Miércoles 24 de octubre. La romería de migrantes centroamericanos se ha internado ya más de cien kilómetros en territorio mexicano sin que ninguna autoridad se atreva a detener su paso.
Este miércoles 24 de octubre, miles de personas recorrieron los 65 kilómetros que separan al municipio de Huixtla -donde acamparon durante dos noches- y Mapastepec, en el sureño estado de Chiapas. Aunque avanza como bloque, la marcha dejó de ser una masa compacta en las carreteras, para separarse con kilómetros de por medio a lo largo del trayecto: los primeros en llegar se apoderaron de la plaza central del Mapastepec desde las 10 de la mañana; mientras que los más rezagados caminaban bajo un calor vaporoso a lo largo de los últimos 25 kilómetros.
El gobierno mexicano envió a más de 300 agentes federales de distintos estados de la Unión hacia Chiapas. Varias decenas de patrullas acompañan la marcha, sin hacer más que verlos pasar u organizar el tráfico en las carreteras. De momento, no los detienen, los vigilan nada más, algo insólito en la historia de la migración centroamericana indocumentada a través de este país.
Estas rutas han sido padecidas durante décadas por indocumentados, principalmente del triángulo norte de Centroamérica, que han sufrido la crueldad y los abusos de las autoridades federales, estatales y municipales a lo largo del camino. Las rutas de los indocumentados suelen vadear las casetas migratorias, rodeándolas por veredas que atraviesan las mesetas circundantes, donde suelen establecerse grupos de criminales que los asaltan, secuestran, violan o asesinan. Pero hoy, las casetas migratorias no son más que edificios irrelevantes, donde unos desconcertados agentes ven pasar un torrente de personas en el que nadie -absolutamente nadie- tiene sus documentos en regla.
Las autoridades mexicanas no consiguen establecer un solo criterio para afrontar la situación. Un agente del Instituto Nacional de Migración (INM) en la caseta de Pijijiapan, decidió su propia norma: no podrá pasar ningún indocumentado... que viaje en grupos pequeños. En cambio, si caminan en un bloque numeroso, considera que son parte de 'La Caravana', y los deja pasar. Otra norma que creó es que tienen que ir a pie. Decenas de sin papeles viajaban en la parte trasera de un camión de arrastre. El agente, diligente con su propia regla, detuvo el camión y los obligó a bajar; les explicó que nadie podía viajar en 'vehículos privados', los obligó a esperar en la estación migratoria y, cuando tuvo retenidos a un par de cientos, los dejó seguir. A pie, eso sí. El agente migratorio detuvo migrantes para acumularlos. Insólito.
Sin embargo, unos cincuenta kilómetros antes, un agente federal regulaba el número de personas que podían subirse a un pick up, cuyo conductor ofreció transportar a miembros de la caravana. Cuando consideró que la parte trasera del vehículo estaba muy llena -y lo estaba- lo dejó seguir, como un puercoespín, atestado de personas. Otros viajeros reclamaban al agente que no les había permitido aprovechar una oportunidad tan buena, y el federal les regañaba, paternal: 'es que ustedes son muy desesperados, tengan paciencia', y se quedaron juntos -policía y migrantes- esperando otro transporte que diera aventón a los caminantes.
Otro policía federal me explicó, derretido sobre un sofá del hotel 'La Montaña', en Mapastepec, que tenía órdenes de no entrar en conflicto con la caravana. 'Solo estamos aquí para escoltar a estas personas, por su propia seguridad, y para evitar que haya problemas', dijo, luego de pedirme que no mencionara su nombre. “¿Quién le ha dado esa orden?” -Y me miró muy serio: 'viene desde arriba, desde arriba'. Y se negó a seguir conversando.
