CAPÍTULO III
SECUENCIA TRES
Los que andan descalzos
20 DE DICIEMBRE DE 2002.
Un viernes cualquiera, a la hora en la que el sol comienza a bajar y el bochorno se vuelve más llevadero en San Miguel, los alrededores de Metrocentro son un vaivén de adolescentes carros carteras microbuses mujeres niñas parejas solteros taxis varios. Pero aquel 20 de diciembre no era un viernes cualquiera, sino el viernes previo a la Navidad.
Gustavo Adolfo Parada Morales (a) el Directo había regresado cuatro días antes de su fallida intentona por alcanzar el Norte. La idea era probar con coyote cuando se pudiera pero, recién reinstalado en Sanmaicol, esa posibilidad sonaba tan inalcanzable como la felicidad. Se resignó a la vida de ermitaño que había llevado desde que la jueza Bertha Noemy Reyes Najarro lo liberó. Por lo menos, la noticia de su libertad aún no había trascendido a los medios.
Aquel viernes, Gustavo se presentó a trabajar en el taller del hermanastro de Dora Alicia, su madre. El tío Juan Carlos necesitaba ayuda para arreglar y repintar un sedán color ocre de una clienta. En el taller se trabajaba coyol quebrado, coyol comido; para comprar la pintura, tuvo que convencer a la tía Tina de que le prestara dinero. Pasadas las cuatro y media de la tarde, el tío Juan Carlos anunció que se iba a El Chino, su tienda de pinturas de confianza, y pidió que lo acompañaran sus ayudantes: Gustavo y Álex, la pareja de la tía Tina. No había que salir de la ciudad, y con la excusa de elegir el color idéntico, los tres subieron al carro de la clienta, sin importar que no tuviera placas.
El Chino estaba junto al restaurante Don Taco, una cuadra al sur del Triángulo. Recorrieron una avenida Roosevelt con el tráfico más endemoniado que de costumbre, parquearon, entraron en la tienda, compraron la pintura ocre y salieron sin mayor novedad. O al menos así lo sintieron.
—Yo creo que en la tienda reconocieron a mi hijo y llamaron a la policía –me dirá Dora Alicia.
El carro desanduvo la Roosevelt; a la altura de Didelco, dos motorizados de la Policía Nacional Civil comenzaron a seguirles. Al poco, una moto maniobró para ponerse delante, y el agente hizo señas para que se ladearan. El tío Juan Carlos obedeció. Cuando el carro se detuvo, estaba frente a la valla del parqueo de Metro, muy cerca de donde en unos meses se instalaría una pasarela peatonal. Serían las cinco y cuarto de la tarde.
El policía plantó su motocicleta delante, retiró con brusquedad las llaves del contacto del carro, exigió la documentación y preguntó inquisitivo por la ausencia de placas. El tío Juan Carlos explicó con toda la amabilidad que pudo lo que, estaba convencido, sería suficiente para aclarar la situación: sin placas porque así lo entregó la clienta, tenían que pintarlo, lo llevaron para elegir el color cabal.
El policía ordenó que los tres salieran y se colocaran manos en la nuca contra la valla de Metro. El tío Juan Carlos pasó a ser un actor de reparto, parece que la cosa no iba con él. La rudeza se enfocó contra Gustavo, sin maquillaje sobre sus tatuajes por lo repentino de la salida. Álex se envalentonó y trató de acaparar la atención de los tres agentes. Marcó el número de la tía Tina y entregó el aparato a Gustavo. “Estamos frente a Metro y nos quieren detener”, debió decirle. Bastón en mano trataron de neutralizarlo. Empujones, macanazos. El teléfono cayó. “Ahí me empezaron a golpear”, dirá el Directo. Irrumpió un pick-up cargado de uniformados. Gustavo trató de cubrirse y defenderse, más duro le atizaron. “Se me tiraron varios, y mi tío Álex se metió también”. A Gustavo lo golpe golpe golpearon. Irrumpió otro pick-up cargado de uniformados. El tráfico en los carriles sur de la Roosevelt se suspendió. La tía Tina apareció pura gritadera (cuando le entró la llamada, atendía su modesto negocio, la farmacia Sarahí, a no más de cincuenta metros). Álex, sometido en el suelo. Gustavo, la camisa hecha jirones, también tirado en el suelo, dos policías encima. La tía Tina gritó insultó berreó. Un agente arrancó de la bolsa del pantalón beige una cartera. Abrió y leyó: “Gustavo Adolfo Parada Morales”. Otro agente le dio una patada en los testículos. La tía Tina atacó. Un policía la agarró, le retorció el brazo, la contraminó contra la valla.
