Columnas / Cultura

Polvo de gallo o ¿cómo quitarnos esa maldita corona?

La última puesta en escena del Teatro del Azoro aborda el tema de la violencia sexual, y la trama se desarrolla en Huachindango, una ciudad ficticia. La historia es asquerosamente real. Todos somos Huachindango.

Jueves, 4 de octubre de 2018
Benjamín Schwab

Al salir de la sala de teatro pasé al baño de hombres. Como suele ser después de una función de hora y media, estaba lleno y había que hacer fila. Esta vez, sin embargo, noté algo extraño. En vez del común: “Hey, ¿qué ondas? ¡Llegaste también!”, “¿qué te pareció la obra?”, ahí adentro había un silencio total. Pero no era un silencio indiferente. Para nada. Aquella fue una de esas situaciones en que no hay nada que se pueda decir y en la que cualquier palabra suena ridícula y fuera de lugar. Aquel silencio en realidad era una aceptación de lo que acabábamos de presenciar. Era un “a huevo, es la pura realidad”.

El domingo, en el Teatro Luis Poma, se llevó a cabo la última de diez presentaciones de Polvo de gallo, la última puesta en escena del Teatro del Azoro. La obra aborda el tema de la violencia sexual, y la trama se desarrolla en Huachindango, una ciudad ficticia donde, ante tanto abuso sufrido por las mujeres, se ha promulgado una ley que legaliza y regula las violaciones para que las mujeres al menos sepan cuándo y dónde “les va a tocar”.

La historia es asquerosamente real. En un país como El Salvador, que es un paraíso para los violadores, donde cada cuatro horas una mujer es violada y el 90 % de los casos de violación quedan en la impunidad, no necesitamos mucha fantasía para caer en cuenta de que todos somos Huachindango. La realidad supera toda ficción. Y esto deja sus huellas en la sociedad.

La obra llega a su clímax cuando la protagonista, Ily, enfrenta con gritos a su abusador, su propio primo, quien está amarrado a una silla: “¿Por qué lo hacen? Porque pueden. Porque parece que todos los hombres han nacido con una puta corona en la cabeza”.

Sin duda, los hombres podemos acosar, intimidar, abusar, violar y asesinar a las mujeres, no tanto por la ventaja de la fuerza física, como por vivir en una sociedad que lo permite e incluso lo avala en todas sus instancias, desde la intimidad del hogar hasta el sistema de “justicia”.

No quiero hacer de moralista, pues siendo hombre me corresponde la misma responsabilidad que a todos, quizá más, porque soy padre de un niño de 16 meses. Pero es necesario que hablemos en primera persona plural: ¿Cómo hacemos para quitarnos esa maldita corona?

Primero hay que estar claros de que no nos la vamos quitar así nomás. Pues, como bien afirma Ily, tampoco la recibimos en un momento determinado. Acaso fue al cumplir la mayoría de edad, o en la noche que “nos hicimos hombres” por tener la primera relación sexual. Esa corona, nos guste o no, fue construida desde el momento que nacimos como hombres o incluso antes de nacer (“¿Va a ser niño? ¡Qué bueno! ¡Felicidades, se ganó la gallina!”).

Y así, la corona fue creciendo junto a nosotros: “¡cállate, los niños no lloran!”; fue pulida: “¡que estudie el niño! Igual, ella se va a quedar en casa criando a sus hijos un día”; y fue adornada con piedras preciosas hasta llegar a la edad adulta: “hija, ¡vaya a prepararle la cena a su hermano que viene cansado!”. En este sentido nuestra culpa de llevar esa corona es, hasta cierto punto, limitada. Nuestra responsabilidad por deshacernos de ella, sin embargo, es plena, porque es injusta, porque denigra, deshumaniza, mata.

Si bien no nos podemos quitar esa corona, tenemos que deconstruirla tal como fue construida. Para empezar, tenemos que reconocer que la tenemos y reconocer el daño que causa. Estoy seguro de que en ese lapso de silencio en el baño de hombres, después de salir de la obra, todos los que estuvimos ahí nos dimos cuenta de ello. En este sentido no fue el silencio cobarde y encubridor de siempre, sino un silencio esperanzador y fecundo.

Luego viene la parte dura, la de materializar esa consciencia. Esto es, empezar a renunciar a nuestros privilegios por ser hombres, porque, simplemente, son injustos e injustificables. Toca fundar nuestra identidad masculina sobre otra cosa que el miedo a que alguien nos llame “culero”.

Me temo, por más que queramos y nos esforcemos, que no vamos a lograr quitarnos esa corona del todo. Está demasiado bien puesta. La deuda que nos queda, y eso sí podemos lograrlo, es asegurarnos de no heredarla a la siguiente generación.

Para mí, esto significa educar a mi hijo no a chancletazos (”para que aprenda”), sino con amor y ternura. Pasar cuanto más tiempo con él. No preocuparme si le gustan las flores, las muñecas o si se divierte trapeando el piso de la cocina (le encanta). Permitirle sentir miedos y preocupaciones y acompañarle en todas las etapas de su desarrollo. Enseñarle a respetar a todas y todos por igual y a no imponerse nunca a nadie a la fuerza ni en el acto sexual ni en un beso ni en un abrazo ni en una mirada. Explicarle que un “¡No!” es un “¡No!”. La línea entre el juego y el abuso es muy delgada.

Polvo de gallo impacta, sacude, toca el nervio, llega directo al grano. Ojalá todas y todos, pero especialmente, TODOS podamos ver la obra algún día. Y ojalá nos ayude a entender cómo quitarnos esa maldita corona.

Benjamin Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Reconciliación a partir de las víctimas” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Estudió teología y ciencias sociales en Alemania, Los Países Bajos y El Salvador y ha trabajado como investigador y consultor en temas relacionados a la construcción de paz y el desarrollo humano en varios países. 
Benjamin Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Reconciliación a partir de las víctimas” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Estudió teología y ciencias sociales en Alemania, Los Países Bajos y El Salvador y ha trabajado como investigador y consultor en temas relacionados a la construcción de paz y el desarrollo humano en varios países. 

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