Irma
A Irma los pies le matan. Tiene unas ampollas del tamaño de un cubo de hielo. Muchas, por todas partes: en el talón, en los bordes externos e internos, en los empeines. Tiene cuarenta y muchos años. Es gruesa y sonriente. Alcanza a veces a soltar una carcajada cuando bromea sobre sus penurias. Sus pies parecen llenos de chichones y duele verlos. Un paramédico le dijo en Huixtla que no se le ocurriera explotar las ampollas porque se podían infectar, pero no hay manera de cumplir esa recomendación. Para llegar a su destino le quedan miles, miles de kilómetros con los pies enfundados en unas zapatillas de hule. Si esto sigue, a Irma y los suyos les quedan unos 5,000 kilómetros. Muchas ampollas.
Irma es salvadoreña, del cantón Llano Las Majadas, del municipio de Santa Rosa Guachipilín, en el departamento de Santa Ana. Vivía de vender tortillas en aquel lugar mínimo como una mosca. El 10 de junio de 2017, asegura, un miembro de la Mara Salvatrucha-13 asesinó a su pareja, un señor de más de 60 años, y al día de hoy no tiene del todo claro por qué. Todo mundo conocía al asesino, incluso ella, y no soportó llorar el cadáver de su compañero, viendo al pandillero disfrutar su libertad. Así que lo denunció. Y esperó a que pasara algo. No pasó nada. El pandillero, libre; su compañero, muerto.
En esta caravana hace kilómetros que ya no solo huyen hondureños. Son los más, no el total.
Irma se alegró cuando el padre de su hijo de 15 años -un hombre que 15 años después de haber procreado se quiso estrenar en su papel de padre- reclamó al muchacho desde Canadá. 'Él tiene papeles en Canadá', dice Irma, señalando para arriba con la boca. Y su hijo se fue. Y se quedó sola, sin hijo, sin pareja. Un migrante, un cadáver. Salvadoreños al fin y al cabo. Entonces, de alguna manera, aquel asesino impune se enteró de que había sido denunciado, y la amenazó de muerte. Ella vio en las noticias que un montón de hondureños pensaban huir de su país y encontró con ellos una gran coincidencia. Tomó un autobús y luego otro y otro y alcanzó la caravana, justo cuando arrasaba los portones de la aduana guatemalteca en Tecún Umán. Y aquí está, acompañando a esta romería de alas rotas, a las que Donald Trump, uno de los más poderosos hombres del mundo, considera una amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos.
Sin mapas
Es complicado salir de países tan pequeños y tener noción de lo caminado. De las distancias. Estás en Chiapas y caminás y caminás, durante tres días, durante jornadas cruentas... y seguís en Chiapas.
Irma tenía los pies destruidos y la certeza de que su única protección es seguir el ritmo de la caravana. No quedarse atrás. Junto con otra decena de migrantes decidieron gastarse unos buenos pesos y tomaron un bus de Rápidos del Sur, para que les ahorrara la jornada de caminata. Preguntaron al chofer si podía avisarles cuando estuvieran a Mapastepec, para bajarse y esperar al resto, y el chofer les dijo que sí. Pero lo olvidó, o quizá no. El caso es que cuando pasaron la caseta migratoria de Pijijiapan habían dejado su destino 40 kilómetros atrás. Entonces pasó lo que pasa cuando no se tiene el blindaje de la masa: los agentes del INM los detuvieron y los amenazaron con transportarlos a una estación migratoria.
Otro grupo, de unas 15 personas, dos bebés incluidos, siguieron la recomendación de un agente federal en la carretera. Alejandra, una chica hondureña de 26 años, se alegró de que el bueno del federal les ayudara a conseguir aventón. Una mujer, a la que el policía presentó como su amiga, las subió en su pick up y les prometió llevarlas a Mapastepec. Pero no. En cambio, pasó de largo y las entregó en la caseta migratoria de Pijijiapan, a los agentes del INM.
Irma suelta una carcajada: 'Esa mujer les dijo que a Mapaste los llevaba y directo a entregarlos fue, ja, ja, ja'. Los demás sonríen como pueden, todos detenidos en un bordillo del que no pueden alejarse, por orden de los agentes de migración.