—A mi mamá la maltrataron –dirá Erick–. Un policía asfixiaba a mi primo con la macana, casi no podía respirar, y a ella no se le ocurrió otra cosa que agarrarlo por los huevos, para que lo soltara.
Cuando la policía controló la situación, sumaban cinco vehículos y no menos de una docena de hombres. A Gustavo y a Álex los cargaron en la cama de un pick-up y los condujeron esposados hasta la delegación central. Demasiada gente, demasiados ojos. Entre los curiosos se había extendido ya la versión de que el pandillero apaleado era el Directo. ¿El Directo estaba libre? Al tío Juan Carlos y a la tía Tina los dejaron ir. También el sedán ocre sin placas. Tenían lo que buscaban.
El comunicado oficial se distribuyó a los medios de comunicación bien avanzada la mañana del sábado.
Agentes del Sistema de Emergencias 911 de la Policía en el departamento de San Miguel capturaron en las últimas horas a un reconocido sujeto, quien ha estado acusado de haber cometido una serie de hechos delictivos.
El imputado fue identificado como Gustavo Adolfo Parada Morales, alias el Directo. La captura se produjo en flagrancia, en el sector de Metrocentro, en San Miguel.
De acuerdo a los informes, a Gustavo Morales, el Directo, se le decomisó un arma de fuego calibre 3.80 mm, de la cual no portaba ningún documento (...).
Gustavo sumaba tres meses en libertad sin que siquiera sus vecinos se hubieran percatado. Había viajado a Costa Rica y lo había intentado a Estados Unidos, sin estridencias, sin escándalo público alguno. Convivía con familiares que lo apoyaban; en el momento de la detención venía de comprar pintura con ellos. Trabajaba como mecánico. Dicen que no tomaba alcohol ni fumaba mota. En el operativo lo descamisaron frente a Metro en el viernes previo a los regalos de Santaclós, y los únicos testigos que presentó la Fiscalía fueron los policías que lo detuvieron.
—Esa pistola me la pusieron –me dirá el Directo en Zacatraz.
—Si mi hijo hubiera andado con un arma en la cintura –me dirá Dora Alicia–, ¿cree usted que no se la hubieran encontrado cuando lo agarraron? ¿O que él no la hubiera sacado para no dejarse golpear?
LA CONSTITUCIÓN limita la detención administrativa a setenta y dos horas máximo, pero Gustavo y Álex durmieron cuatro noches en bartolinas antes de ser presentados ante un juez de paz. Hubo tiempo para moldear una versión policial que permitiera retener encerrado al joven de los diecisiete.
El domingo, uno de los periodistas que viajaron desde San Salvador para cubrir la noticia abordó grabadora en mano al jefe de la Región Oriental de la Policía Nacional Civil, el comisionado Mauricio Ramírez Landaverde, que con los años se convertiría en ministro de Seguridad Pública. Le preguntó cómo fue la detención, y su respuesta podría considerarse la versión oficial sobre lo sucedido aquel viernes: “Había un registro preventivo, debido al Plan de Navidad, y una unidad del 911 lo intercepta y, al momento de proceder al registro, se resiste usando la fuerza; el personal de la delegación lo tiene que dominar, y cuando hace el registro se le encuentra el arma de fuego, por lo que es detenido acusado de ambos delitos: resistencia y portación de arma de fuego”.
En la audiencia inicial, el martes 24, la Fiscalía se casó al milímetro con la versión policial y solicitó la detención por ambos delitos. El abogado del Estado que les asignaron, un treintañero llamado Óscar Manfredy Amaya, se presentó con noventa minutos de retraso. Habló con sus defendidos y tras esa plática no solo pidió la absolución, sino que acusó a los policías de fraude procesal.
