hijo a un lugar seguro. Es todo. No estaba tratando de vivir con lujos”, insistió. Luego, manifestó: “Me voy a ir (a Estados Unidos) como esclavo. No me importa. Solo quiero irme”.

Cuando describió cómo se siente estar separado de su hijo, Edwin dijo: “Para mí...” e hizo una pausa. “Es...”, intentó de nuevo, pero no pudo encontrar las palabras.

*La versión en inglés de este reportaje se publicó en la revista estadounidense The Nation. El texto es parte de una alianza entre El Faro y The Nation para la cobertura conjunta de temas de violencia y migración.

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