Varias decenas de personas, en su mayoría hombres jóvenes, abordaron la alargada parte trasera de un camión de carga, que viajaba sin contenedor. Iban en una alegre algarabía, felices de haber conseguido aventón a Mapastepec, sin reparar en un detalle: ninguno tenía la menor idea de cuánto faltaba para llegar a su destino. También fueron a parar a la caseta del INM en Pijijiapan, donde los agentes los hicieron bajar y los sumaron a la treintena de detenidos. Ya eran quizá un centenar.
Cuando, a la vuelta de la curva, apareció -ahora sí- una multitud de caminantes tan entusiastas que se pasaron de largo la entrada a Mapastepec y siguieron, sin saber que lo habían dejado atrás hacía mucho rato. A ellos, los agentes ni los saludaron. Como si fueran dueños de aquellas calles, de aquel camino y de aquella caseta, los recien llegados preguntaron a los detenidos que qué diablos hacían ahí parados y los otros saltaron desde su detención, sin pedir permiso, y se unieron a la caravana. El jefe de los agentes migratorios dijo, como para no perder del todo la autoridad: 'Ahora sí, ahora sí van con la caravana', y los dejó pasar.
Irma y otros consiguen que un pick up les deje subir, pero el agente migratorio los persigue en un carro oficial, intercepta al vehículo y les recuerda su norma personal: pueden seguir, pero en masa y, sobre todo, a pie. A pie. Todos bajan del pick up y hacen un descanso en una sombra. Irma se mira sus pies con lástima, lista para seguir su camino, renqueando.
Mapastepec
Mapastepec es un lugar en el camino hacia otro lugar. No importa qué lugar. Es un sitio huraño, de casas bajas, de calles que algún día -muy remoto- estuvieron asfaltadas; con una iglesia fea y un parque central muy feo, en el que hay unos juego infantiles de plástico candente, con un tobogán que está quebrado en su tramo final y espera a los niños con una fauces afiladas. Mapastepec es, sobretodo, un lugar que cientos de miles de migrantes han transitado con temor en los últimos años. Casi a 100 kilómetros de Arriaga, siempre municipio de Chiapas, Mapastepec ha estado enclavado en el tramo más nefasto para los migrantes al menos hasta 2015. Durante años, gracias al huracán Stan en 2005, muchos puentes férreos se estropearon, y el tren donde los migrantes se prenden como polizones dejó de arrancar desde la frontera con Guatemala. Empezó a arrancar desde Arriaga. Los indocumentados caminaron esos más de 200 kilómetros, entre montes, siguiendo las vías en desuso, evitando las casetas de carretera que hoy burlan en multitud. Y allá adentro, sobre las vías en desuso y la maleza, miles de mujeres fueron violadas y cientos de personas que se resistieron fueron asesinadas.
El Internet es un bien huidizo en Mapastepec, y los periodistas deambulamos en su búsqueda, como forasteros en un pueblo de película. Siempre con los teléfonos alzados, feligreses de una religión satelital que no nos responde.
Junto con la caravana viaja un contingente de reporteros de todas partes: suecos, estadounidenses, centroamericanos, mexicanos, españoles... con pequeñas libretas o con unas enormes antenas circulares, conectadas a camiones tecnológicos, equipados para transmitir en directo, incluso desde Mapastepec. A las diez de la mañana, no queda un solo cuarto de hotel libre. Nada, ni uno solo. Luego de una búsqueda exhaustiva y de muchas súplicas, conseguimos que el dueño del hotel La Montaña nos alquilara su bodega por 50 dólares. Todas las habitaciones estaban llenas de policías federales, de miembros de la cruz roja, de periodistas.
Los comercios no dan abasto, las neveras se quedaron sin cocacolas, sin agua fría, los dueños corrían a comprar cajas de refrescos. Las cocinas de los comedores colapsaron. Algunos niños hondureños recurrieron a la mendicidad para obtener monedas; la gente hizo filas inmensas para recibir su plato de comida donado. Muchos llegan con los pies destruidos, cojeando, apoyados en ramas cortadas en el camino. Los albergues decidieron separar a los hombres de las mujeres. Y el calor. El calor que lo llena todo, que está en todas partes, que gravita como una maldición y aplasta a toda la fauna reunida en Mapastepec por igual.