El juez Antonio González Merino, titular del Primero de Paz de San Miguel, no quiso complicarse y concedió la instrucción con detención por lo de la pistola, aunque paradójicamente desestimó, por inconsistente, la acusación de resistencia. Álex durmió en su casa aquella noche.
Quizá como una deferencia navideña para con el tropel de familiares, el juez trató que a Gustavo –aún convaleciente de la paliza– lo encerraran en la cárcel situada en el casco urbano de San Miguel. Hizo las gestiones necesarias, pero las autoridades de Centros Penales se negaron a recibirlo en la pequeña penitenciaría migueleña.
En la tarde-noche, mientras el olor de las toneladas de pólvora que se queman se esparcía por El Salvador, un carro de la Sección de Traslado de Reos llevó a Gustavo al Centro Penal Quezaltepeque, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. El personal de turno era el mínimo; también las ganas de laborar mientras el país entero se preparaba para la cena de Navidad.
El hombre que ingresó en el sistema penitenciario de adultos poco tenía en común con el joven recluido cuatro años tras asesinar al sobrino del licenciado Yánez. Tampoco físicamente. Conservaba los tatuajes que se hizo durante los años de vida loca en pecho, abdomen, brazos y antebrazos, espalda y en la parte delantera de su muslo izquierdo, pero los que lo delataban eran la M y la S de la frente, la cruz de huesitos junto a su ojo, y la garra en el cuello.
Lo aislaron apenas ingresó; si no, ese mismo día habría muerto.
En Quezaltepeque había a finales de 2002 un sector de civiles –faltaban veinte meses para que el Estado entregara esta cárcel a la Mara Salvatrucha–, pero los emeeses eran el grupo dominante. La noticia de la presencia del peseta más odiado se regó en un chasquido. Gustavo pasó la Navidad, el Año Nuevo y los primeros días de 2003 en un área conocida como la Isla, alejado de cualquier otro interno y en condiciones infrahumanas, pero que él mismo minimizará cuando le pida que las reconstruya, consciente de que a ese aislamiento le debe la vida.
Dos personas lograron que la estancia de Gustavo en un penal controlado por la Mara Salvatrucha se limitara a dieciséis días y que saliera vivo; por un lado, Astrid Torres, la jueza de Vigilancia Penitenciaria asignada, quien se tomó la molestia incluso de visitarlo y aireó las condiciones en las que lo halló; y por otro, Carlos Ernesto Moreira, el director del penal, que no cedió a las presiones para sacarlo de la Isla, y a quien la Mara Salvatrucha asesinaría seis meses después, justo tras haber desayunado en un comedor de la colonia El Rosal, a doscientos metros del portón principal de la cárcel.
EL 9 DE ENERO Gustavo ingresó en el Centro Penal San Francisco Gotera, que entonces tenía la etiqueta de ser el más seguro del sistema penitenciario –Zacatraz estaba en construcción–, aunque los patios y las celdas siempre estaban bajo control de los grupos organizados.
—Me metieron con la gente de Bruno –me dirá Gustavo.
Conocido como Bruno o el Brother, el reo José Edgardo Bruno Ventura es uno de los nombres clave si se aspira a entender cómo se organizaron –cómo se desorganizaron– las cárceles salvadoreñas durante la posguerra. Al frente de una poderosa estructura conocida como La Raza, Bruno reinó con palo y zanahoria –y las connivencias de las autoridades– los patios del centro penitenciario más emblemático y populoso, el Centro Penal La Esperanza, ubicado en las afueras de San Salvador y conocido con el sobrenombre de Mariona.
A finales de 2002, el Estado quiso plantar cara a Bruno y a La Raza, y dispersó a sus cabezas más visibles por varios recintos. A Gustavo le tocó convivir con el nutrido grupo que movieron a Gotera, secuestradores en su inmensa mayoría. En el futuro no querrá hablar de aquellas semanas, pero no es muy aventurado suponer que, por su condición de paria, sufrió todo tipo de vejámenes, palizas incluidas, y no hay que descartar que incluso lo violaran. Para los civiles era un cholillo, con el agravante de ser alguien famoso y odiado.
Afuera, su familia se movió todo lo rápido que el lastre de la pobreza les permitía. La tía Tina abanderó la idea de contratar a un abogado de cierto peso –Saúl Medina Franco– bajo la idea popularizada por monseñor Romero de que las leyes son como las culebras, que solo pican a los que andan descalzos.
Una vez que pasaron las semanas suficientes para que los periodistas se olvidaran, Medina Franco consiguió que el juez cambiara la detención provisional por libertad con medidas sustitutivas, con una fianza de cinco mil dólares.
Seguía viviendo en Estados Unidos, pero la abuela Juana resultó por enésima vez la tabla de salvación: hipotecó la pequeña casa recién adquirida en San Miguel y que estaba pagando, a costa de deslomarse, en pequeñas cuotas.
A la espera de conocer la fecha del juicio y marcado a fuego por un trimestre infernal, Gustavo sintió el 19 de marzo, por última vez en su vida, la incomparable sensación de salir libre de una cárcel.
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CAPÍTULO III
SECUENCIA CUATRO
Vida en la España
19 DE MARZO DE 2003.
Libre pero resentido por su encarcelamiento, cuando recuperó la libertad volvió a refugiarse en casa de una de las primas de Dora Alicia, donde permaneció... hasta que no aguantó más. Algo había cambiado en él para que ahora juzgara intolerable lo que antes sí toleraba.
—Mi tía me tenía encerrado; era como estar preso, solo que en una casa. A los días aquello no me gustó y me fui a la España, con mi mamá y mis hermanas.
A Gustavo le salvó de la locura el maquillaje que Vanesa le enviaba desde Estados Unidos. Era la única manera de pasar desapercibido en las calles de San Miguel. Con la excusa perfecta de que tenía que firmar en el juzgado un día sí y otro no, y confiado en que en la España la presencia de pandillas era imperceptible, comenzó a salir más, a fumar marihuana y a tomarse alguna que otra cerveza. Quizá pensó que no merecía la pena resignarse al estilo de vida monacal: después de todo, vivir enclaustrado no había evitado que terminara encarcelado. No se alocó, pero bajó la guardia.
También contribuyó su nuevo chero.
A la casa de Dora Alicia llegaba con frecuencia un joven llamado Omar Coreas, dieciséis años y ennoviado con Marcela, la tercera de la saga Morales. A pesar de los cuatro años de diferencia, Gustavo y Omar se entendieron de inmediato y en muy poco tiempo se volvieron inseparables. Dora Alicia facilitó ese entendimiento, ya que le bastaron un par de pláticas para reconocer en el muchacho al hijo de una amiga de juventud, Mayra, compañera en la escuela Dolores C. Retes, y de la que recordaba que había fallecido cinco o seis años atrás. San Miguel, ya se dijo, es un pueblón.
Omar estudiaba en el Centro Escolar Abdón Cordero, cerca del Museo Regional de Oriente y no muy lejos de la España. Gustavo lo buscaba cuando salía de las clases. Primero un día, luego otro, hasta volverse rutina. En la escuela también estudiaba Rosa, la hermana de Omar: larga cabellera lisa, ojos negros, rostro anguloso de reminiscencias indígenas y labios sensuales y carnosos. Era una Pocahontas migueleña, pero no fue su belleza lo que cautivó a Gustavo, sino su candidez. Algún día de abril coincidieron las dos parejas de hermanos, Gustavo-Marcela y Omar-Rosa.
—Omar se fue porque quería estar con Marcela, y me dejó a solas con Gustavo un buen rato, pero yo para nada sabía que él era el Directo –me dirá Rosa una década después–. Mi hermano sí sabía, pero nunca me dijo. Aquella tarde platicamos mucho.
—¿Le cayó bien?
—No.
Después de aquel primer choque, Gustavo tuvo que emplearse a fondo para ganarse la atención de Rosa. Forzaba encuentros que parecieran casuales, la acompañaba a la casa al salir de clase, pedía a Omar o a Marcela que le enviaran mensajes, poesías y sobre todo dibujos, una de las destrezas que desarrolló en los centros de internamientos de menores. Fueron semanas de halagos y agasajos antes del primer beso.
GUSTAVO TUVO COMPETENCIA en la carrera por ganarse a Rosa. Deportado, activo de La Mirada Locos y vecino de La Presita, Juan Alexander Ramírez Álvares, (a) Lil Dreamer –casi un treintañero–, era uno de los vagos que con frecuencia llegaba a vigiar a las cipotas de la Abdón Cordero. También se interesó en Rosa y se lo hizo saber, pero Gustavo jugó mejor sus cartas. La disputa no pasó a mayores, pero tendrá trágicas consecuencias en el futuro.
DESDE LA MUERTE DE SU MADRE, Rosa se había criado con su abuela y su tía en el pasaje Alegría de la colonia Buenos Aires, la frontera de los dominios de La Mirada Locos. Para protegerla de los peligros de la calle, sus familiares la educaron en un ambiente de sumisión y docilidad extremas.
Cuando Rosa tuvo que enfrentarse a las estrategias seductoras de Gustavo, tenía dieciocho años y cursaba noveno grado, pero nunca había estado en una discoteca ni se había emborrachado ni tampoco había tenido un novio formal. Apenas salía de la casa, y para presentarse a diario en la escuela Abdón Cordero tomaba un bus de la Ruta 94, que la dejaba en el propio portón. Las instrucciones de su abuela eran claras: casa-bus-escuela y escuela-bus-casa. Su pequeño acto de rebeldía, bien entrada la adolescencia, era bajarse un par de paradas antes y caminar uniformada hasta el centro escolar.
—Era la única manera que tenía para ver a gente diferente –me dirá–. Yo era bien dundita.
Que un joven la acompañara hasta la Buenos Aires, como Gustavo hizo tantas veces mientras la seducía, para ella tenía connotaciones revolucionarias.
Rosa se enamoró, y enamorada supo al fin que quien la besaba era aquel monstruo de los noticieros de antaño al que le decían el Directo.
—Un día que estábamos en el parque Rosales vinieron unos hombres y lo botaron al suelo. Le tomaron fotografías y le decían: “¡Vos sos el Directo! ¡Vos sos el Directo!”. Eran policías de civil, y se lo llevaron a la delegación. Ahí un compañero de la escuela me dijo: “¿Oíste cómo le dijeron?”. Pero tampoco lo terminé de creer, porque yo tatuajes no le miraba, por el maquillaje que se ponía, y porque se metía la gorra hasta aquí –se marca sobre las cejas con su mano extendida, casi como saludo militar– y nunca se la quitaba.
A la siguiente vez que se vieron, Gustavo interpretó con maestría el papel de joven que cometió errores en el pasado, pero que ahora merece una segunda oportunidad. Le contó que era el Directo, y que comprendería si ella lo dejaba.
No solo no se alejó, sino que se entregó por completo. Para mediados de agosto, apenas cuatro meses después de su primera plática, Rosa estaba tan colgada de su pandillero que ni siquiera fue un gran motivo de preocupación que la regla no le bajara.
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CAPÍTULO III
SECUENCIA CINCO
Rosa
ROSA PARIÓ EL 4 DE ABRIL DE 2004. Con Gustavo encarcelado, a ella le correspondió el papeleo para asentar a la criatura en la alcaldía. Ese aparente contratiempo le permitió imponer sus preferencias sobre el nombre.
—Él quería Giselle, a saber por qué. Giselle, Giselle, Giselle... que si Giselle esto, que si Giselle lo otro..., pero ahí sí me le paré. “Giselle le ponés a la hija que vos podás parir, le dije, porque a la mía le voy a poner como yo quiera” –me dice Rosa hoy, diciembre de 2012.
Eran los años buenos, cuando Gustavo aún interpretaba ser el temperamento dócil de la pareja. Rosa algo sospechó y se atrincheró en Mayra Mayra Mayra... y Mayra se llama su hija, como su finada madre. Para el segundo nombre, el prescindible, concedió que fuera Alicia, por la abuela Dora Alicia. Entonces vivían bajo el mismo techo, en la España, y todavía no se odiaban.
EL NÚMERO DEL TELÉFONO DE ROSA me lo dio el Directo en Zacatraz. Ahora es doce del doce de dos mil doce, las ocho de la noche casi, y marco para intentar que me reciba mañana. En los últimos meses hemos hablado ocho diez veces, y siempre me dijo que no habría problemas; sin embargo, al comentarle esta mañana que yo estaba en San Miguel, ha salido con que tenía que preparar tamales, que veía muy difícil que nos juntásemos, que... Parecía nerviosa.
La situación es extraña. Cuando lo entrevisté hace tres meses, el Directo me insistía en que yo la contactara para darle el correo electrónico de la jueza Aída Santos. Se le había ocurrido que ella, por entonces embajadora en Italia, podría ayudarlos. “Que Rosa se rebusque para escribir a la jueza –me dijo– y ver de qué manera ella o alguien más encuentra un canal para que saquen a mi familia de El Salvador”.
El Directo me mintió sobre la colonia en la que residían –me dijo que en la Buenos Aires–, pero era una mentira lógica: la Mara Salvatrucha venga las afrentas de sus pesetas más insignes con el asesinato de toda su familia. Por lo demás, me pareció que no le molestaba que ella y yo habláramos. Pero ahora que platico por teléfono con Rosa, siento que le aterra la idea de que él sepa que nos hemos visto. Aun así, después de unos diez minutos, la negativa inicial se convierte en sí condicionado a que Dora Alicia nunca sepa, porque se lo contaría a su hijo.
—He tenido grandes problemas por sus celos, créame.
—¿Nos vemos en Metro? –propongo.
—No, es mejor en mi casa.
—Pero sus hijos... ¿no le dirán?
—No, ellos no van a decir nada.
—¿Segura?
—Seguro. Ellos saben el padre que tienen.
Quedamos en vernos mañana al mediodía, que llamaré antes para afinar la hora y para que me detalle dónde queda La Línea, la comunidad en la que viven.
—ME HE ENGORDADO desde que está en Zacatecoluca –me dice–, y es por la tranquilidad que tenemos. Hoy peso casi las ciento cuarenta libras.
Rosa cumplirá veintinueve el primero de febrero, y se supone que dos embarazos deberían de haberle pasado factura, pero todavía es una mujer juvenil, hermosa. Cuesta comprender su decisión voluntaria de encadenarse al Directo.
Hombre, salvadoreño y pandillero: decir que el Directo la cela es decir poco, es decir casi nada, como afirmar que El Salvador es violento tampoco describe la crueldad de la violencia.
—Hace como un par de años, Dora Alicia nos corrió de la casa de la España –me dice Rosa–. Terminamos en la cochera de mi abuela, en la Buenos Aires, porque un primo mío dejó que nos quedáramos. Al principio Gustavo tranquilo, pero terminó amenazándolo de muerte y tuvo que irse. ¡Por celos! ¡Tenía celos de mi propio primo! ¡Si ni mi hermano José, que es cristiano, se puede sentar en una silla junto a mí!
Pero esto no es nada.
—Mayra estudia en la escuela de la colonia Carrillo –me dice–, y el otro año empezará segundo grado.
—Y el pequeño, Andy, ¿ya va al kínder?
—Aún no.
—¿Qué años tiene?
—Seis.
—¿Estudia?
—Estudia en la casa. Mayra y yo le enseñamos. Pero tampoco irá a la escuela en 2013.
—¿Por qué?
—Pregunté si había kínder en la tarde, pero no hay. Y Gustavo me dijo que solo si Mayra estudia en la mañana, y Andy en la tarde.
—¿Por qué?
—Porque no quiere que yo pase sola.
Pero esto no es nada.
—En Zacatraz no, porque no es necesario, pero cuando lo visitaba en otros penales me ordenaba que me sentase contra la pared, para que nadie me viera la cara ni yo pudiera mirar a nadie. Si él se iba a la tienda a comprar algo con los niños, me tenía que quedar ahí sentada y mirar a la pared.
Pero esto no es nada.
—Le voy a contar algo, pero que él nunca se entere –me dice Rosa, y hasta baja la voz a pesar de que en la casa solo estamos nosotros dos y sus hijos–: hace unos meses había un joven en esta colonia, de unos veinte años, y nos veíamos y nos saludábamos, nada más. Le pidió mi número a una amiga y me habló alguna vez, pero como amigo.
—¿Era pandillero? ¿Mirada?
—No era pandillero, pero andaba con ellos. La onda es que un día me llamó un amigo de Gustavo, uno de los jefes de la pandilla, y me preguntó por ese joven; yo le dije que nada, que era buena onda, que habíamos hablado y ya. Y de un solo me dijo que le iban a quitar los dientes y colgó.
—¿Qué le pasó?
—Desde ese día, hace como tres meses, nadie lo ha visto. Lo que le quiero decir es que, cuando es algo de celos, aquel no dice qué va a hacer, aquel solo hace.
—¿Cree que lo desaparecieron por hablar con usted?
—Estoy segura.
Pero esto aún no es nada.
A la cándida Rosa le tomó años descubrir que, incluso encarcelado, Gustavo no había renunciado a su promiscuidad.
—Él siempre me preguntaba antes qué día lo visitaría y cómo me vestiría. Pensé que era algo de la seguridad, pero no. Un día, una amiga de él me dijo que no fuera tan tonta, que me preguntaba eso para que entraran otras mujeres a visitarlo.
—No entiendo.
—Algunas veces, el propio día me llamaba para pedirme que no fuera, y la otra mujer se vestía como yo le había dicho y entraba. Un 30 de enero, hace cinco años si mal no recuerdo, me dijo que descansara y que comprara unas películas. Pero agarré el dinero que me mandó para las películas, me fui en taxi a Gotera, y cabal, ahí estaba con otra mujer, pero le dijo al comandante de la prisión que no me permitiera entrar.
Ahí se destapó, y no pasó mucho tiempo para convencerse de que no se trataba de una amante ocasional, sino que era una filosofía de vida. En septiembre de 2008, Rosa fue detenida y acusada de extorsión. La juzgaron y la declararon inocente tres años después, pero tuvo que pasar casi medio año encarcelada. En aquellos meses, casi seis años después de haber flirteado en la puerta de la Abdón Cordero, fue cuando Rosa más se acordó de las palabras de su abuela, que desde un inicio rechazó al joven del que se había enamorado y le auguró una vida llena de sufrimientos.
—No sé cómo, pero logró que me dejaran en la cárcel de San Miguel. Me mandó con unas amigas suyas, cuatro retiradas de la pandilla, supuestamente para que me cuidaran. Ellas se burlaban de mí: cuando él me enviaba dibujos de amor, se reían y decían que más bonitos se los enviaba a todas sus amigas. Ahí supe que había estado con... a saber cuántas, pero muchas.
—...
—A mi hija le afectó mucho todo aquello. Le agarró asco al papá. Él siempre besaba a los niños en los labios, y Mayra un día le dijo: “A mí no me besés, ¿oíste? Poco hombre, que estás en la prostitución”. Así le dijo, con seis o siete añitos. Y él, callado. Hasta tuve que poner buena cara y hablar con ella para que aceptara al papá otra vez.
—¿Qué hizo usted después de recuperar la libertad?
—¿Y qué voy a hacer? Un día sí le dije: “Cuando vos creás que todo está bien, que todo está perfecto, voy a hacer lo mismo que vos, coger con otro”.
Rosa cumplirá su amenaza.
—Otra vez también le dije: “No te preocupés, que dejarte no te voy a dejar, porque yo voy a ver tu fin”.
Ver el fin del Directo no se le cumplirá.
ROSA NUNCA SE INTERESÓ en el pasado de Gustavo, y las pocas veces que ponía el tema sobre la mesa, incluso en los años buenos aquellos, le respondía con evasivas.
—Pero usted lo conoce, es su marido. ¿Cree que mató a tanta gente como dicen que mató? –le pregunto.
—Yo sí creo que ha matado, pero no a tantos, y algo tuvieron que haberle hecho primero para que él los matara.
Quizá hizo bien al no ser inquisitiva. Alguien ya dijo alguna vez que quien busca la verdad corre el riesgo de encontrarla.
—DÍGAME alguna virtud de él.
—Quiere a sus hijos con locura.
Hace tres meses vi que Mayra y Andy están tatuados en el cuello de su padre, pero Rosa no se refiere a esas muestras de amor que en realidad nada demuestran. Para convencerme, prefiere contarme lo que pasó en noviembre de 2011, cuando el Directo se desvivía por salir de Zacatraz, adonde lo habían trasladado en junio.
Le dijeron que el camino más corto era sobornar al equipo técnico criminológico, para que elaboraran un dictamen que juzgara innecesaria su permanencia en máxima seguridad. Entre lo que tenía guardado y unas deudas que contrajo, el Directo reunió más dos mil dólares. Con ese dinero no le costó abrir un canal para plantear su oferta. En esas estaba cuando Mayra, entonces de siete años, enfermó de una hepatitis A que la colocó al borde de la muerte.
—Estaba bien enferma... pero bien enferma.
Mayra pasó el último sábado de noviembre, día grande del carnaval migueleño, en el Hospital de Especialidades Nuestra Señora de la Paz, el más caro de la ciudad, donde la internaron, le hicieron una ecoendoscopia, la medicaron. El tratamiento consumió el dinero que lo habría permitido salir de Zacatraz y que, mientras permaneció encerrado en ese penal, nunca pudo volver a reunir.
—A sus hijos los quiere exageradamente.
—¿Alguna otra virtud? –insisto.
Rosa calla. No se le ocurren más ahora. Pero dentro de un par de horas, cuando la entrevista haya terminado, me mostrará unos dibujos hechos por el Directo en prisión.
—Este me lo hizo para el Día de la Madre recién pasado.
Es un dibujo a lápiz en el que se ve a Rosa con Mayra y Andy recostados sobre sus hombros, los tres con los ojos cerrados. La imagen inspira ternura y paz. Los detalles y el sombreado son de una belleza inquietante. En la parte de arriba de la hoja, con una caligrafía de monje amanuense, un texto complementa el dibujo: “Estas palabras van dedicadas con amor a mi esposa, que también es madre, y que, por infortunios de la vida, le ha tocado jugarse también el papel de padre. En mi nombre y en el de nuestros hijos te felicitamos en nuestro día. No te ofrecemos mayores regalos ni mayores riquezas, pero sí nuestros corazones llenos de un único amor sincero. Gracias por cuidar de nosotros, amarnos y acompañarnos. Aún en este laberinto que parece sin salida, por sostenernos cuando nos faltan las fuerzas, te amamos… Feliz Día de las Madres. Rosa Mayra Andy”.
Entre las virtudes del Directo que a Rosa ahora no se le ocurren están su destreza con el lápiz y, sobre todo, ser un detallista encandilador.
A ROSA LA ASESINARÁN pasado el mediodía del 30 de agosto de 2013, dos disparos en la cabeza. Una noche en Medicina Legal y otras dos de vela, la enterrarán la mañana del 2 de septiembre –otra vez el 2 de septiembre– en el Cementerio General de San Miguel. La vida a veces se recrea con malicia en la ironía, y en su último viaje el féretro pasará junto al parquecito en el que dieciocho años atrás su hombre se brincó en la Mara Salvatrucha. El entierro, con más presencia de policías y soldados que de dolientes, no durará más de media hora. Solo asistirán siete personas, todos de parte de su familia biológica. Ni siquiera la despedirán Mayra y Andy, que estarán en ese momento con su bisabuela, la abuela Juana. Pandilleros de La Mirada Locos merodearán la zona con malas intenciones. La comitiva introducirá con prisas el ataúd en el hoyo, lo cubrirán de tierra, y encima pondrán una cruz. No habrá curas ni pastores. Tampoco rezos ni apenas llantos. Solo José, el hermano mayor de Rosa, dirá algunas palabras en su memoria. Los policías les recomendarán no salir en grupo. Los familiares saldrán desperdigados, por rutas diferentes. Por miedo a los miradas tardarán semanas en cambiar la cruz por una modesta lápida de concreto. Con el cambio aprovecharán para escribir “Rosa María Coreas” en lugar de “Rosa María Coreas de Parada”.
Entre las muertes que sucederán aquellos días, la de Rosa será la que más me duela.
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Estas tres secuencias de ‘Carta desde Zacatraz’ (Libros del KO, Madrid, 2018) han sido publicadas con permiso del autor, el periodista Roberto Valencia, y de la editorial, Libros del K.O. Si le interesa este libro, en El Salvador está disponible en La Tienda de El Faro, y puede informarse en este enlace. También está a la venta vía Amazon en España, Estados Unidos, Italia, Canadá, Francia, Reino Unido, Alemania...